lunes, 6 de febrero de 2017

La reina de las palmeras canarias, del cronista de Canarias

JUAN GUZMÁN OJEDA (Ing. técn. forestal)
La palmera canaria tiene un rey sin nombre  
Fuente: Pellagofio

El ejemplar más alto de Phoenix canariensis en las islas Canarias y en el mundo tiene 36 metros de altura y dos siglos y medio de edad. Décimocuarta entrega de la serie “Árboles de Canarias” de Juan Guzmán

Si valorásemos la conexión entre una especie y su uso tradicional por la cantidad de nombres propios que se refieren a sus elementos vegetales, la palmera canaria -Phoenix canariensis- tomaría una holgada ventaja. No existe otra especie con más riqueza léxica y toponímica. Su amplia influencia pasa desde conceder nombre propio a una de las islas a procurar términos tan concretos como espucho, tajalague, jarropón o pírgano, entre otros.
      La necesidad de denominar estos lugares y morfologías es el resultado de muchos siglos de aprovechamiento e íntima relación. Esta cadena cultural se traslada desde la confección del tamarco para la vestimenta aborigen antes de la conquista, hasta el uso de las hojas en la limpieza viaria quizás hoy mismo. Las mejores representaciones del símbolo vegetal de Canarias se concentran en La Gomera y Gran Canaria, si bien las crónicas hablan de extensos, exuberantes e impenetrables palmerales que poco a poco fueron cediendo a la ocupación territorial por el ser humano.
      Desde el punto de vista fisiológico, las palmáceas tienen poco que ver con los árboles. La palmera no produce madera ni tiene corteza, no ramifica, sus raíces son todas del mismo grosor y no inicia su crecimiento en altura hasta adquirir su diámetro definitivo. Pese a tratarse de un grupo botánico prehistórico, son vegetales evolucionados y científicamente curiosos: su resistencia al viento y al fuego es extrema, pero a la vez resultan sensibles a plagas y enfermedades.
      A finales del pasado siglo, tras la muerte masiva de gran cantidad de palmeras ornamentales, hizo saltar todas las alarmas respecto a la vulnerabilidad y supervivencia de los palmerales silvestres. La puesta en jaque de la palmera canaria promovió, entre otras acciones, una caracterización de las formaciones naturales de la especie, materializándose en el Atlas de los palmerales de Gran Canaria (2007). Uno de los investigadores de este trabajo, el geógrafo Marco Márquez, fue quien amablemente me presentó al rey de la palmera canaria.

En el barranco de Tenoya
      No creemos que exista en el mundo un ejemplar de Phoenix canariensis que supere en altura al que se ubica sobre la coordenada 28º 7´ 19´´Norte y 15º 29´ 31´´Oeste, en la isla de Gran Canaria. Esta localización nos lleva hasta la finca Areba –por deformación del apellido Arévalo–, un predio agrícola muy cercano al cauce del barranco de Tenoya y al asentamiento urbano de Casa Ayala. Entre plataneras y tomateras, junto a la acequia que discurre por el eje central de la finca, se levanta orgulloso este estirado ejemplar. Su altura, certificada por medición topográfica, se estableció en 32 metros hasta la base en que se inserta la corona foliarla, susmándole la hoja la elevación total llegaría a los 36 metros.
      Las hojas cortas y el aspecto de esfera achatada revelan que, al encontrarnos con una especie dioica, se trata de un individuo del sexo masculino. La lejanía de la copa desde nuestra posición no debe confundirnos ante el hecho de que las hojas presentan un tamaño más pequeño de lo común. Por ejemplo, las hojas estilizadas de una palmera mediana del sexo femenino puede llegar a alcanzar los siete metros, pero en nuestro caso las pencas no superan los 3 ó 4 metros. La razón de esta reducción no radica tan solo en el sexo, sino, como comenta el experto Marcos Díaz-Bertrana, también puede responder a una cuestión de la propia altura: al vegetal le cuesta mucho bombear los nutrientes a tanta altura, traduciéndose finalmente en un aporte menor.
      En añadidura también apuntamos que una copa aligerada en peso ayuda a un mayor equilibrio biomecánico, y más tratándose de individuos altos y flexibles al viento intenso.

Un monarca de 250 años
      Se estima que la edad de este monarca vegetal debe estar próxima a los 250 años, su diámetro constante y columnar es como el del resto de palmeras adultas, alrededor de los 80 centímetros. En la base de este magnífico ejemplar encontramos notorios engrosamientos compuestos por finas raíces apelmazadas, aunque no parece que la presencia de estas morfologías responda a la longevidad, pues también pueden observarse en ejemplares más jóvenes y viceversa. Su función o aparición no está muy clara, aunque se considera cierta vinculación a la variabilidad de luz y humedad en situaciones de estrés.
      El aporte extra por el riego de la actividad agrícola sin duda habrá colaborado a un mejor crecimiento, si bien equilibrando la merma provocada por el aprovechamiento hidráulico, ya que por su posición potencial en vaguada podría afirmarse que de la misma manera hubiera alcanzado la altura que tiene.
      Así pues, la palmera canaria tiene un rey que ni siquiera tiene un nombre propio. De llamarlo solo así, “El Rey”, seguro que incomodaría en demasía a uno de los que se sabe que llegó a ser propietario de la finca: el mismísimo Juan Negrín, último mandatario republicano de este país.
      En cualquier caso esta significativa palmera, junto a las 42.999 unidades adultas que conforman los palmerales silvestres de Gran Canaria, continúan bajo una grave amenaza de extinción. Actualmente las plagas están causando estragos en palmeras canarias ornamentales en el sur de la Península, hasta el punto de prácticamente haberlas sentenciado en esta zona geográfica.
      La mitológica Fénix, de la que deriva el nombre botánico de la palmera canaria, era un ave ligada siempre al concepto de la inmortalidad. Ante una especie tan arraigada en nuestra cultura como en nuestro medio ambiente, romper con la leyenda es un lujo no permisible, un atentado a nosotros mismos. Ahora, más que nunca, debemos salvaguardar esta maravilla de la biodiversidad canaria, una joya verde y de cristal, no sólo por su dureza, sino también por su fragilidad.

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