Mostrando entradas con la etiqueta 402 Narrativa-Europa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta 402 Narrativa-Europa. Mostrar todas las entradas

15 septiembre 2025

VARLAM SHALÁMOV (Rusia, 1907-1982)
El «stlánik», de relatos de Kolymá.

En el extremo norte, donde la taiga se confunde con la tundra, entre abedules enanos, matas achaparradas de serbal con sus bayas amarillentas, jugosas e inesperadamente grandes, entre alerces de seiscientos años, que alcanzan su edad adulta a los trescientos, vive un árbol peculiar, el stlánik. Es un pariente lejano del cedro, el cedro siberiano, un arbusto de pinocha perenne con un tronco algo más grueso que un brazo humano y una altura de dos a tres metros. No es un árbol caprichoso y crece en las laderas agarrándose con las raíces a las grietas de las rocas. Es valeroso y obstinado, como todos los árboles del norte. Y posee una sensibilidad poco común.
     Termina el otoño, hace tiempo que debería haber llegado la nieve, el invierno. Hace mucho que por los bordes del blanco firmamento corren como derrames unas nubes bajas y azuladas. Desde por la mañana, el penetrante viento otoñal se ha calmado como una amenaza. ¿Anuncia nieve? No. No caerá. El stlánik aún no se ha acostado. Uno tras otro pasan los días y la nieve sigue sin caer, las nubes merodean lejos tras los oteros, y en el alto cielo sale un pequeño y pálido sol. Todo es otoñal...
     Pero el stlánik se dobla. Se dobla cada vez más, como bajo un peso insoportable cada vez mayor. El árbol araña con su copa la roca y se apretuja contra el suelo, extendiendo cual patas sus ramas azulinas. Se tiende. Parece un pulpo vestido de plumas verdes. Acostado espera un día, otro, y de pronto del blanco cielo empieza a caer, polvorienta, la nieve, y el stlánik, como el oso, se sumerge en un sueño invernal. Sobre la blanca montaña se alzan enormes bultos de nieve: son los arbustos del stlánik que se han puesto a hibernar.
     A finales del invierno, cuando aún la nieve cubre la tierra con tres metros de espesor y en los desfiladeros las nevascas han formado una capa tan dura que sólo se puede atacar con barras de hierro, los hombres buscan inútilmente en la naturaleza señales de la primavera. Aunque el calendario anuncie la llegada de la nueva estación, el día no se distingue de otro de invierno: el aire es cortante y seco como cualquier día de enero. Por fortuna, la sensibilidad del hombre es muy tosca, sus percepciones demasiado simples. Por lo demás, los sentidos de que dispone el hombre, cinco en total, son pocos, insuficientes para predecir o adivinar nada.
     La naturaleza es algo más sutil que el hombre en sus sensaciones. Sabemos algo de esto. ¿Recuerdan los salmónidos que van a desovar sólo en el río en que cayeron las huevas que les dieron vida? ¿Y las misteriosas trayectorias de las aves migratorias? Son muchas las plantas y flores barómetro que conocemos.
     Pues bien, entre la inmensidad albina de las nieves, en medio de la desesperación más absoluta, de pronto se alza el stlánik. El árbol se sacude la nieve, se alza en toda su estatura y levanta hacia el cielo sus ramas verdosas, ateridas y algo anaranjadas. El stálnik oye la llamada imperceptible de la primavera, y como cree en ella, es el primero en levantarse en el norte. El invierno ha terminado.
     Pero también ocurre esto otro. Arde una hoguera. El stlánik es demasiado confiado. Aborrece tanto el invierno que está dispuesto a confiar en el calor del fuego. Si en invierno, junto a un arbusto de stlánik, que duerme acostado, retorcido su sueño invernal, se enciende una hoguera, el stlánik se levantará. La hoguera se apaga y el defraudado cedro siberiano, llorando por el engaño, de nuevo se doblará para acostarse en el viejo lugar. Y lo cubrirá la nieve.
     No, no sólo predice el tiempo. El stlánik es el árbol de las esperanzas, el único árbol en todo el extremo norte perennemente verde. En medio del blanco cegador de la nieve, sus ramas de un verde apagado nos hablan del sur, del calor y de la vida. Durante el verano es humilde y pasa desapercibido, todo a su alrededor florece con premura, esforzándose por llegar a fructificar en el fugaz verano boreal. Las flores de la primavera, del verano y del otoño se precipitan las unas tras las otras en la incontenible y fragorosa floración. Pero se acerca el invierno y empieza a llover pinocha amarillenta que deja desnudos los alerces, la pajiza hierba se mustia y se seca, el bosque clarea, y entonces se ve cómo entre la pálida hierba y el musgo gris se encienden a lo lejos las enormes antorchas verdes del stlánik.
     A mí, el stlánik siempre me ha parecido el árbol ruso más poético, mejor que el venerado sauce llorón, que el plátano o que el ciprés. Y la leña del stlánik es la que más calienta. 

----- 

18 agosto 2025

RYSZARD KAPUŚCIŃSKI (Polonia, 1932-2007)
En África, a la sombra de un árbol

 
El viaje toca a su fin. En cualquier caso, el fin de ese fragmento suyo que hasta aquí he descrito. Ahora –camino de vuelta– aún queda un breve descanso a la sombra de un árbol. El árbol en cuestión crece en una aldea que se llama Adofo y está situada cerca del Nilo Azul, en la provincia etíope de Wollega. Es un inmenso mango de hojas frondosas y perennemente verdes. El que viaja por los altiplanos de África, por la infinitud del Sahel y de la sabana, siempre contempla el mismo y asombroso cuadro que no cesa de repetirse: en las inmensas extensiones de una tierra quemada por el sol y cubierta por la arena, en unas llanuras donde crece una hierba seca y amarillenta, y sólo de vez en cuando algún que otro arbusto seco y espinoso, cada cierto tiempo aparece, solitario, un árbol de copa ancha y ramificada. Su verdor es fresco y tupido y tan intenso que ya desde lejos forma, claramente visible en la línea del horizonte, una nítida mancha de espesura. Sus hojas, aunque en ninguna parte se percibe una sola brizna de viento, se mueven y despiden destellos de luz. ¿De dónde ha salido el árbol en este muerto paisaje lunar? ¿Por qué precisamente en este lugar? ¿Por qué uno solo? ¿De dónde saca la savia? A veces, tenemos que recorrer muchos kilómetros antes de toparnos con otro.
      A lo mejor, en tiempos, crecían aquí muchos árboles, un bosque entero, pero se los taló y quemó y sólo ha quedado este único mango. Todo el mundo de los alrededores se ha preocupado por salvarle la vida, sabiendo cuán importante era. Es que en torno a cada uno de estos árboles solitarios hay una aldea. En realidad, al divisar desde lejos un mango de estos, podemos tranquilamente dirigirnos hacia él, sabiendo que allí encontraremos gente, un poco de agua e, incluso, tal vez algo de comer. Esas personas han salvado el árbol porque sin él no podrían vivir: bajo el sol africano, para existir, el hombre necesita sombra, y el árbol es su único depositario y administrador.
     Si en la aldea hay un maestro, el espacio bajo el árbol sirve como aula escolar. Por la mañana acuden aquí los niños de todo el poblado. No existen cursos ni límites de edad: viene quien quiere. La señorita o el señor maestro clavan en el tronco el alfabeto impreso en una hoja de papel. Señalan con una vara las letras, que los niños miran y repiten. Están obligados a aprendérselas de memoria: no tienen con qué ni sobre qué escribir.
     Cuando llega el mediodía y el cielo se vuelve blanco de tanto calor, en la sombra del árbol se protege todo el mundo: los niños y los adultos, y si en la aldea hay ganado, también las vacas, las ovejas y las cabras. Resulta mejor pasar el calor del mediodía bajo el árbol que dentro de la choza de barro. En la choza no hay sitio y el ambiente es asfixiante, mientras que bajo el árbol hay espacio y esperanza de que sople un poco de viento.
     Las horas de la tarde son las más importantes: bajo el árbol se reúnen los mayores. El mango es el único lugar donde se pueden reunir para hablar, pues en la aldea no hay ningún local espacioso. La gente acude puntual y celosamente a estas reuniones: los africanos están dotados de una naturaleza gregaria y muestran una gran necesidad de participar en todo aquello que constituye la vida colectiva. Todas las decisiones se toman en asamblea, las disputas y peleas las soluciona la comunidad en pleno, que también resuelve quién recibirá tierra cultivable y cuánta. La tradición manda que toda decisión se tome por unanimidad. Si alguien es de otra opinión, la mayoría tratará de persuadirlo tanto tiempo como haga falta hasta que cambie de parecer. A veces la cosa dura una eternidad, pues un rasgo típico de estas deliberaciones consiste en una palabrería infinita. Si entre dos habitantes de la aldea surge una disputa, el tribunal reunido bajo el árbol no buscará la verdad ni intentará averiguar quién tiene razón, sino que se dedicará, única y exclusivamente, a quitar hierro al conflicto y a llevar a las partes hacia un acuerdo, no sin considerar justas las alegaciones de ambas.
     Cuando se acaba el día y todo se sume en la oscuridad, los congregados interrumpen la reunión y se van a sus casas. No se puede debatir a oscuras: la discusión exige mirar al rostro del hablante; que se vea si sus palabras y sus ojos dicen lo mismo.
     Ahora, bajo el árbol, se reúnen las mujeres; también acuden los ancianos y los niños, curiosos por todo. Si disponen de madera, encienden fuego. Si hay agua y menta, preparan un té, espeso y cargado. Empiezan los momentos más agradables, los que más me gustan: se relatan los acontecimientos del día y se cuentan historias en que se mezclan lo real y lo imaginario, cosas alegres y las que despiertan terror. ¿Qué ha hecho tanto ruido entre los arbustos esta mañana, ese algo oscuro y furioso? ¿Qué pájaro tan extraño ha levantado el vuelo y ha desaparecido? Unos niños han obligado a un topo a esconderse en su madriguera. Luego la han descubierto y el topo no estaba. ¿Dónde se habrá metido? A medida que avanzan los relatos la gente empieza a recordar que, en tiempos, los viejos hablaban de un pájaro extraño que, en efecto, había levantado el vuelo y había desaparecido; otra persona se acuerda de que, cuando era pequeña, su bisabuelo le dijo que una cosa oscura llevaba tiempo haciendo ruido entre los arbustos.
     ¿Cuánto? Hasta donde llega la memoria. Aquí, la frontera de la memoria también lo es de la Historia. Antes no había nada. El antes no existe. La Historia no llega más allá de lo que se recuerda.
     Aparte del norte islámico, África no conocía la escritura; la Historia nunca ha pasado aquí de la transmisión oral, estaba en las leyendas que circulaban de boca en boca y era un mito colectivo, creado involuntariamente al pie de un mango, en la profunda penumbra de la tarde, cuando no se oían más que las voces temblorosas de los ancianos, puesto que las mujeres y los niños, embelesados, guardaban silencio. De ahí que los momentos en que cae la noche sean tan importantes: es cuando la comunidad se plantea quién es y de dónde viene, se da cuenta de su carácter singular e irrepetible, y define su identidad. Es la hora de hablar con los antepasados, que si bien es cierto que se han ido, al mismo tiempo permanecen con nosotros, siguen conduciéndonos a través de la vida y nos protegen del mal.
     Al caer la noche el silencio bajo el árbol sólo es aparente. En realidad lo llenan muchas y muy diversas voces, sonidos y susurros que llegan de todas partes: de las altas ramas, de la maleza circundante, de debajo de tierra, del cielo. Es mejor que en momentos así nos mantengamos unidos, que sintamos la presencia de otros, presencia que nos infunde ánimo y valor. El africano nunca deja de sentirse amenazado. En este continente la naturaleza cobra formas tan monstruosas y agresivas, se pone máscaras tan vengativas y terroríficas, coloca tales trampas y emboscadas, que el hombre, permanentemente asustado y atemorizado, vive sin saber jamás lo que le traerá el mañana. Aquí todo se produce de manera multiplicada, desbocada, histéricamente exagerada. Cuando hay tormenta, los truenos sacuden el planeta entero y los rayos destrozan el firmamento haciéndolo jirones; cuando llueve, del cielo cae una maciza pared de agua que nos ahogará y sepultará de un momento a otro; cuando hay sequía, siempre es tal que no deja ni una gota de agua y nos morimos de sed. En las relaciones naturaleza-hombre no hay nada que las suavice, ni compromisos de ninguna clase, ni gradaciones, ni estados intermedios. Todo –y durante todo el tiempo– es guerra, combate, lucha a muerte. El africano es un hombre que desde que nace hasta que muere permanece en el frente, luchando contra la –excepcionalmente malévola– naturaleza de su continente, y ya el mero hecho de que esté con vida y sepa conservarla constituye su mayor victoria.

*

      Pues bien, ha caído la noche, estamos sentados bajo un árbol enorme y una muchacha me ofrece un vaso de té. Oigo hablar a gentes cuyos rostros, fuertes y brillantes, como esculpidos en ébano, se funden con la inmóvil oscuridad. No entiendo mucho de lo que dicen pero sus voces suenan serias y solemnes. Al hablar se sienten responsables de la Historia de su pueblo. Tienen que preservarla y desarrollarla. Nadie puede decir: leedla en los libros, pues nadie los ha escrito; no existen. Tampoco existe la Historia más allá de la que sepan contar aquí y ahora. Nunca nacerá esa que en Europa se llama científica y objetiva, porque la africana no conoce documentos ni censos, y cada generación, tras escuchar la versión correspondiente que le ha sido transmitida, la cambia, altera, modifica y embellece. Pero por eso mismo, libre de lastres, del rigor de los datos y las fechas, la Historia alcanza aquí su encarnación más pura y cristalina: la del mito.
     En dichos mitos, el lugar de las fechas y de la medida mecánica del tiempo –días, meses, años– lo ocupan declaraciones como: «hace tiempo», «hace mucho tiempo», «hace tanto que ya nadie lo recuerda». Todo se puede hacer caber en estas expresiones y colocarlo en la jerarquía del tiempo. Sólo que ese tiempo no avanza de una manera lineal y ordenada, sino que cobra forma de movimiento, igual al de la Tierra: giratorio y uniformemente elíptico. En tal concepción del tiempo, no existe la noción de progreso, cuyo lugar lo ocupa la de durar. África es un eterno durar.
     Se hace tarde y todos se van a sus casas. Cae la noche, y la noche pertenece a los espíritus. ¿Dónde, por ejemplo, se reunirán las brujas? Se sabe que celebran sus encuentros y asambleas en las ramas, sumergidas y ocultas entre las hojas. Más vale no molestarlas, mejor retirarse del refugio del árbol: no soportan que se las mire, escuche, espíe. Saben ser vengativas y son capaces de perseguirnos: inocular enfermedades, infligir dolor, sembrar la muerte.
     De modo que el lugar bajo el mango permanecerá vacío hasta la madrugada. Al alba en la tierra aparecerán, al mismo tiempo, el sol y la sombra del árbol. El sol despertará a la gente, que no tardará en ocultarse ante él, buscando la protección de la sombra. Es extraño, aunque rigurosamente cierto a un tiempo, que la vida del hombre dependa de algo tan volátil y quebradizo como la sombra. Por eso el árbol que la proporciona es algo más que un simple árbol: es la vida. Si en su cima cae un rayo y el mango se quema, la gente no tendrá dónde refugiarse del sol ni dónde reunirse. Al serle vetada la reunión, no podrá decidir nada ni tomar resolución alguna. Pero, sobre todo, no podrá contarse su Historia, que sólo existe cuando se transmite de boca en boca en el curso de las reuniones vespertinas bajo el árbol. Así, no tardará en perder sus conocimientos del ayer y su memoria. Se convertirá en gente sin pasado, es decir, no será nadie. Todos perderán aquello que los ha unido, se dispersarán, se irán, solos, cada uno por su lado. Pero en África la soledad es imposible; solo, el hombre no sobrevivirá ni un día: está condenado a muerte. Por eso, si el rayo destruye el árbol, también morirán las personas que han vivido a su sombra. Y así está dicho: el hombre no puede vivir más que su sombra.
     Paralelamente a la sombra, el segundo valor más importante es el agua.
     —El agua lo es todo –dice Ogotemmeli, el sabio del pueblo dogón, que habita en Malí–. La tierra procede del agua. La luz procede del agua. Y la sangre.
     —El desierto te enseñará una cosa –me dijo en Niamey un vendedor ambulante sahariano–: que hay algo que se puede desear y amar más que a una mujer. El agua.
     La sombra y el agua, dos cosas volátiles e inseguras, que aparecen para luego desaparecer no se sabe por dónde.
     Dos modos de vivir, dos situaciones: a todo aquel que por vez primera se encuentre en uno de los hipermercados norteamericanos, en uno de esos mallos gigantescos e interminables, le chocará la riqueza y la diversidad de las mercancías allí expuestas, la presencia de todos los objetos posibles que el hombre ha inventado y fabricado, y luego los ha transportado, almacenado y acumulado, con lo cual ha hecho que el cliente ya no tenga que pensar en nada: lo han pensado todo por él y ahora lo tiene todo listo y a mano.
     El mundo del africano medio es diferente; es un mundo pobre, de lo más sencillo y elemental, reducido a unos pocos objetos: una camisa, una palangana, un puñado de grano, un sorbo de agua. Su riqueza y diversidad no se expresan bajo una forma material, concreta, tangible y visible, sino en esos valores y significados simbólicos que dicho mundo confiere a las cosas más sencillas, tan baladíes que son inapreciables para los no iniciados. Sin embargo, una pluma de gallo puede ser considerada como una linterna que ilumina el camino en la oscuridad, y una gota de aceite, como un escudo que protege de las balas. La cosa cobra un peso simbólico, metafísico; porque así lo ha decidido el hombre, quien, por el mero hecho de elegirla, la ha enaltecido, trasladado a otra dimensión, a la esfera superior del ser: a la trascendencia.
     Tiempo ha, en el Congo, me permitieron acceder al misterio: pude ver la escuela de iniciación de los niños. Al acabarla se convertían en hombres adultos, tenían derecho a voz y voto en las reuniones del clan y podían fundar una familia. Al visitar una de estas escuelas, tan archiimportantes en la vida del africano, el europeo no parará de sorprenderse y de frotarse los ojos, incrédulo. ¡Cómo? ¡Pero si aquí no hay nada! ¡Ni bancos, ni tan siquiera una pizarra! Sólo unos arbustos espinosos, unos manojos de hierba seca y, en lugar de suelo, una capa de ceniza y arena gris. ¿Y a esto llaman escuela? Y, sin embargo, los jóvenes se mostraban orgullosos y solemnes. Habían alcanzado un gran honor. Es que allí todo se basaba en un contrato social –tratado con mucha seriedad–, en un profundo acto de fe: la tradición reconocía que el lugar donde permanecían aquellos muchachos era la sede de la escuela del clan, la cual, al introducirlos en la vida, gozaba de un estatus de privilegio, solemne e, incluso, sagrado. Una nadería se convierte en algo importante porque así lo hemos decidido. Nuestra imaginación la ha ungido y enaltecido.
     El disco de Leshina puede ser un buen ejemplo de esa transformación ennoblecedora. La mujer que llevaba el apellido Leshina vivía en Zambia. Tenía unos cuarenta años. Era vendedora en la pequeña ciudad de Serenje. No se distinguía por nada especial. Corrían los años sesenta y en los más diversos rincones del mundo se topaba uno con gramófonos de manivela. Leshina tenía un gramófono de aquellos y un disco, uno solo, gastado y rayado hasta lo imposible. El disco contenía la grabación de un discurso de Churchill, de 1940, en el que el orador exhortaba a los ingleses a aceptar las privaciones y los sacrificios de la guerra. La mujer colocaba el gramófono en su patio y daba vueltas a la manivela. Del altavoz, metálico y pintado de verde, salían roncos gruñidos y borbolleos que retumbaban en el aire y en los que se podían adivinar los ecos de una voz llena de pathos, pero ya incomprensibles y desprovistos de sentido. Al populacho que allí acudía, cada vez más numeroso con el paso del tiempo, Leshina le explicaba que era la voz de dios, que la nombraba su mensajera y ordenaba obediencia ciega. Auténticas muchedumbres empezaron a acudir a su casa. Sus fieles, por lo general pobres de solemnidad, con un esfuerzo sobrehumano construyeron un templo en la selva y comenzaron a decir allí sus oraciones. Al principio de cada oficio el estrepitoso bajo de Churchill los sumía en estado de trance y éxtasis. Pero como los líderes africanos se avergüenzan de tales manifestaciones religiosas, el presidente Kenneth Kaunda mandó contra Leshina su tropa, que en el lugar del culto a la mujer, asesinó a varios cientos de personas inocentes y cuyos tanques convirtieron en polvo su templo de arcilla.

*
    Estando en África, el europeo no ve más que una parte de ella: por lo general, ve tan sólo su capa exterior, que a menudo no es la más interesante, ni tampoco reviste mayor importancia. Su mirada se desliza por la superficie, sin penetrar en el interior, como si no creyese que detrás de cada cosa pudiera esconderse un misterio, misterio que, a un tiempo, se hallara encerrado en ella. Pero la cultura europea no nos ha preparado para semejantes viajes hacia el interior, hacia las fuentes de otros mundos y de otras culturas. El drama de éstas –incluida la europea– consistió, en el pasado, en el hecho de que sus primeros contactos recíprocos pertenecieron a una esfera dominada, las más de las veces, por hombres de la más baja estofa: ladrones, sicarios, pendencieros, delincuentes, traficantes de esclavos, etc. También se dieron casos –pocos– de otra clase de personas: misioneros honestos, viajeros e investigadores apasionados, pero el tono, el estándar y el clima los creó y dictó, durante siglos, la internacional de la chusma rapiñadora. Es evidente que a ésta no se le pasó por la cabeza el intentar conocer otras culturas, respetarlas, buscar un lenguaje común. En su mayoría, se trataba de torpes e ignorantes mercenarios, sin modales ni sensibilidad alguna y a menudo analfabetos. No les interesaba sino conquistar, saquear y masacrar. De resultas de tales experiencias, las culturas –en lugar de conocerse mutuamente, acercarse y compenetrarse– se fueron haciendo hostiles las unas frente a las otras o, en el mejor de los casos, indiferentes. Sus respectivos representantes –excepto los mencionados truhanes– guardaban prudentes distancias, se evitaban, se tenían miedo. La monopolización de los contactos interculturales por una clase compuesta de brutos ignorantes decidió y selló el mal estado de sus relaciones recíprocas. Las relaciones interpersonales habían empezado a fijarse de acuerdo con el criterio más primitivo: el color de la piel. El racismo se convirtió en una ideología según la cual los hombres definían su lugar en el orden del mundo. Blancos-negros: en esta relación a menudo ambas partes se sentían mal. En 1894, el inglés Lugard penetra, al frente de un pequeño destacamento, en el interior de África para conquistar el reino de Borgu. Primero quiere entrevistarse con el rey. Pero sale a su encuentro un emisario que le dice que el soberano no lo puede recibir. Dicho emisario, mientras habla con Lugard, no para de escupir en un recipiente de bambú que lleva colgado del cuello: escupir significa purificarse y protegerse de las consecuencias de un contacto con el hombre blanco.
     El racismo, el odio hacia el otro, el desprecio y el deseo de erradicar al diferente hunden sus raíces en las relaciones coloniales africanas. Allí, todo esto ya había sido inventado y llevado a la práctica siglos antes de que los sistemas totalitarios modernos trasplantasen aquellas sórdidas e infames experiencias a la Europa del siglo XX.
     Otra consecuencia de aquel monopolio de los contactos con África, ostentado por la mencionada clase de ignorantes, radica en el hecho de que las lenguas europeas no han desarrollado un vocabulario que permita describir adecuadamente mundos diferentes, no europeos. Grandes cuestiones de la vida africana quedan inescrutadas, o ni siquiera planteadas, a causa de una cierta pobreza de las lenguas europeas. ¿Cómo describir el interior de la selva, tenebroso, verde, asfixiante? Y esos cientos de árboles y arbustos, ¿qué nombres tienen? Conozco nombres como «palmera», «baobab» o «euforbio», pero precisamente estos árboles no crecen en la selva. Y esos árboles inmensos, de diez pisos, que vi en Ubangi y en Ituri, ¿cómo se llaman? ¿Cómo llamar a los más diversos insectos con que nos topamos por todas partes y que no paran de atacar y de picarnos? A veces se puede encontrar un nombre en latín, pero ¿qué le aclarará éste a un lector medio? Y eso que no son más que problemas con la botánica y la zoología. ¿Y qué pasa con toda la enorme esfera de lo psíquico, con las creencias y la mentalidad de esta gente? Cada una de las lenguas europeas es rica, sólo que su riqueza no se manifiesta sino en la descripción de su propia cultura, en la representación de su propio mundo. Sin embargo, cuando se intenta entrar en territorio de otra cultura, y describirla, la lengua desvela sus límites, su subdesarrollo, su impotencia semántica.
     África significa miles de situaciones. De lo más diversas, distintas, contradictorias, opuestas. Alguien dirá: «Allí hay guerra.» Y tendrá razón. Otro dirá: «Allí hay paz», y también tendrá razón. Todo depende de dónde y cuándo.
     En tiempos anteriores a la colonización –así que tampoco hace tanto– en África habían existido más de diez mil países, entre pequeños Estados, reinos, uniones étnicas, federaciones. Un historiador de la Universidad de Londres, Ronald Oliver, en su libro titulado African Experience (Nueva York, 1991), centra su atención en la paradoja, aceptada de manera generalizada, según la cual los colonialistas europeos llevaron a cabo la división de África. «¿División?», exclama Oliver, asombrado. «Brutal y devastadora, pero ¡fue una unificación! El número diez mil se redujo a cincuenta.»
     Aun así, queda mucho de aquella diversidad, de aquel fulgurante mosaico, que se ha vuelto un cuadro creado con terrones, piedrecillas, astillas, chapitas, hojas y conchas. Cuanto más lo contemplamos, mejor vemos cómo todos esos elementos diminutos que forman la composición, ante nuestros ojos cambian de lugar, de forma y de color hasta ofrecernos un impresionante espectáculo que nos embriaga con su versatilidad, su riqueza, su resplandeciente colorido.

*

     Hace unos años pasé la Nochebuena en compañía de unos amigos en el Parque Nacional de Mikumi, en el interior de Tanzania. La tarde era cálida, agradable, sin viento. En un claro en medio de la selva, sin más protección que el cielo, había dispuestas varias mesas. Y sobre ellas, pescado frito, arroz, tomates y pombe, la cerveza local. Ardían las velas, las antorchas y las lámparas de petróleo. Reinaba un ambiente distendido y agradable. Como suele pasar en África en ocasiones semejantes, se contaban chistes e historias graciosas. Habían acudido allí ministros del gobierno tanzano, embajadores, generales, jefes de clanes. Era más de medianoche cuando sentí que la impenetrable oscuridad –que empezaba justo detrás de las mesas iluminadas– se mecía y retumbaba. No por mucho rato. El ruido aumentaba por momentos, hasta que de las profundidades de la noche emergió un elefante, justo a nuestras espaldas. Ignoro si alguien de entre vosotros se ha topado con uno cara a cara, no en un zoo o en un circo, sino en la selva africana, allí donde el elefante es el terrible amo del mundo. Al verlo, la persona es presa de un pánico mortal. El elefante solitario, apartado de la manada, a menudo se halla en estado de amok y es un agresor frenético que se abalanza sobre las aldeas, arrasando chozas y matando a personas y animales.
     El elefante era realmente grande, tenía una mirada penetrante y perspicaz y no emitía sonido alguno. No sabíamos qué pasaba por su tremenda cabeza, qué haría al cabo de un segundo. Tras quedarse parado durante un rato, empezó a pasearse entre las mesas, en cuyo derredor reinaba un silencio sepulcral: todo el mundo, inmóvil, estaba paralizado por el terror. Nadie osaba moverse, no fuera a ser que aquello liberase la furia del animal, que es muy rápido; no hay manera de huir de un elefante. Aunque por otro lado, al quedarse sentada quieta, la persona se exponía a que la atacase; en tal caso moriría aplastada bajo los pies del gigante.
     De modo que el paquidermo se paseaba, contemplaba las guarnecidas mesas, la luz, la gente petrificada… Por sus movimientos, por sus balanceos de cabeza, se adivinaba que aún vacilaba, que le costaba tomar una decisión. La cosa se prolongó hasta el infinito, durante toda una gélida eternidad. En un momento dado intercepté su mirada. Nos escrutaba pesada y atentamente, con unos ojos que expresaban una profunda y queda melancolía.
     Al final, después de dar varias vueltas a las mesas y al prado, nos abandonó: se apartó de nosotros y desapareció en la oscuridad. Cuando cesó el retumbar de la tierra y la oscuridad dejó de moverse, uno de los tanzanos que se sentaban a mi lado preguntó:
     —¿Has visto?
     —Sí –contesté, aún medio muerto–. Era un elefante.
     —No –repuso–. El espíritu de África siempre se encarna en un elefante. Porque al elefante no lo puede vencer ningún animal. Ni el león, ni el búfalo, ni la serpiente.
     Sumidos en el silencio, todos se dirigían a sus respectivas cabañas mientras los chicos apagaban las luces en las mesas. Todavía era de noche, pero se aproximaba el momento más maravilloso de África: el alba.
---Fin---

09 junio 2022

DAVID HERBERT R. LAWRENCE (Inglaterra, 1885-1930)
El amante de Lady Chatterley

El amante de Lady Chatterley es una novela de 1928 del escritor británico citado de manera abreviada, D. H. Lawrence. La obra causó escándalo y fue prohibida en su época, debido a las escenas donde se describen relaciones sexuales de manera explícita. 
 
Resumen:
Inválido de guerra, Sir Clifford Chatterley y su esposa Connie llevan una existencia acomodada, aparentemente plácida, rodeada de los placeres burgueses de las reuniones sociales y regida por los correctos términos que deben ser propios de todo buen matrimonio. Connie, sin embargo, no puede evitar sentir un vacío vital. La irrupción en su vida de Mellors, el guardabosque de la mansión familiar, la pondrá en contacto con las energías más primarias e instintivas y relacionadas con la vida. La fuerte corriente relacionada con la energía sexual que recorre casi toda la obra de D. H. Lawrence encuentra una de sus máximas expresiones en EL AMANTE DE LADY CHATTERLEY, novela que se vio envuelta en la polémica y el escándalo desde el momento de su aparición.

(...) Clifford amaba el bosque; amaba los viejos robles. Tenía el sentido de que habían sido suyos durante generaciones. Quería protegerlos. Deseaba que el lugar no fuera violado, que estuviera cerrado al mundo.
    La silla renqueaba lentamente pendiente arriba, botando y saltando sobre los terrones helados. Y de repente, a la izquierda, apareció un claro donde no había más que una maraña de helechos muertos, algunos menudos rebrotes dispersos aquí y allá, algunos tocones mostrando el corte de la sierra y sus raíces retorcidas, sin vida. Y manchas de negrura en los lugares donde los leñadores habían quemado ramas y basura.
     Aquél era uno de los sitios que Sir Geoffrey había hecho talar durante la guerra para sacar troncos para las trincheras. Toda la pendiente que arrancaba a la derecha del sendero aparecía desnuda y en un extraño abandono. En la cima de la pendiente, donde una vez hubo robles, había ahora desolación; y desde allí podía verse sobre los árboles el tren de la mina y las nuevas fábricas de Stacks Gate. Connie se había detenido y miraba, era una brecha en el puro aislamiento del bosque. Por allí entraba el mundo. Pero no dijo nada a Clifford.
     Curiosamente, aquel sitio inhóspito enfurecía siempre a Clifford. Había estado en la guerra y sabía lo que significaba. Pero no se había enfadado realmente hasta ver aquella colina desnuda. Iba a hacerla repoblar. Pero le llevaba a odiar a Sir Geoffrey.
     Clifford estaba sentado, con la expresión fija, mientras la silla de ruedas ascendía lentamente. Cuando llegaron a la cumbre se detuvo; no quería arriesgarse por la pendiente de bajada, larga y llena de baches. Se quedó mirando el recorrido verde del camino cuesta abajo, una abertura clara entre los helechos y los robles. Hacía una curva en lo bajo de la pendiente y desaparecía; pero era una curva suave y agradable, como a propósito para caballeros sobre sus monturas y damas sobre palafrenes.
     —Creo que éste es realmente el corazón de Inglaterra —dijo Clifford a Connie, sentado al cálido sol de febrero.
     —¿Sí? —dijo ella, mientras se sentaba sobre un tocón del sendero con su vestido de punto azul.
     —¡Sí! Esta es la antigua Inglaterra, su corazón; y estoy dispuesto a mantenerlo intacto.
     —¡Ah, sí! —dijo Connie. Pero al decirlo estaba escuchando la sirena de las once de la mina de Stacks Gate. Clifford estaba demasiado acostumbrado al sonido para darse cuenta.
     —Quiero que este bosque sea perfecto… virgen. No quiero que entre nadie —dijo Clifford.
     Había algo de patético en ello. El bosque conservaba aún algo del misterio de la antigua y salvaje Inglaterra; pero las talas de Sir Geoffrey durante la guerra habían supuesto un duro golpe. Qué silenciosos estaban los árboles, con sus ramas innumerables y retorcidas recortadas contra el cielo y sus troncos grises y obstinados emergiendo de entre la maleza marrón. Allí había habido en tiempos ciervos, arqueros y frailes al paso cansino de los asnos. El lugar tenía memoria, seguía recordando. (...)

Fragmento de: D. H. Lawrence. “El amante de Lady Chatterley” Capítulo 5

-----

16 abril 2022

DINO BUZZATI (Italia, 1906-1972)
El secreto del Bosque Viejo
 
(...) Sólo los niños, aún libres de prejuicios, se daban cuenta de que el bosque estaba poblado por genios y, aunque tuvieran un conocimiento muy vago del asunto, hablaban con frecuencia de ello. Con el paso del tiempo, sin embargo, también ellos cambiaban de opinión, dejando que sus padres les imbuyeran necias patrañas...

… El coronel se sentó en el suelo, a los pies de un abeto. A su alrededor estaba el bosque, el antiquísimo Bosque Viejo, preñado de una misteriosa vida. Poco a poco el silencio se llenó de tenues voces. A las diez de la noche se percibió el sonido del viento.
      -¡Mateo! ¡Mateo!- volvió a gritar Sebastiano Procolo, reanimado por la esperanza. Pero aquel viento no era Mateo y continuó deslizándose indiferente sobre las copas de los árboles. Diez, doce ecos respondieron esta vez a la llamada, cada vez más débiles y lejanos, hasta que el aire sólo quedó una tenue resonancia.
     Sebastiano Procolo se resignó cansado. El venerable bosque comenzaba a vivir una noche nueva y se despertaba del sopor diurno. Tal vez en la oscuridad los genios salieran de los troncos y vagaran realizando quehaceres desconocidos, pensó Procolo. O tal vez estuvieran reunidos en multitud justo alrededor de él, invisibles en la noche cerrada. Tal vez hubiera salido la luna detrás de la capa de nubes. Tal vez las tinieblas no se acabarían nunca. Tal vez el sol nunca saldría. Tal vez la oscuridad permanecería para siempre. (...)

   ----- 
Resumen y sinópsis

El secreto del Bosque Viejo (1935), la segunda obra de Dino Buzzati, es un relato fantástico, de una sencillez esencial, que puede leerse como fábula para adultos o como relato para niños. Buzzati simboliza la riqueza del mundo en el pequeño universo de un bosque milenario y mágico. El secreto del Bosque Viejo es un canto a la infancia y a la imaginación, y también a la naturaleza, como territorios a los que todos pertenecemos originalmente y donde reside lo mejor de nosotros. Robert Baudry afirmó: "¿Cómo no reconocer en El secreto del Bosque Viejo una obra rica, poética, llena de ecos…? ¿El secreto del Bosque Viejo? Sin duda, la obra maestra, maravillosa, de Buzzati"
Se puede leer en la red.
-----

09 febrero 2016

Más allá de los bosques

A. Pavolini, vestido con 
su uniforme de jerarca fascista
ALESSANDRO PAVOLINI (Italia, 1903-1945)
De... "Nuovo Baltico"(*)

Este magnífico y trágico texto está tomado de: 
http://transeuntenorte.blogspot.com.es/search/label/bosques

 

Paisaje característico de la Finlandia centro-oriental. (Foto www.teije.nl


El más allá de los árboles 
    
Desde hace un mes, en el Báltico veo abedules. Estoy dulcemente obsesionado por los bosques.
Bosque de abedules cerca de Kouvola (sudeste de Finlandia).
(Fuente: http://onnila.wordpress.com/tag/kouvola/)
      Anoche no conseguía dormir y salí al bosque, entre los abedules, bajo un cielo sin estrellas, no por la oscuridad, sino por el resplandor. No esperaba, por supuesto, toparme con un reno, ni oír algún aullido, como la Novia del Lobo sobre la que escribe Aino Kallas [1]. Mis fantasías eran más bien vegetales.
     Acariciaba los troncos, duros, vivos, fríos; miraba las ramas que se sumergían en las tenues sombras. Los abedules permanecían inmóviles, con su aspecto ensoñado y meditativo. 
     En su vida, anclada a un único punto preciso de la tierra –pensaba yo–, los árboles quizá presientan otra vida, probablemente sueñen con ese más allá que les espera como lo contrario de su existencia en el bosque. Lo mismo que los hombres cuando imaginan el Paraíso. 
     La existencia del árbol es sumamente lenta, sin cambios de ritmo ni acontecimiento alguno. Esta es su primera característica. La segunda es el no poderse mover, el estar sujeto para siempre al mismo metro cuadrado. Y la tercera es esa pesadumbre, que tan bien se advierte por las noches, de no poder compartir su vida con la de ningún semejante, no poder fundirse en un abrazo con otro ser vivo hasta la ilusión amorosa de hacerse unidad. Los árboles apenas se tocan, rozan sus hojas, se acarician levemente con esos dedos ciegos, sufren la desazón del deseo sin poder alcanzarse del todo. Una maldición los mantiene aislados y sedentarios.
      Algún día, sin embargo, tú, abedul, que no has experimentado nada más que tu simple existencia, sentirás que algo ocurre en tu base. Algo brusco, rápido, indiscutible. Serán los golpes del hacha de un leñador finés. Se te presentará de este modo la muerte liberadora como lo opuesto de la vida: según tus presentimientos de esta noche y de muchas otras noches, cuando yo me acuesto y tú permaneces en pie.
Abedules cortados para la industria madedera.
(Foto © Victor Sagaydashin)
     Toda la vida te has mantenido inmóvil en tu lugar, centinela de ti mismo. A partir de aquel momento entrarás en tu más allá, empezarás a moverte y sentirás la voluptuosidad divina de la horizontalidad. Y ya desnudado de ramas, hojas y raíces, reducido a tu esencia, al tronco, empezarás a viajar horizontalmente arrastrado por la corriente de un río, y durante ese viaje no te detendrás. 
     Viajar, fluir eternamente: el paraíso de quien tuvo raíces. Los grandes ríos gélidos atraviesan raudamente los bosques arrastrando troncos migrantes. Los conducen hacia el golfo de Finlandia, hacia el golfo de Botnia, según el camino que trazó el Gran Hielo cuando arrasó Finlandia y, a su paso, fue dejando cicatrices en forma de lagos y corrientes de agua. Si te encallas en un lago, abedul, unos hombres subidos a una balsa te empujarán para devolverte al curso de agua. (Pero, ¿será un lago o el recodo de un río? Es más difícil contar los lagos en Finlandia que las estrellas en el cielo: éstas son más numerosas, pero más fáciles de localizar. Quien pretende censar los lagos finlandeses no sabe cómo distinguir entre los que se enlazan entre sí por brazos de agua y los recodos de los ríos; entre los lagos salpicados de islas y los ríos que se bifurcan a partir de una isla. Y no salen las cuentas: cincuenta mil, sesenta mil, sesenta y cinco mil…)
     Flotas y así prosigues tu camino… A veces te aflige una peligrosa sensación, una mezcla de placidez y temor, como la que sienten los hombres en la nuca al notar que el suelo se hunde bajo sus pies. Es cuando te precipitas en la vorágine de alguna cascada o sientes el trueno de unas cataratas. (He venido a Imatra para ver “la mayor cascada de Europa”, como me enseñaron en la escuela. Pero ya no puede verse, pues la ha aprisionado una gigantesca central hidroeléctrica. [2]) Los rápidos son los momentos líricos de la lenta y solemne épica de los ríos. El tronco salta en medio de aquella violencia inmóvil, de aquel fragor eterno y compacto, y en ese momento se purifica su corteza. 
Transporte fluvial de madera talada en el sur de la Carelia finlandesa.
(Foto © Hubert Stadler / Corbis) 
     Cada vez más blanco, más del color del alma, el abedul alcanza su nirvana de árbol. De tanto en tanto siente el esfuerzo del salmón al remontar las aguas, o el topetazo con otro abedul. De este modo tiene lugar, al fin, el encuentro de tronco con tronco. Rozándolo, se dispone a abrazarlo, a confundirse con él en la unidad. 
     Sin embargo, la fábrica de celulosa espera con sus fauces abiertas. Surge de repente en el tiempo, aislada en el espacio. Hasta ayer fue bosque y es bosque lo que la rodea.
     Fábrica de celulosa, de pasta de madera, de cartón y papel: industria natural y sana como una planta, aquí, entre bosques y cascadas, en esa inmensa abundancia de madera, de vapor, de electricidad. […] Fábrica que funciona sin interrupción, con fuegos y luces permanentemente encendidos: en las nocturnas jornadas invernales, en medio de la nieve congelada; en las clarísimas noches estivales, entre prados verdes y rapados como los campos de golf de Escocia. […] 
     Cuando, lejos de su bosque natal, el abedul llega a la fábrica, pasa del río a un canal y a una cinta dentada que lo trasporta hacia su Purgatorio. Se ve sumergido, y con él millones de árboles, en un malebolge [3] giratorio donde los troncos saltan y se entrechocan mientras se purgan, bajo el incansable hierro, de los residuos de su corteza. Allí sienten por última vez el aliento de la lluvia, del viento, de los hongos y de los arándanos. El tronco, mondo, blanco, vuelve a salir. Ahora será cuando las cuchillas eléctricas den cuenta de él. 
Traducción del italiano de Albert Lázaro-Tinaut 


(*) La primera edición de Nuovo Baltico de Alessandro Pavolini fue publicada por el editor Vallecchi de Florencia en 1935. El texto que se reproduce (pp. 113-118) han sido tomados de la edición al cuidado de Massimiliano Soldani publicada por la Società Editrice Barbarossa de Milán en 1998. 
[1] Aino Kallas (1878-1956) fue una destacada narradora y poeta finlandesa muy vinculada a Estonia, donde vivió y ambientó sus principales obras, entre las que sobresale la novela Sudenmorsian (‘La novia del lobo’, 1928), cuya acción se desarrolla, precisamente, en la isla estonia de Hiiumaa.
[2] En la localidad de Imatra, en la Carelia del Sur (al sudeste de Finlandia, junto a la frontera rusa), se encuentra, en efecto, una gran central hidroeléctrica. La presa de Imatrankoski, construida en 1929, aprovecha los rápidos del río Vuoksi, que antes formaban una de las cataratas más grandes y bellas de Europa.
[3] El Malebolge es el octavo círculo del “Infierno” de la Divina Comedia de Dante. Se divide en diez fosos circulares y concéntricos, cada uno de los cuales se dedica al castigo de una especie de fraudulentos (véase “Infierno” XVIII, 1-18).
-----

21 enero 2015

JOSÉ SARAMAGO (Portugal, 1922-2010)
Fragmento del discurso en la entrega del Nöbel
 
Releía el discurso de José Saramago cuando recibió el premio Nobel de Literatura y brotaba también un árbol en la memoria de este escritor sabio y brillante... 

(...) Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: «José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera». Había otras dos higueras, pero aquella, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. 
      En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, el mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el relato: «¿Y después?» Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir.
      Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los 14 años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo,
me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: «No hagas caso, en sueños no hay firmeza». Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras (...)

-----

14 octubre 2014

CAMILO CASTELO BRANCO (Lisboa, 1825-1890)
A "acácia" do Jorge

de Dias com árvores

Jorge, o "filho louco" de Camilo Castelo Branco, plantou em 1871, tinha então 8 anos, uma árvore junto à escadaria de pedra no terreiro da casa de S. Miguel de Seide. A esta árvore se refere Camilo várias vezes, como em Durante a febre:

Quando a Acácia do Jorge ainda outra vez inflore,
Chamai-me, que eu de Abril nas auras voltarei
.

A árvore não é uma acácia, mas uma robínia. Um deslize em taxionomia que não ofusca o apego de Camilo ao convívio com a natureza, alimentado pelas léguas palmilhadas desde a infância em pedregosas ladeiras de serra. Camilo chegou a ser um peregrino convicto de arvoredos, córregos e morros de terra agreste, aldeias, costumes e lendas populares, que depois transfigurou em palco de prosa admirável.
Estas árvores são minhas amigas há vinte e sete anos.
Vim hoje aqui despedir-me delas: creio que para sempre me despeço.
Tenho que abraçar as mais diletas e confidentes: umas que já eram velhas quando, em minha infância, as vi; outras, que eram tenras então, e agora bracejam frondes de luxuriante mocidade. Eu já encaneci; e elas verdejam exuberantes de seiva.
Faço trinta e oito anos, inclinado à sepultura; e elas têm três séculos que viver, trezentas primaveras para se vestirem de galas novas. Meus netos virão saborear-se em vossas sombras, ó carvalheiras, ó verdes pavilhões que me cobristes nas máximas tristezas e alegrias de minha vida!
Seria engodo ao riso andar-me eu aqui abraçando árvores, se alguém me visse
...

O excerto que aqui coloquei em itálico é do início da novela de Camilo, "No Bom Jesus do Monte", que conta a história de Fanny Owen.

-----

08 mayo 2014

JESÚS DEL RÍO
Saramago y los árboles (y II)
Colaborador de Correos de la Vega - www.otragranada.org

El último párrafo de la primera parte, de la que un duende hizo desaparecer la frase final, nos sirve como inicio de esta segunda y última entrega de "Saramago y los árboles". Esta selección de textos fue leída por Jesús del Río en “Recordando a José Saramago. La sostenibilidad en su obra y pensamiento”, acto celebrado en Granada el martes 18 de Enero de 2011 
     Y a veces el árbol también se convierte en personaje literario, así en su viaje a Portugal cuando se encuentra con un hombre en Quinta da Bacalao, escribe “Trabaja aquí desde muchacho, y el plátano que ahora está dando sombra a ambos, lo plantó el. ¿Cuántos años hace?, pregunta el viajero, Cuarenta. El plátano está joven aún; si no lo agarra la peste, o le cae un rayo, tiene para cien años. Caramba, que resistente es la vida. Cuando yo muera, aquí queda este, dice el hombre. El plátano lo oye, pero se hace el distraído, Ante extraños no habla, es un principio que todos los árboles siguen, pero cuando se aleje el viajero, seguro que dice, No quiero que mueras, padre. Y si le preguntan al viajero como lo sabe, responderá que es un especialista en charla con los árboles.”

      Pero si hay un árbol preferente en la vida y obra de José Saramago, este es el olivo. En su tierra natal de Azinhaga, comentaba como “hectáreas y hectáreas de tierra plantada de olivos fueron inmisericordemente arrasadas hace algunos años, se arrancaron cientos de miles de árboles, se extirparon del suelo profundo, o allí se dejaron para que se pudrieran las viejas raíces que, durante generaciones y generaciones, dieron luz a los candiles y sabor a los guisos. Por cada pie de olivo arrancado, la Comunidad Europea pagó un premio a los propietarios de las tierras, grandes latifundistas en su mayoría, y hoy, en lugar de los misteriosos y vagamente inquietantes olivares de mi tiempo de niño y adolescente, en lugar de los troncos retorcidos, cubiertos de musgos y líquenes, agujereados de escondrijos donde se acogían los lagartos, en lugar de los doseles de ramas cargados de aceitunas negras y de pájaros, lo que se nos presenta ante los ojos es un enorme, monótono, un interminable campo de maíz híbrido…. Me cuentan ahora que están volviendo a plantar olivos, pero de esos que por muchos años que vivan, serán siempre pequeños. Crecen más deprisa y las aceitunas se recogen con más facilidad. Lo que no se es donde se meterán los lagartos.
      En todos los nombres, cuando su personaje deambulaba por el cementerio en busca de la lápida de la mujer de su ficha “El árbol al que don José se acogió es un olivo antiguo, cuyos frutos sigue recogiendo la gente del extrarradio a pesar de que el olivar se haya convertido en cementerio. Con la mucha edad, el tronco se ha ido abriendo de lado, de arriba abajo, como una cuna que hubiese sido puesta de pie, para que ocupe menos espacio, y es ahí donde don José dormita de vez en cuando, es allí donde despierta bruscamente asustado por un golpe de viento que le abofetea la cara, o si el silencio y la inmovilidad del aire se hacen tan profundos que el espíritu en duermevela comienza a soñar con los gritos de un mundo que resbala hacia la nada”
      Pero a veces con la especie no basta, sino que es necesario aclarar hasta la variedad. Este es el caso del olivo donde se encuentran Pedro Orce, Joaquim Sassa y José Anaico en la balsa de piedra, “este olivo es cordovil, o cordovio, o cordobés, tanto da, que estos tres nombres se usan, sin diferencia, en tierra portuguesa, y a la aceituna reina, pero cordobesa no, aunque estemos más cerca de Córdoba que de la frontera del más allá.” “Pero decir que es cordovil el olivo servirá al menos, para observar hasta que extremo pecaron de omisión, por ejemplo, los evangelistas cuando se limitaron a escribir que Jesús maldijo la higuera, parece que debiera bastarnos la información y no nos basta, no señor, porque, pasados veinte siglos, no sabemos aún si el árbol desgraciado daba higos blancos o negros, tempranillos o tardíos, de capa-rora o gota-de-miel, no es que con esta carencia vaya a padecer la ciencia cristiana, pero la verdad histórica seguro que sufre.”
      En este breve repaso, han aparecido; olmo, chopo, fresno, sauce, pino, cerezo, higuera, ébano, encina, alcornoque, plátano y olivo, es decir, una docena de especies de árboles que ponen de manifiesto el interés del autor. Y parece que esta preocupación por su conocimiento queda reflejada en todos los nombres, cuando escribe “don José no se sentó en un banco, empleó el tiempo paseando por las alamedas, se distrajo mirando las flores y preguntándose que nombres tendrían, no es de sorprender que sepa tan poco de botánica quien se ha pasado toda su vida metido entre cuatro paredes.” Párrafo, por cierto, que apareció en la contraportada de la publicación de la Lista Roja de la Flora Vascular Española.      
      José Saramago, en su niñez pudo contar con la inmejorable escuela botánica que fue el huerto de sus abuelos y el entorno de Azinhaga “Al lado, a tan poca distancia que las ramas tocaban la parte superior del almiar, estaba la higuera grande, o simplemente la Higuera, porque aunque hubiera otra, nunca crecería mucho, tanto por ser así su naturaleza, como por el respeto que la veterana le infundiría. Árbol venerable era también un olivo en cuyo retorcido tronco se apoyaba la valla que dividía el huerto. Por culpa de las zarzas que lo rodeaban y de un espino albar que le hacía amenazadora guardia, fue, en los alrededores de la casa de mis abuelos, el único árbol de porte en el que nunca me encaramé. Había unos cuantos árboles más, no muchos, uno o dos ciruelos silvestres que hacían lo mejor que podían, un granado poco dadivoso, unos membrillos cuyos frutos ya perfumaban a diez pasos, un laurel, algún olivo mas.”
      Un conocimiento que derivo hacía el cariño por los árboles, como bien le enseñó su abuelo Jerónimo y de la que otros compañeros harán referencia en sus lecturas.
-----

13 abril 2014

JESÚS DEL RÍO 
Saramago y los árboles (I)
Colaborador de Correos de la Vega - www.otragranada.org

En la obra de José Saramago, llama la atención la abundante referencia que se hace de los árboles como elementos literarios. Y estos no aparecen solo como formas del paisaje o elementos estéticos, sino como seres identificados, con su nombre de especie, lo que demuestra el gran conocimiento que el autor tenía sobre los árboles. José Saramago no era un estudioso botánico, ni mucho menos, pero si era un gran observador de su entorno natural.
      En la balsa de piedra “ a cientos de kilómetros de Cerbere, en un lugar de Portugal cuyo nombre más tarde recordaremos, bastó que una mujer llamada Joana Carda hiciera una raya en el suelo con una vara de negrillo, para que todos los perros del más allá saliesen vociferantes a la calle, ellos que repito, jamás habían ladrado.” Si el lector desconoce que árbol es el negrillo, la propia Joana Carda aclara “De árboles sé poco, luego me dijeron que negrillo es lo mismo que olmo, ninguno de ellos tiene poderes sobrenaturales, ni cambiándoles el nombre, aunque para este caso estoy segura de que el palo de un fósforo habría causado el mismo efecto.”
      Recordando las riberas de Azinhaga, en sus pequeñas memorias, Saramago identifica todas las especies arbóreas presentes “A sus pies corre el Tajo, más allá, medio oculto tras la muralla de (tarajes), chopos, frenos y sauces que le acompañan en el curso.”
Y hablando de maderas para sillas, en casi un objeto “Cualquier árbol podría haber servido, excepto el pino, por haber agotado sus virtudes en las naves de las Indias y ser hoy ordinario, el cerezo por combarse fácilmente, la higuera por desgajarse a traición, sobre todo en días calientes y cuando a causa de los higos se va demasiado adelante por la rama; excepto estos árboles por los defectos que tienen y excepto otros por sus abundantes cualidades, como es el caso del palo de hierro, en el cual la carcoma no penetra, pero padece de demasiado peso para el volumen requerido. Otro que tampoco que viene al caso es el ébano, precisamente porque es tan solo un nombre diferente del palo de hierro, y ya se ha visto lo inconveniente de utilizar sinónimos o que supuestamente lo sean. Mucho menos en esta elucubración de cuestiones botánicas que no se preocupa de sinónimos, sino de verificar dos nombres diferentes que la gente ha dado a la misma cosa. Se puede apostar que el nombre de palo de hierro fue dado o pensando por aquel que tuvo que transportarlo a la espalda. Apuesta a lo seguro y ganas.
     En la novela levantado del suelo, son abundantes las referencias a las encinas y alcornoques del Alentejo, alcornoques sobre los que se encaramaba Juan Maltiempo para divisar su sueño de Lisboa, y en el que posiblemente acabó su vida con la soga al cuello. Ese que de niño “miraba aún los árboles más como sostén de nidos que como productores de corcho, bellotas o aceitunas.”
      Y a veces el árbol también se convierte en personaje literario, como en su viaje a Portugal cuando se encuentra con un hombre en Quinta da Bacalao, “Trabaja aquí desde muchacho, y el plátano que ahora está dando sombra a ambos, lo plantó el. ¿Cuántos años hace?, pregunta el viajero, Cuarenta. El plátano está joven aún; si no lo agarra la peste, o le cae un rayo, tiene para cien años. Caramba, qué resistente es la vida. Cuando yo muera, aquí queda éste, dice el hombre. El plátano lo oye, pero se hace el distraído, ante extraños no habla, es un principio que todos los árboles siguen, pero cuando se aleje el viajero, seguro que dice, No quiero que mueras, padre.”
-----

11 noviembre 2013

JULES RENARD (Francia, 1864-1910)
Una familia de árboles

     Los encuentro después de haber atravesado una llanura chamuscada por el sol.
     No habitan al borde de la ruta, por el ruido. Habitan en los incultos campos, junto a una fuente conocida por las aves.
     De lejos parecen impenetrables. Apenas me acerco aflojan sus troncos. Me acogen con prudencia. Puedo reposar, refrescarme, pero adivino que me observan y desconfían.
     Viven en familia, los mayores en medio y los pequeños, aquellos cuyas hojas son recién nacidas, por todos lados sin apartarse nunca.
     Tardan en morir, y conservan sus muertos en pie, hasta que caen el polvareda.
     Se acarician con sus largas ramas para asegurarse de que están todos allí, como los ciegos. Gesticulan de cólera si el viento se sofoca por desarraigarlos. Pero ninguna disputa entre ellos. Sólo de acuerdo murmuran.
    Siento que deben ser una familia verdadera. Olvidaré pronto a la otra. Estos árboles me adoptarán poco a poco, y para merecerlo aprendo lo que es preciso saber:
     Sé mirar las nubes que pasan.
     Sé quedarme en el mismo sitio.
     Y sé casi callarme.


"Sábado", revista semanal, Medellín, 18 de junio de 1921

Une famille d'arbres 

C’est après avoir traversé une plaine brûlée de soleil que je les rencontre.
Ils ne demeurent pas au bord de la route, à cause du bruit. Ils habitent les champs incultes, sur une source connue des oiseaux seuls.
      De loin, ils semblent impénétrables. Dès que j’approche, leurs troncs se desserrent. Ils m’accueillent avec prudence. Je peux me reposer, me rafraîchir, mais je devine qu’ils m’observent et se défient.
       Ils vivent en famille, les plus âgés au milieu et les petits, ceux dont les premières feuilles viennent de naître, un peu partout, sans jamais s’écarter.
Ils mettent longtemps à mourir, et ils gardent les morts debout jusqu’à la chute en poussière.
Ils se flattent de leurs longues branches, pour s’assurer qu’ils sont tous là, comme les aveugles. Ils gesticulent de colère si le vent s’essouffle à les déraciner. Mais entre eux aucune dispute. Ils ne murmurent que d’accord.
       Je sens qu’ils doivent être ma vraie famille. J’oublierai vite l’autre. Ces arbres m’adopteront peu à peu, et pour le mériter j’apprends ce qu’il faut savoir :
      Je sais déjà regarder les nuages qui passent.
      Et je sais presque me taire.
-----

20 septiembre 2013

CHRISTIAN JACK (París, 1947)
De “Ramsés, el hijo de la luz.” (fragmento)

... El príncipe optó por la segunda solución. 
Cuando divisó unos ibex, gacelas y orix y, a lo lejos, una cuasia de unos diez metros de alto, prometió obedecer siempre a su instinto. El árbol, con abundantes ramas y corteza gris, estaba engalanado con pequeñas flores perfumadas, de color amarillo verde, y proporcionaba un fruto comestible, de carne suave y azucarada, de forma ovoide, pudiendo alcanzar cuatro centímetros de largo, que los cazadores llamaban “el dátil del desierto”. Poseía armas temibles, largas espinas muy rectas, con la punta de color verde claro. El hermoso árbol dispensaba algo de sombra y custodiaba una de esas fuentes misteriosas surgidas de las entrañas del desierto con la bendición del dios Seth...

(Cuasia: planta de la familia de las simarubáceas, notable por el amargo sabor de su leño, que se emplea en medicina)
-----