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6/09/2022

DAVID HERBERT R. LAWRENCE (Inglaterra, 1885-1930)
El amante de Lady Chatterley

El amante de Lady Chatterley es una novela de 1928 del escritor británico citado de manera abreviada, D. H. Lawrence. La obra causó escándalo y fue prohibida en su época, debido a las escenas donde se describen relaciones sexuales de manera explícita. 
 
Resumen:
Inválido de guerra, Sir Clifford Chatterley y su esposa Connie llevan una existencia acomodada, aparentemente plácida, rodeada de los placeres burgueses de las reuniones sociales y regida por los correctos términos que deben ser propios de todo buen matrimonio. Connie, sin embargo, no puede evitar sentir un vacío vital. La irrupción en su vida de Mellors, el guardabosque de la mansión familiar, la pondrá en contacto con las energías más primarias e instintivas y relacionadas con la vida. La fuerte corriente relacionada con la energía sexual que recorre casi toda la obra de D. H. Lawrence encuentra una de sus máximas expresiones en EL AMANTE DE LADY CHATTERLEY, novela que se vio envuelta en la polémica y el escándalo desde el momento de su aparición.

(...) Clifford amaba el bosque; amaba los viejos robles. Tenía el sentido de que habían sido suyos durante generaciones. Quería protegerlos. Deseaba que el lugar no fuera violado, que estuviera cerrado al mundo.
    La silla renqueaba lentamente pendiente arriba, botando y saltando sobre los terrones helados. Y de repente, a la izquierda, apareció un claro donde no había más que una maraña de helechos muertos, algunos menudos rebrotes dispersos aquí y allá, algunos tocones mostrando el corte de la sierra y sus raíces retorcidas, sin vida. Y manchas de negrura en los lugares donde los leñadores habían quemado ramas y basura.
     Aquél era uno de los sitios que Sir Geoffrey había hecho talar durante la guerra para sacar troncos para las trincheras. Toda la pendiente que arrancaba a la derecha del sendero aparecía desnuda y en un extraño abandono. En la cima de la pendiente, donde una vez hubo robles, había ahora desolación; y desde allí podía verse sobre los árboles el tren de la mina y las nuevas fábricas de Stacks Gate. Connie se había detenido y miraba, era una brecha en el puro aislamiento del bosque. Por allí entraba el mundo. Pero no dijo nada a Clifford.
     Curiosamente, aquel sitio inhóspito enfurecía siempre a Clifford. Había estado en la guerra y sabía lo que significaba. Pero no se había enfadado realmente hasta ver aquella colina desnuda. Iba a hacerla repoblar. Pero le llevaba a odiar a Sir Geoffrey.
     Clifford estaba sentado, con la expresión fija, mientras la silla de ruedas ascendía lentamente. Cuando llegaron a la cumbre se detuvo; no quería arriesgarse por la pendiente de bajada, larga y llena de baches. Se quedó mirando el recorrido verde del camino cuesta abajo, una abertura clara entre los helechos y los robles. Hacía una curva en lo bajo de la pendiente y desaparecía; pero era una curva suave y agradable, como a propósito para caballeros sobre sus monturas y damas sobre palafrenes.
     —Creo que éste es realmente el corazón de Inglaterra —dijo Clifford a Connie, sentado al cálido sol de febrero.
     —¿Sí? —dijo ella, mientras se sentaba sobre un tocón del sendero con su vestido de punto azul.
     —¡Sí! Esta es la antigua Inglaterra, su corazón; y estoy dispuesto a mantenerlo intacto.
     —¡Ah, sí! —dijo Connie. Pero al decirlo estaba escuchando la sirena de las once de la mina de Stacks Gate. Clifford estaba demasiado acostumbrado al sonido para darse cuenta.
     —Quiero que este bosque sea perfecto… virgen. No quiero que entre nadie —dijo Clifford.
     Había algo de patético en ello. El bosque conservaba aún algo del misterio de la antigua y salvaje Inglaterra; pero las talas de Sir Geoffrey durante la guerra habían supuesto un duro golpe. Qué silenciosos estaban los árboles, con sus ramas innumerables y retorcidas recortadas contra el cielo y sus troncos grises y obstinados emergiendo de entre la maleza marrón. Allí había habido en tiempos ciervos, arqueros y frailes al paso cansino de los asnos. El lugar tenía memoria, seguía recordando. (...)

Fragmento de: D. H. Lawrence. “El amante de Lady Chatterley” Capítulo 5

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4/16/2022

DINO BUZZATI (Italia, 1906-1972)
El secreto del Bosque Viejo
 
(...) Sólo los niños, aún libres de prejuicios, se daban cuenta de que el bosque estaba poblado por genios y, aunque tuvieran un conocimiento muy vago del asunto, hablaban con frecuencia de ello. Con el paso del tiempo, sin embargo, también ellos cambiaban de opinión, dejando que sus padres les imbuyeran necias patrañas...

… El coronel se sentó en el suelo, a los pies de un abeto. A su alrededor estaba el bosque, el antiquísimo Bosque Viejo, preñado de una misteriosa vida. Poco a poco el silencio se llenó de tenues voces. A las diez de la noche se percibió el sonido del viento.
      -¡Mateo! ¡Mateo!- volvió a gritar Sebastiano Procolo, reanimado por la esperanza. Pero aquel viento no era Mateo y continuó deslizándose indiferente sobre las copas de los árboles. Diez, doce ecos respondieron esta vez a la llamada, cada vez más débiles y lejanos, hasta que el aire sólo quedó una tenue resonancia.
     Sebastiano Procolo se resignó cansado. El venerable bosque comenzaba a vivir una noche nueva y se despertaba del sopor diurno. Tal vez en la oscuridad los genios salieran de los troncos y vagaran realizando quehaceres desconocidos, pensó Procolo. O tal vez estuvieran reunidos en multitud justo alrededor de él, invisibles en la noche cerrada. Tal vez hubiera salido la luna detrás de la capa de nubes. Tal vez las tinieblas no se acabarían nunca. Tal vez el sol nunca saldría. Tal vez la oscuridad permanecería para siempre. (...)

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Resumen y sinópsis

El secreto del Bosque Viejo (1935), la segunda obra de Dino Buzzati, es un relato fantástico, de una sencillez esencial, que puede leerse como fábula para adultos o como relato para niños. Buzzati simboliza la riqueza del mundo en el pequeño universo de un bosque milenario y mágico. El secreto del Bosque Viejo es un canto a la infancia y a la imaginación, y también a la naturaleza, como territorios a los que todos pertenecemos originalmente y donde reside lo mejor de nosotros. Robert Baudry afirmó: "¿Cómo no reconocer en El secreto del Bosque Viejo una obra rica, poética, llena de ecos…? ¿El secreto del Bosque Viejo? Sin duda, la obra maestra, maravillosa, de Buzzati"
Se puede leer en la red.
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2/09/2016

Más allá de los bosques

A. Pavolini, vestido con 
su uniforme de jerarca fascista
ALESSANDRO PAVOLINI (Italia, 1903-1945)
De... "Nuovo Baltico"(*)

Este magnífico y trágico texto está tomado de: 
http://transeuntenorte.blogspot.com.es/search/label/bosques

 

Paisaje característico de la Finlandia centro-oriental. (Foto www.teije.nl


El más allá de los árboles 
    
Desde hace un mes, en el Báltico veo abedules. Estoy dulcemente obsesionado por los bosques.
Bosque de abedules cerca de Kouvola (sudeste de Finlandia).
(Fuente: http://onnila.wordpress.com/tag/kouvola/)
      Anoche no conseguía dormir y salí al bosque, entre los abedules, bajo un cielo sin estrellas, no por la oscuridad, sino por el resplandor. No esperaba, por supuesto, toparme con un reno, ni oír algún aullido, como la Novia del Lobo sobre la que escribe Aino Kallas [1]. Mis fantasías eran más bien vegetales.
     Acariciaba los troncos, duros, vivos, fríos; miraba las ramas que se sumergían en las tenues sombras. Los abedules permanecían inmóviles, con su aspecto ensoñado y meditativo. 
     En su vida, anclada a un único punto preciso de la tierra –pensaba yo–, los árboles quizá presientan otra vida, probablemente sueñen con ese más allá que les espera como lo contrario de su existencia en el bosque. Lo mismo que los hombres cuando imaginan el Paraíso. 
     La existencia del árbol es sumamente lenta, sin cambios de ritmo ni acontecimiento alguno. Esta es su primera característica. La segunda es el no poderse mover, el estar sujeto para siempre al mismo metro cuadrado. Y la tercera es esa pesadumbre, que tan bien se advierte por las noches, de no poder compartir su vida con la de ningún semejante, no poder fundirse en un abrazo con otro ser vivo hasta la ilusión amorosa de hacerse unidad. Los árboles apenas se tocan, rozan sus hojas, se acarician levemente con esos dedos ciegos, sufren la desazón del deseo sin poder alcanzarse del todo. Una maldición los mantiene aislados y sedentarios.
      Algún día, sin embargo, tú, abedul, que no has experimentado nada más que tu simple existencia, sentirás que algo ocurre en tu base. Algo brusco, rápido, indiscutible. Serán los golpes del hacha de un leñador finés. Se te presentará de este modo la muerte liberadora como lo opuesto de la vida: según tus presentimientos de esta noche y de muchas otras noches, cuando yo me acuesto y tú permaneces en pie.
Abedules cortados para la industria madedera.
(Foto © Victor Sagaydashin)
     Toda la vida te has mantenido inmóvil en tu lugar, centinela de ti mismo. A partir de aquel momento entrarás en tu más allá, empezarás a moverte y sentirás la voluptuosidad divina de la horizontalidad. Y ya desnudado de ramas, hojas y raíces, reducido a tu esencia, al tronco, empezarás a viajar horizontalmente arrastrado por la corriente de un río, y durante ese viaje no te detendrás. 
     Viajar, fluir eternamente: el paraíso de quien tuvo raíces. Los grandes ríos gélidos atraviesan raudamente los bosques arrastrando troncos migrantes. Los conducen hacia el golfo de Finlandia, hacia el golfo de Botnia, según el camino que trazó el Gran Hielo cuando arrasó Finlandia y, a su paso, fue dejando cicatrices en forma de lagos y corrientes de agua. Si te encallas en un lago, abedul, unos hombres subidos a una balsa te empujarán para devolverte al curso de agua. (Pero, ¿será un lago o el recodo de un río? Es más difícil contar los lagos en Finlandia que las estrellas en el cielo: éstas son más numerosas, pero más fáciles de localizar. Quien pretende censar los lagos finlandeses no sabe cómo distinguir entre los que se enlazan entre sí por brazos de agua y los recodos de los ríos; entre los lagos salpicados de islas y los ríos que se bifurcan a partir de una isla. Y no salen las cuentas: cincuenta mil, sesenta mil, sesenta y cinco mil…)
     Flotas y así prosigues tu camino… A veces te aflige una peligrosa sensación, una mezcla de placidez y temor, como la que sienten los hombres en la nuca al notar que el suelo se hunde bajo sus pies. Es cuando te precipitas en la vorágine de alguna cascada o sientes el trueno de unas cataratas. (He venido a Imatra para ver “la mayor cascada de Europa”, como me enseñaron en la escuela. Pero ya no puede verse, pues la ha aprisionado una gigantesca central hidroeléctrica. [2]) Los rápidos son los momentos líricos de la lenta y solemne épica de los ríos. El tronco salta en medio de aquella violencia inmóvil, de aquel fragor eterno y compacto, y en ese momento se purifica su corteza. 
Transporte fluvial de madera talada en el sur de la Carelia finlandesa.
(Foto © Hubert Stadler / Corbis) 
     Cada vez más blanco, más del color del alma, el abedul alcanza su nirvana de árbol. De tanto en tanto siente el esfuerzo del salmón al remontar las aguas, o el topetazo con otro abedul. De este modo tiene lugar, al fin, el encuentro de tronco con tronco. Rozándolo, se dispone a abrazarlo, a confundirse con él en la unidad. 
     Sin embargo, la fábrica de celulosa espera con sus fauces abiertas. Surge de repente en el tiempo, aislada en el espacio. Hasta ayer fue bosque y es bosque lo que la rodea.
     Fábrica de celulosa, de pasta de madera, de cartón y papel: industria natural y sana como una planta, aquí, entre bosques y cascadas, en esa inmensa abundancia de madera, de vapor, de electricidad. […] Fábrica que funciona sin interrupción, con fuegos y luces permanentemente encendidos: en las nocturnas jornadas invernales, en medio de la nieve congelada; en las clarísimas noches estivales, entre prados verdes y rapados como los campos de golf de Escocia. […] 
     Cuando, lejos de su bosque natal, el abedul llega a la fábrica, pasa del río a un canal y a una cinta dentada que lo trasporta hacia su Purgatorio. Se ve sumergido, y con él millones de árboles, en un malebolge [3] giratorio donde los troncos saltan y se entrechocan mientras se purgan, bajo el incansable hierro, de los residuos de su corteza. Allí sienten por última vez el aliento de la lluvia, del viento, de los hongos y de los arándanos. El tronco, mondo, blanco, vuelve a salir. Ahora será cuando las cuchillas eléctricas den cuenta de él. 
Traducción del italiano de Albert Lázaro-Tinaut 


(*) La primera edición de Nuovo Baltico de Alessandro Pavolini fue publicada por el editor Vallecchi de Florencia en 1935. El texto que se reproduce (pp. 113-118) han sido tomados de la edición al cuidado de Massimiliano Soldani publicada por la Società Editrice Barbarossa de Milán en 1998. 
[1] Aino Kallas (1878-1956) fue una destacada narradora y poeta finlandesa muy vinculada a Estonia, donde vivió y ambientó sus principales obras, entre las que sobresale la novela Sudenmorsian (‘La novia del lobo’, 1928), cuya acción se desarrolla, precisamente, en la isla estonia de Hiiumaa.
[2] En la localidad de Imatra, en la Carelia del Sur (al sudeste de Finlandia, junto a la frontera rusa), se encuentra, en efecto, una gran central hidroeléctrica. La presa de Imatrankoski, construida en 1929, aprovecha los rápidos del río Vuoksi, que antes formaban una de las cataratas más grandes y bellas de Europa.
[3] El Malebolge es el octavo círculo del “Infierno” de la Divina Comedia de Dante. Se divide en diez fosos circulares y concéntricos, cada uno de los cuales se dedica al castigo de una especie de fraudulentos (véase “Infierno” XVIII, 1-18).
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1/21/2015

JOSÉ SARAMAGO (Portugal, 1922-2010)
Fragmento del discurso en la entrega del Nöbel
 
Releía el discurso de José Saramago cuando recibió el premio Nobel de Literatura y brotaba también un árbol en la memoria de este escritor sabio y brillante... 

(...) Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: «José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera». Había otras dos higueras, pero aquella, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. 
      En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, el mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el relato: «¿Y después?» Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir.
      Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los 14 años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo,
me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: «No hagas caso, en sueños no hay firmeza». Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras (...)

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10/14/2014

CAMILO CASTELO BRANCO (Lisboa, 1825-1890)
A "acácia" do Jorge

de Dias com árvores

Jorge, o "filho louco" de Camilo Castelo Branco, plantou em 1871, tinha então 8 anos, uma árvore junto à escadaria de pedra no terreiro da casa de S. Miguel de Seide. A esta árvore se refere Camilo várias vezes, como em Durante a febre:

Quando a Acácia do Jorge ainda outra vez inflore,
Chamai-me, que eu de Abril nas auras voltarei
.

A árvore não é uma acácia, mas uma robínia. Um deslize em taxionomia que não ofusca o apego de Camilo ao convívio com a natureza, alimentado pelas léguas palmilhadas desde a infância em pedregosas ladeiras de serra. Camilo chegou a ser um peregrino convicto de arvoredos, córregos e morros de terra agreste, aldeias, costumes e lendas populares, que depois transfigurou em palco de prosa admirável.
Estas árvores são minhas amigas há vinte e sete anos.
Vim hoje aqui despedir-me delas: creio que para sempre me despeço.
Tenho que abraçar as mais diletas e confidentes: umas que já eram velhas quando, em minha infância, as vi; outras, que eram tenras então, e agora bracejam frondes de luxuriante mocidade. Eu já encaneci; e elas verdejam exuberantes de seiva.
Faço trinta e oito anos, inclinado à sepultura; e elas têm três séculos que viver, trezentas primaveras para se vestirem de galas novas. Meus netos virão saborear-se em vossas sombras, ó carvalheiras, ó verdes pavilhões que me cobristes nas máximas tristezas e alegrias de minha vida!
Seria engodo ao riso andar-me eu aqui abraçando árvores, se alguém me visse
...

O excerto que aqui coloquei em itálico é do início da novela de Camilo, "No Bom Jesus do Monte", que conta a história de Fanny Owen.

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5/08/2014

JESÚS DEL RÍO
Saramago y los árboles (y II)
Colaborador de Correos de la Vega - www.otragranada.org

El último párrafo de la primera parte, de la que un duende hizo desaparecer la frase final, nos sirve como inicio de esta segunda y última entrega de "Saramago y los árboles". Esta selección de textos fue leída por Jesús del Río en “Recordando a José Saramago. La sostenibilidad en su obra y pensamiento”, acto celebrado en Granada el martes 18 de Enero de 2011 
     Y a veces el árbol también se convierte en personaje literario, así en su viaje a Portugal cuando se encuentra con un hombre en Quinta da Bacalao, escribe “Trabaja aquí desde muchacho, y el plátano que ahora está dando sombra a ambos, lo plantó el. ¿Cuántos años hace?, pregunta el viajero, Cuarenta. El plátano está joven aún; si no lo agarra la peste, o le cae un rayo, tiene para cien años. Caramba, que resistente es la vida. Cuando yo muera, aquí queda este, dice el hombre. El plátano lo oye, pero se hace el distraído, Ante extraños no habla, es un principio que todos los árboles siguen, pero cuando se aleje el viajero, seguro que dice, No quiero que mueras, padre. Y si le preguntan al viajero como lo sabe, responderá que es un especialista en charla con los árboles.”

      Pero si hay un árbol preferente en la vida y obra de José Saramago, este es el olivo. En su tierra natal de Azinhaga, comentaba como “hectáreas y hectáreas de tierra plantada de olivos fueron inmisericordemente arrasadas hace algunos años, se arrancaron cientos de miles de árboles, se extirparon del suelo profundo, o allí se dejaron para que se pudrieran las viejas raíces que, durante generaciones y generaciones, dieron luz a los candiles y sabor a los guisos. Por cada pie de olivo arrancado, la Comunidad Europea pagó un premio a los propietarios de las tierras, grandes latifundistas en su mayoría, y hoy, en lugar de los misteriosos y vagamente inquietantes olivares de mi tiempo de niño y adolescente, en lugar de los troncos retorcidos, cubiertos de musgos y líquenes, agujereados de escondrijos donde se acogían los lagartos, en lugar de los doseles de ramas cargados de aceitunas negras y de pájaros, lo que se nos presenta ante los ojos es un enorme, monótono, un interminable campo de maíz híbrido…. Me cuentan ahora que están volviendo a plantar olivos, pero de esos que por muchos años que vivan, serán siempre pequeños. Crecen más deprisa y las aceitunas se recogen con más facilidad. Lo que no se es donde se meterán los lagartos.
      En todos los nombres, cuando su personaje deambulaba por el cementerio en busca de la lápida de la mujer de su ficha “El árbol al que don José se acogió es un olivo antiguo, cuyos frutos sigue recogiendo la gente del extrarradio a pesar de que el olivar se haya convertido en cementerio. Con la mucha edad, el tronco se ha ido abriendo de lado, de arriba abajo, como una cuna que hubiese sido puesta de pie, para que ocupe menos espacio, y es ahí donde don José dormita de vez en cuando, es allí donde despierta bruscamente asustado por un golpe de viento que le abofetea la cara, o si el silencio y la inmovilidad del aire se hacen tan profundos que el espíritu en duermevela comienza a soñar con los gritos de un mundo que resbala hacia la nada”
      Pero a veces con la especie no basta, sino que es necesario aclarar hasta la variedad. Este es el caso del olivo donde se encuentran Pedro Orce, Joaquim Sassa y José Anaico en la balsa de piedra, “este olivo es cordovil, o cordovio, o cordobés, tanto da, que estos tres nombres se usan, sin diferencia, en tierra portuguesa, y a la aceituna reina, pero cordobesa no, aunque estemos más cerca de Córdoba que de la frontera del más allá.” “Pero decir que es cordovil el olivo servirá al menos, para observar hasta que extremo pecaron de omisión, por ejemplo, los evangelistas cuando se limitaron a escribir que Jesús maldijo la higuera, parece que debiera bastarnos la información y no nos basta, no señor, porque, pasados veinte siglos, no sabemos aún si el árbol desgraciado daba higos blancos o negros, tempranillos o tardíos, de capa-rora o gota-de-miel, no es que con esta carencia vaya a padecer la ciencia cristiana, pero la verdad histórica seguro que sufre.”
      En este breve repaso, han aparecido; olmo, chopo, fresno, sauce, pino, cerezo, higuera, ébano, encina, alcornoque, plátano y olivo, es decir, una docena de especies de árboles que ponen de manifiesto el interés del autor. Y parece que esta preocupación por su conocimiento queda reflejada en todos los nombres, cuando escribe “don José no se sentó en un banco, empleó el tiempo paseando por las alamedas, se distrajo mirando las flores y preguntándose que nombres tendrían, no es de sorprender que sepa tan poco de botánica quien se ha pasado toda su vida metido entre cuatro paredes.” Párrafo, por cierto, que apareció en la contraportada de la publicación de la Lista Roja de la Flora Vascular Española.      
      José Saramago, en su niñez pudo contar con la inmejorable escuela botánica que fue el huerto de sus abuelos y el entorno de Azinhaga “Al lado, a tan poca distancia que las ramas tocaban la parte superior del almiar, estaba la higuera grande, o simplemente la Higuera, porque aunque hubiera otra, nunca crecería mucho, tanto por ser así su naturaleza, como por el respeto que la veterana le infundiría. Árbol venerable era también un olivo en cuyo retorcido tronco se apoyaba la valla que dividía el huerto. Por culpa de las zarzas que lo rodeaban y de un espino albar que le hacía amenazadora guardia, fue, en los alrededores de la casa de mis abuelos, el único árbol de porte en el que nunca me encaramé. Había unos cuantos árboles más, no muchos, uno o dos ciruelos silvestres que hacían lo mejor que podían, un granado poco dadivoso, unos membrillos cuyos frutos ya perfumaban a diez pasos, un laurel, algún olivo mas.”
      Un conocimiento que derivo hacía el cariño por los árboles, como bien le enseñó su abuelo Jerónimo y de la que otros compañeros harán referencia en sus lecturas.
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4/13/2014

JESÚS DEL RÍO 
Saramago y los árboles (I)
Colaborador de Correos de la Vega - www.otragranada.org

En la obra de José Saramago, llama la atención la abundante referencia que se hace de los árboles como elementos literarios. Y estos no aparecen solo como formas del paisaje o elementos estéticos, sino como seres identificados, con su nombre de especie, lo que demuestra el gran conocimiento que el autor tenía sobre los árboles. José Saramago no era un estudioso botánico, ni mucho menos, pero si era un gran observador de su entorno natural.
      En la balsa de piedra “ a cientos de kilómetros de Cerbere, en un lugar de Portugal cuyo nombre más tarde recordaremos, bastó que una mujer llamada Joana Carda hiciera una raya en el suelo con una vara de negrillo, para que todos los perros del más allá saliesen vociferantes a la calle, ellos que repito, jamás habían ladrado.” Si el lector desconoce que árbol es el negrillo, la propia Joana Carda aclara “De árboles sé poco, luego me dijeron que negrillo es lo mismo que olmo, ninguno de ellos tiene poderes sobrenaturales, ni cambiándoles el nombre, aunque para este caso estoy segura de que el palo de un fósforo habría causado el mismo efecto.”
      Recordando las riberas de Azinhaga, en sus pequeñas memorias, Saramago identifica todas las especies arbóreas presentes “A sus pies corre el Tajo, más allá, medio oculto tras la muralla de (tarajes), chopos, frenos y sauces que le acompañan en el curso.”
Y hablando de maderas para sillas, en casi un objeto “Cualquier árbol podría haber servido, excepto el pino, por haber agotado sus virtudes en las naves de las Indias y ser hoy ordinario, el cerezo por combarse fácilmente, la higuera por desgajarse a traición, sobre todo en días calientes y cuando a causa de los higos se va demasiado adelante por la rama; excepto estos árboles por los defectos que tienen y excepto otros por sus abundantes cualidades, como es el caso del palo de hierro, en el cual la carcoma no penetra, pero padece de demasiado peso para el volumen requerido. Otro que tampoco que viene al caso es el ébano, precisamente porque es tan solo un nombre diferente del palo de hierro, y ya se ha visto lo inconveniente de utilizar sinónimos o que supuestamente lo sean. Mucho menos en esta elucubración de cuestiones botánicas que no se preocupa de sinónimos, sino de verificar dos nombres diferentes que la gente ha dado a la misma cosa. Se puede apostar que el nombre de palo de hierro fue dado o pensando por aquel que tuvo que transportarlo a la espalda. Apuesta a lo seguro y ganas.
     En la novela levantado del suelo, son abundantes las referencias a las encinas y alcornoques del Alentejo, alcornoques sobre los que se encaramaba Juan Maltiempo para divisar su sueño de Lisboa, y en el que posiblemente acabó su vida con la soga al cuello. Ese que de niño “miraba aún los árboles más como sostén de nidos que como productores de corcho, bellotas o aceitunas.”
      Y a veces el árbol también se convierte en personaje literario, como en su viaje a Portugal cuando se encuentra con un hombre en Quinta da Bacalao, “Trabaja aquí desde muchacho, y el plátano que ahora está dando sombra a ambos, lo plantó el. ¿Cuántos años hace?, pregunta el viajero, Cuarenta. El plátano está joven aún; si no lo agarra la peste, o le cae un rayo, tiene para cien años. Caramba, qué resistente es la vida. Cuando yo muera, aquí queda éste, dice el hombre. El plátano lo oye, pero se hace el distraído, ante extraños no habla, es un principio que todos los árboles siguen, pero cuando se aleje el viajero, seguro que dice, No quiero que mueras, padre.”
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11/11/2013

JULES RENARD (Francia, 1864-1910)
Una familia de árboles

     Los encuentro después de haber atravesado una llanura chamuscada por el sol.
     No habitan al borde de la ruta, por el ruido. Habitan en los incultos campos, junto a una fuente conocida por las aves.
     De lejos parecen impenetrables. Apenas me acerco aflojan sus troncos. Me acogen con prudencia. Puedo reposar, refrescarme, pero adivino que me observan y desconfían.
     Viven en familia, los mayores en medio y los pequeños, aquellos cuyas hojas son recién nacidas, por todos lados sin apartarse nunca.
     Tardan en morir, y conservan sus muertos en pie, hasta que caen el polvareda.
     Se acarician con sus largas ramas para asegurarse de que están todos allí, como los ciegos. Gesticulan de cólera si el viento se sofoca por desarraigarlos. Pero ninguna disputa entre ellos. Sólo de acuerdo murmuran.
    Siento que deben ser una familia verdadera. Olvidaré pronto a la otra. Estos árboles me adoptarán poco a poco, y para merecerlo aprendo lo que es preciso saber:
     Sé mirar las nubes que pasan.
     Sé quedarme en el mismo sitio.
     Y sé casi callarme.


"Sábado", revista semanal, Medellín, 18 de junio de 1921

Une famille d'arbres 

C’est après avoir traversé une plaine brûlée de soleil que je les rencontre.
Ils ne demeurent pas au bord de la route, à cause du bruit. Ils habitent les champs incultes, sur une source connue des oiseaux seuls.
      De loin, ils semblent impénétrables. Dès que j’approche, leurs troncs se desserrent. Ils m’accueillent avec prudence. Je peux me reposer, me rafraîchir, mais je devine qu’ils m’observent et se défient.
       Ils vivent en famille, les plus âgés au milieu et les petits, ceux dont les premières feuilles viennent de naître, un peu partout, sans jamais s’écarter.
Ils mettent longtemps à mourir, et ils gardent les morts debout jusqu’à la chute en poussière.
Ils se flattent de leurs longues branches, pour s’assurer qu’ils sont tous là, comme les aveugles. Ils gesticulent de colère si le vent s’essouffle à les déraciner. Mais entre eux aucune dispute. Ils ne murmurent que d’accord.
       Je sens qu’ils doivent être ma vraie famille. J’oublierai vite l’autre. Ces arbres m’adopteront peu à peu, et pour le mériter j’apprends ce qu’il faut savoir :
      Je sais déjà regarder les nuages qui passent.
      Et je sais presque me taire.
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9/20/2013

CHRISTIAN JACK (París, 1947)
De “Ramsés, el hijo de la luz.” (fragmento)

... El príncipe optó por la segunda solución. 
Cuando divisó unos ibex, gacelas y orix y, a lo lejos, una cuasia de unos diez metros de alto, prometió obedecer siempre a su instinto. El árbol, con abundantes ramas y corteza gris, estaba engalanado con pequeñas flores perfumadas, de color amarillo verde, y proporcionaba un fruto comestible, de carne suave y azucarada, de forma ovoide, pudiendo alcanzar cuatro centímetros de largo, que los cazadores llamaban “el dátil del desierto”. Poseía armas temibles, largas espinas muy rectas, con la punta de color verde claro. El hermoso árbol dispensaba algo de sombra y custodiaba una de esas fuentes misteriosas surgidas de las entrañas del desierto con la bendición del dios Seth...

(Cuasia: planta de la familia de las simarubáceas, notable por el amargo sabor de su leño, que se emplea en medicina)
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6/29/2012

PEDRO AMADO PISSIS MARÍN (France 1812-1889) 
es citado por PABLO NERUDA (1904-1973), en “Entre Michoacán y Punitaqui” 

(…) Una gruesa capa de humus de más de un metro de espesor cubre todos los bosques de mi territorio natal. En aquella re­gión fría y lluviosa, las hojas de los viejos árboles han ido ca­yendo en un inmemorial otoño. Los árboles también, los vie­jos troncos del pellín, del luma, del ciprés, del Drymis Winterey, los gigantes de la altura caen sobre la humedad de la vieja tierra silenciosa de donde brota la única voz vegetal de la selva, la oración de las enredaderas inmensas y mojadas, los tentáculos del helecho boreal. La Geografía física de un viejo caballero geográfico, el señor Amado Pissis, nos descri­be así esta región:
       "Los árboles que forman las selvas de Chile, pertenecen a un número bastante grande de familias diferentes, comprendien­do 69 especies que se sustituyen unas a otras según las diver­sas latitudes. Cerca de la extremidad austral el Fagus antartica, el Fagus betuloides, el Drimys wintereii, algunas proteáceas y coníferas forman la esencia de los bosques: el número de las especies aumenta más y más a medida que se avanza hacia el norte, siendo en las provincias de Valdivia y de Llanquihue donde los bosques llegan a su mayor esplendor y los vegetales a su mayor desarrollo, favorecidos por una temperatura suave y por continuas lluvias; los árboles, apretados allí, unos con otros, se elevan verticalmente y extienden sus ramas a una grande altura, hasta donde pueden recibir la luz necesaria para su desarrollo. Debajo de este vasto techo de hojas donde nunca penetran los rayos del sol, reina una temperatura y una humedad constante; allí es también donde crecen las plantas más delicadas, plantas que no podrían resistir a la acción directa del sol. En este suelo, enteramente formado de despo­jos vegetales, se extienden los musgos, los licopodos, los hepá­ticos y el Sarmienta repens enlaza con sus tallos carnosos los árboles caídos de vejez sobre los cuales ostenta sus brillantes flores escarlatas. Desde en medio de estos mismos árboles derribados, salen aún los helechos más hermosos, el Alsophila pruinata, especie arborescente cuyas hojas llegan a veces a te­ner tres metros de largo. Algunas plantas más ansiosas de luz, atan sus tallos sueltos al tronco de los grandes árboles y se ex­tienden por sus ramas desde las cuales dejan caer sus hermosas flores de color de púrpura; tal es el copihue o lapageria.
      En fin, en los bordes de los espacios claros de los bosques, una bambusácea trepadora ocupa todo el espacio libre y for­ma un matorral impenetrable como si estuviese destinada a preservar al bosque de los ataques de los vientos y animales."
      Esta cita amarillenta de la Geografía Física de la República de Chile, por el Caballero de la Legión de Honor, miembro de la Universidad y Jefe de la Comisión Topográfica, extraída de la que creo su única edición, la de 1875, no es verdad que tiene algo de ternura, algo más adivinatorio de nuestro paisa­je austral que muchas descripciones literarias? Parece a ratos un fragmento del gran poeta Juvencio Valle, que ha dado a nuestra geografía vegetal una nueva dimensión mitológica y radiante.(…)

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6/10/2012

GEORGE SAND (Francia 1804-1876) 
Un invierno en Mallorca 
Tercera parte – cap. V 
Traducción de Enrique Azcoaga 

(…) No se pueden dar dos pasos en esta isla encantada sin tener que detenerse en cada ángulo del camino ante una cisterna árabe sombreada por palmeras, ante una cruz de piedra, delicada obra del siglo XV, o al borde de un bosque de olivos. Nada iguala el aspecto y lo sorprendente de las formas de estos antiguos bienhechores de Mallorca. Los mallorquines hacen remontar la plantación más reciente al tiempo en que la isla fue ocupada por los romanos. (…) Al ver el aspecto impresionante, la espesura desmesurada y las actitudes furibundas de estos árboles misteriosos, mi imaginación los aceptó gustosa como contemporáneos de Aníbal. Cuando uno se pasea, por la tarde, a su sombra es necesario darse cuenta que son árboles, pues si da crédito a los ojos y a la imaginación queda aterrado en medio de estos monstruos fantásticos; unos, encorvándose hacia vosotros como dragones enormes, con la boca abierta y las alas desplegadas; otros, enrollándose sobre sí mismos como boas adormecidas; otros, abrazándose con furor como luchadores fenomenales. Una veces nos encontramos con un centauro a galope, llevando sobre su grupa no sé qué horrible mono; otras, un reptil desconocido que devora a una cierva jadeante; un poco más lejos, un sátiro que baila con un macho cabrío menos feo que él, y a menudo un árbol solitario, resquebrajado, nudoso, torcido, giboso, equivalente a un grupo de diez árboles distintos, que representa todos estos diversos monstruos para reunirse en una sola cabeza, horrible como la de los fetiches indostánicos y coronada con una sola rama verde como una cimera(...)
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3/09/2012


PIETRO MARTIRE (Italia 1457-1526) Sommario dell'Indie Occidentali

El Nuevo Garoé, plantado en 1948
Describe así la isla de Hierro, haciendo referencia al Garoé...

"El veinticinco de septiembre de 1493, con próspero viento, alzamos velas de Gades, y el primero de octubre llegamos a una de las Canarias llamada isla de Hierro; en la cual dicen que no hay otra agua para beber que aquella del rocío, que brota de un árbol y cae en una laguna hecha a mano en un monte de dicha isla."


De Mitología de las Plantas, de Angelo de Gubernatis

9/21/2011


ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY (Francia, 1900-1944)
El Principito - Cap. V

Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto venía lentamente al azar de las reflexiones. Al tercer día me enteré del drama de los baobabs.
      Fue también gracias al cordero, pues el principito me interrogó bruscamente, como preocupado por una duda profunda:
      —¿Es verdad que los corderos se comen los arbustos?
      —Sí. Es cierto.
      —¡Ah, qué contento estoy!
      No comprendí por qué era tan importante que los corderos comiesen arbustos. Pero el principito añadió:
      —Entonces... ¿se comen también los baobabs?
      Le hice notar al principito que los baobabs no son arbustos, sino árboles tan grandes como iglesias y que aun si llevara con él todo un rebaño de elefantes, la tropa no acabaría con un solo baobab.
      Esta idea de la tropa de elefantes hizo reír al principito:
      —Habría que ponerlos unos sobre otros...
      Y luego añadió juiciosamente:
      —Los baobabs, antes de crecer, son muy pequeños.
      —¡Es cierto! Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman baobabs?
Me contestó: «¡Bueno! ¡Vamos!», como si hablara de una evidencia. Y necesité un gran esfuerzo de inteligencia para comprender por mí mismo el problema.
      En efecto, en el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de malas semillas, hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el secreto de la tierra hasta que a una de ellas se le ocurre despertarse. Entonces se estira y, tímidamente al comienzo, crece hacia el sol una encantadora plantita inofensiva. Si se trata de una planta mala, debe arrancarse inmediatamente, en cuanto se ha podido reconocerla. En el planeta del principito había semillas terribles... como las semillas del baobab. El suelo del planeta estaba infestado. Si un baobab no se arranca a tiempo, ya no es posible desembarazarse de él más tarde; invade todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y los baobabs demasiado numerosos, lo hacen estallar.
      «Es una cuestión de disciplina», me decía más tarde el principito. «Cuando uno termina de arreglarse por la mañana debe hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs en cuanto se los distingue entre los rosales, a los que se parecen mucho cuando son muy jóvenes. Es un trabajo muy aburrido, pero muy fácil».
Y un día me aconsejó que me aplicara a lograr un hermoso dibujo, que hiciera comprender a los niños de la tierra estas ideas. «Si algún día viajan —me decía—, esto podrá servirles de mucho. A veces no hay inconveniente en dejar el trabajo para más tarde, pero, si se trata de los baobabs, es siempre una catástrofe. Conocí un planeta habitado por un perezoso que descuidó tres arbustos...»
     Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé aquel planeta. No me gusta mucho adoptar tono de moralista. Pero el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr quien se extravía en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción y exclamar: «¡Niños! ¡Cuidado con los baobabs!» Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen desde hace tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he intentado hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.

---Fin---

6/03/2010

AMÉLIE NOTHOMB (Bélgica, 1966)
Ni de Eva, ni de Adán

(…) Abandoné el pueblo en dirección al vacío. El sendero ascendía afablemente por la nieve, y enseguida constaté, con una estúpida alegría de sultán, que estaba virgen. Aquel sábado por la mañana, nadie me había precedido en aquel repecho. Hasta los dos mil metros de altura, el paseo fue una delicia.
      El bosque de coníferas y árboles frondosos se detuvo bruscamente para señalarme la presencia de un cielo cargado de advertencias a las que yo no atendí. Ante mí se desplegaba uno de los paisajes más hermosos del mundo: sobre una larga ladera en forma de falda acampanada, un bosque de bambú bajo la nieve. El silencio me devolvió, intacto, mi grito de éxtasis.
Siempre he sentido un desaforado amor por el bambú, esa criatura híbrida que los japoneses no clasifican ni como árbol ni como planta y que combina una delicada flexibilidad con la elegancia de su abundancia. En mis recuerdos, sin embargo, el bambú jamás había alcanzado el singular esplendor de aquel bosque nevado. Pese a su finura, cada silueta presentaba su propia carga de nieve y su cabellera almidonada de blancura, a la manera de jovencitas convocadas prematuramente para realizar alguna misión sagrada.
      Crucé el bosque como quien recorre otro mundo. La exaltación había sustituido el sentimiento de duración, ignoro durante cuánto tiempo me vi absorbida por el ascenso de aquella ladera.
      Al llegar, divisé, trescientos metros más arriba, la cima del Kumotori Yama. (...)

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9/10/2009

HERMANN HESSE (1877-1962)
"El caminante" del capítulo llamado “árboles”

Acuarela de Hermann Hesse
     “Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharles, aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida.
     Un árbol dice: en mí se oculta un núcleo, una chispa, un pensamiento, soy vida de la vida eterna. Es única la tentativa y la creación que ha osado en mí la Madre eterna, única es mi forma y únicas las vetas de mi piel, único el juego más insignificante de las hojas de mi copa y la más pequeña cicatriz de mi corteza. Mi misión es dar forma y presentar lo eterno en mis marcas singulares.
     Un árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres, no sé nada de los miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo, hasta el fin, el secreto de mi semilla, no tengo otra preocupación. Confío en que Dios está en mí. Confío en que mi tarea es sagrada. Y vivo en esa confianza.
     Cuando estamos tristes y apenas podemos soportar la vida, un árbol puede hablarnos así: ¡Estate quieto! ¡Estate quieto! ¡Contémplame! La vida no es fácil, la vida no es difícil. Estos son pensamientos infantiles. Deja que Dios hable dentro de ti y enseguida enmudecerán. Estás triste porque tu camino te aparta de la madre y de la patria. Pero cada paso y casa día te acerca más a la madre. La patria no está aquí ni allí. La patria está en tu interior, o en ninguna parte.

     Esto susurra el árbol al atardecer, cuando tenemos miedo de nuestros propios pensamientos infantiles. Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les escuchamos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea ser más que lo que es. Esto es la patria. Esto es la felicidad”.

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