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2/09/2016

Más allá de los bosques

A. Pavolini, vestido con 
su uniforme de jerarca fascista
ALESSANDRO PAVOLINI (Italia, 1903-1945)
De... "Nuovo Baltico"(*)

Este magnífico y trágico texto está tomado de: 
http://transeuntenorte.blogspot.com.es/search/label/bosques

 

Paisaje característico de la Finlandia centro-oriental. (Foto www.teije.nl


El más allá de los árboles 
    
Desde hace un mes, en el Báltico veo abedules. Estoy dulcemente obsesionado por los bosques.
Bosque de abedules cerca de Kouvola (sudeste de Finlandia).
(Fuente: http://onnila.wordpress.com/tag/kouvola/)
      Anoche no conseguía dormir y salí al bosque, entre los abedules, bajo un cielo sin estrellas, no por la oscuridad, sino por el resplandor. No esperaba, por supuesto, toparme con un reno, ni oír algún aullido, como la Novia del Lobo sobre la que escribe Aino Kallas [1]. Mis fantasías eran más bien vegetales.
     Acariciaba los troncos, duros, vivos, fríos; miraba las ramas que se sumergían en las tenues sombras. Los abedules permanecían inmóviles, con su aspecto ensoñado y meditativo. 
     En su vida, anclada a un único punto preciso de la tierra –pensaba yo–, los árboles quizá presientan otra vida, probablemente sueñen con ese más allá que les espera como lo contrario de su existencia en el bosque. Lo mismo que los hombres cuando imaginan el Paraíso. 
     La existencia del árbol es sumamente lenta, sin cambios de ritmo ni acontecimiento alguno. Esta es su primera característica. La segunda es el no poderse mover, el estar sujeto para siempre al mismo metro cuadrado. Y la tercera es esa pesadumbre, que tan bien se advierte por las noches, de no poder compartir su vida con la de ningún semejante, no poder fundirse en un abrazo con otro ser vivo hasta la ilusión amorosa de hacerse unidad. Los árboles apenas se tocan, rozan sus hojas, se acarician levemente con esos dedos ciegos, sufren la desazón del deseo sin poder alcanzarse del todo. Una maldición los mantiene aislados y sedentarios.
      Algún día, sin embargo, tú, abedul, que no has experimentado nada más que tu simple existencia, sentirás que algo ocurre en tu base. Algo brusco, rápido, indiscutible. Serán los golpes del hacha de un leñador finés. Se te presentará de este modo la muerte liberadora como lo opuesto de la vida: según tus presentimientos de esta noche y de muchas otras noches, cuando yo me acuesto y tú permaneces en pie.
Abedules cortados para la industria madedera.
(Foto © Victor Sagaydashin)
     Toda la vida te has mantenido inmóvil en tu lugar, centinela de ti mismo. A partir de aquel momento entrarás en tu más allá, empezarás a moverte y sentirás la voluptuosidad divina de la horizontalidad. Y ya desnudado de ramas, hojas y raíces, reducido a tu esencia, al tronco, empezarás a viajar horizontalmente arrastrado por la corriente de un río, y durante ese viaje no te detendrás. 
     Viajar, fluir eternamente: el paraíso de quien tuvo raíces. Los grandes ríos gélidos atraviesan raudamente los bosques arrastrando troncos migrantes. Los conducen hacia el golfo de Finlandia, hacia el golfo de Botnia, según el camino que trazó el Gran Hielo cuando arrasó Finlandia y, a su paso, fue dejando cicatrices en forma de lagos y corrientes de agua. Si te encallas en un lago, abedul, unos hombres subidos a una balsa te empujarán para devolverte al curso de agua. (Pero, ¿será un lago o el recodo de un río? Es más difícil contar los lagos en Finlandia que las estrellas en el cielo: éstas son más numerosas, pero más fáciles de localizar. Quien pretende censar los lagos finlandeses no sabe cómo distinguir entre los que se enlazan entre sí por brazos de agua y los recodos de los ríos; entre los lagos salpicados de islas y los ríos que se bifurcan a partir de una isla. Y no salen las cuentas: cincuenta mil, sesenta mil, sesenta y cinco mil…)
     Flotas y así prosigues tu camino… A veces te aflige una peligrosa sensación, una mezcla de placidez y temor, como la que sienten los hombres en la nuca al notar que el suelo se hunde bajo sus pies. Es cuando te precipitas en la vorágine de alguna cascada o sientes el trueno de unas cataratas. (He venido a Imatra para ver “la mayor cascada de Europa”, como me enseñaron en la escuela. Pero ya no puede verse, pues la ha aprisionado una gigantesca central hidroeléctrica. [2]) Los rápidos son los momentos líricos de la lenta y solemne épica de los ríos. El tronco salta en medio de aquella violencia inmóvil, de aquel fragor eterno y compacto, y en ese momento se purifica su corteza. 
Transporte fluvial de madera talada en el sur de la Carelia finlandesa.
(Foto © Hubert Stadler / Corbis) 
     Cada vez más blanco, más del color del alma, el abedul alcanza su nirvana de árbol. De tanto en tanto siente el esfuerzo del salmón al remontar las aguas, o el topetazo con otro abedul. De este modo tiene lugar, al fin, el encuentro de tronco con tronco. Rozándolo, se dispone a abrazarlo, a confundirse con él en la unidad. 
     Sin embargo, la fábrica de celulosa espera con sus fauces abiertas. Surge de repente en el tiempo, aislada en el espacio. Hasta ayer fue bosque y es bosque lo que la rodea.
     Fábrica de celulosa, de pasta de madera, de cartón y papel: industria natural y sana como una planta, aquí, entre bosques y cascadas, en esa inmensa abundancia de madera, de vapor, de electricidad. […] Fábrica que funciona sin interrupción, con fuegos y luces permanentemente encendidos: en las nocturnas jornadas invernales, en medio de la nieve congelada; en las clarísimas noches estivales, entre prados verdes y rapados como los campos de golf de Escocia. […] 
     Cuando, lejos de su bosque natal, el abedul llega a la fábrica, pasa del río a un canal y a una cinta dentada que lo trasporta hacia su Purgatorio. Se ve sumergido, y con él millones de árboles, en un malebolge [3] giratorio donde los troncos saltan y se entrechocan mientras se purgan, bajo el incansable hierro, de los residuos de su corteza. Allí sienten por última vez el aliento de la lluvia, del viento, de los hongos y de los arándanos. El tronco, mondo, blanco, vuelve a salir. Ahora será cuando las cuchillas eléctricas den cuenta de él. 
Traducción del italiano de Albert Lázaro-Tinaut 


(*) La primera edición de Nuovo Baltico de Alessandro Pavolini fue publicada por el editor Vallecchi de Florencia en 1935. El texto que se reproduce (pp. 113-118) han sido tomados de la edición al cuidado de Massimiliano Soldani publicada por la Società Editrice Barbarossa de Milán en 1998. 
[1] Aino Kallas (1878-1956) fue una destacada narradora y poeta finlandesa muy vinculada a Estonia, donde vivió y ambientó sus principales obras, entre las que sobresale la novela Sudenmorsian (‘La novia del lobo’, 1928), cuya acción se desarrolla, precisamente, en la isla estonia de Hiiumaa.
[2] En la localidad de Imatra, en la Carelia del Sur (al sudeste de Finlandia, junto a la frontera rusa), se encuentra, en efecto, una gran central hidroeléctrica. La presa de Imatrankoski, construida en 1929, aprovecha los rápidos del río Vuoksi, que antes formaban una de las cataratas más grandes y bellas de Europa.
[3] El Malebolge es el octavo círculo del “Infierno” de la Divina Comedia de Dante. Se divide en diez fosos circulares y concéntricos, cada uno de los cuales se dedica al castigo de una especie de fraudulentos (véase “Infierno” XVIII, 1-18).
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10/23/2014

ROBERT FROST (San Francisco, 1874-1963)
Abedules

Cuando veo abedules oscilar a derecha
y a izquierda, ante una hilera de árboles más oscuros, 
me complace pensar que un muchacho los mece. 
Pero no es un muchacho quien los deja curvados, 
sino las tempestades. A menudo hemos visto
los árboles cargados de hielo, en claros días 
invernales, después de un aguacero.
Cuando sopla la brisa se les oye crujir,
se vuelven irisados cuando se resquebraja
su esmaltada corteza. Pronto el sol les arranca
sus conchas cristalinas, que mezcla con la nieve... 
Esas pilas de conchas esparcidas diríase
que son la rota cúpula interior de los cielos.
La carga los doblega hacia los mustios
matorrales cercanos, pero nunca se quiebran,
aunque jamás podrán enderezarse solos:
durante muchos años las ramas de sus troncos 
curvadas barrerán con sus hojas el suelo,
igual que arrodilladas doncellas con los sueltos 
cabellos hacia atrás y secándose al sol.
Mas cuando la Verdad se me interpuso
en la forma de un hecho como la tempestad,
iba a decir que quizás un muchacho,
yendo a buscar las vacas, inclinaba los árboles...
Un muchacho que por vivir lejos del pueblo
sólo sabe jugar, en invierno o en verano,
a juegos que ha inventado para jugar él solo.
Ha domado los árboles de su padre uno a uno 
pasando por encima de ellos tan a menudo
que nada les dejó de su tiesura.
A todos doblegó; no dejó ni uno solo
sin conquistar. Aprendió la manera
de no saltar de un árbol sin haber conseguido 
doblarlo contra el suelo. Conservó el equilibrio
hasta llegar arriba, trepando con cuidado,
con la misma destreza que uno emplea al llenar
la copa hasta el borde, y aun arriba del borde. 
Entonces, de una envión, disparaba los pies
hacia afuera y saltaba del aire hasta la tierra.

Yo fui también, antaño, un columpiador de árboles; 
muy a menudo sueño en que volveré a serlo, 
cuando me hallo cansado de mis meditaciones, 
y la vida parece un bosque sin caminos
donde, al vagar por él, sentirnos en la cara 
ardiente el cosquilleo de rotas telarañas,
y un ojo lagrimea a causa de una brizna,
y quisiera alejarme de la tierra algún tiempo,
para luego volver y empezar otra vez.
Que jamás el destino, comprendiéndome mal, 
me otorgue la mitad de lo que anhelo
y me niegue el regreso. Nada hay, para el amor, 
como la tierra; ignoro si existe mejor sitio.
Quisiera encaramarme a un abedul, trepar,
por las ramas oscuras del blanquecino tronco
y subir hacia el cielo, hasta que el abedul, 
doblándose vencido, me volviese a la tierra. 
Subir y regresar sería muy hermoso.
Pues hay cosas peores en la vida que ser
un columpiador de árboles.
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6/21/2014

SERGIO FDEZ. SALVADOR (León, 1973)
Poema al abedul


¿Y qué ambición más limpia,
mejor dotado premio que merecer cantarte,
cenizoso abedul que entre dos prisas
te cruzas en mi día?
¿No es suficiente pago el rumoroso
tintineo de las monedas de oro
que aún tiemblan en tus ramas
cuando están ya desnudos
los castaños, los álamos, los plátanos?

Se para uno a mirarte y ya le habla
del alma herida al alma tu tronco acuchillado,
la mirada espantada de tus ojos,
pero a la vez le cantas –si a escuchar acertamos– 
la melodía única
que brota de los surcos de tu blanca
corteza, tal de rollo de pianola.
¿Cómo no devolver canto con canto?

Cuando otros enmudecen esperando
la tarda primavera, tú creces hacia el frío,
y es clamor tu silencio y es abrigo
la lividez estoica de tus ramas,
la dignidad sufrida de tu invierno.

Tomáramos ejemplo de tu ejemplo
ante los fríos aires de la vida.
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