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27 octubre 2025

ANTONIO MUÑOZ MOLINA Antonio Muñoz Molina
Como árbol talado (El País, mayo 2025)

Crímenes estúpidos y estupideces criminales se mezclan a diario en el carnaval de esta época, pero su repetición no las vuelve menos hirientes

Fran Pulido
Hay sospechas de que la simple estupidez puede ser tan dañina como la crueldad. La crueldad, entre nosotros, se asocia muchas veces a la inteligencia, sobre todo cuando es una crueldad verbal o ideológica, o cuando la ejercen esos asesinos en serie que gozan de tanto crédito intelectual en el cine y la televisión. Mentes privilegiadas europeas consideraron que las matanzas de Lenin, Stalin y Mao eran accidentes dolorosamente necesarios en el devenir de liberación de la Historia. Y sigue habiendo mentes contemporáneas para las cuales los regímenes desastrosos de Cuba, Venezuela y hasta Nicaragua —¡y Rusia!— poseen la legitimidad de oponerse al imperialismo americano. Si hay formas de crueldad que son agravadas por la estupidez —el citado imperialismo americano y sus actuales dirigentes serían sin duda un ejemplo— queda la duda de si se podrá ser bueno y estúpido, compasivo y obtuso.

“Ahora la estupidez sucede al crimen”, dice un verso terrible de Luis Cernuda, en un poema en el que acusa a un poeta vinculado a los vencedores de la guerra civil, Dámaso Alonso, de querer apropiarse la memoria de Federico García Lorca. Estupideces y crímenes, crímenes estúpidos, estupideces criminales, se mezclan a diario en el carnaval de esta época, pero su repetición y su monotonía no las vuelven menos hirientes, aunque a muchas personas las empujen hacia una indiferencia anestésica. A mí, por el contrario, algunas me provocan una curiosidad algo morbosa, sobre todo cuando parecen ejemplos de una estupidez pura, sin mezcla de ninguna otra sustancia, una estupidez cruel y al mismo tiempo gratuita, sin beneficio alguno para quien la practica, sin motivo visible, una especie de arte por el arte.

Desde hace tiempo vengo siguiendo en la prensa extranjera el misterio de ese árbol de casi 200 años y 15 metros de altura que se alzaba solitario y magnífico en las ruinas de los que fue la Muralla de Adriano, erigida en el siglo II para marcar la frontera entre la Inglaterra romanizada y los territorios de las tribus belicosas del norte. En un territorio de monte bajo y colinas desnudas, el Sycamore Gap Tree era una presencia imponente, plantado como un guardián en el muro mismo que señalaba la antigua frontera, con esa majestad tutelar de los grandes árboles que no sin razón tuvieron una naturaleza sagrada en muchas culturas. La gente de las comarcas cercanas acudía a él para celebrar bodas, comidas de fraternidad, rituales fantasiosos de paganismo céltico. El árbol, un arce sicomoro, había ganado incluso una celebridad cinematográfica. Aparecía en la película Robin Hood: Príncipe de los Ladrones, de 1991, y tenía en ella una prestancia más heroica que sus dos protagonistas humanos, Kevin Costner y Morgan Freeman.

Sycamore Gap Tree

Un día, el 28 de abril de 2023, el árbol amaneció talado, con huellas dentadas de motosierra en tronco macizo, derribado como la columna principal del templo que era el árbol en sí mismo. Apareció derribado y tan sin explicación como esos cadáveres de las novelas y las series británicas que inauguran un misterio en principio insoluble. Policías y forenses botánicos emprendieron de inmediato una investigación tan rigurosa como la que habría merecido el hallazgo de una víctima humana. Un índice de civilización es el trato que reciben, además de las personas, los animales y las plantas. La tala del Sycamore Gap Tree fue noticia prominente en portadas de periódicos y telediarios. En las fotos, la hondonada en la que se había perfilado su silueta durante casi dos siglos era un vacío inaceptable, la señal de una ausencia que ya no se podía remediar. Le preguntaron a Ronald Reagan qué opinaba sobre los redwoods de California, las secuoyas monumentales que pueden vivir 1.500 años y medir hasta 90 metros, y contestó encogiéndose de hombros: “Que una vez has visto uno, ya los has visto todos”.

Por suerte, las autoridades de la región de Northumberland tuvieron algo más de sensibilidad, y al cabo de unos meses habían descubierto a los autores de la tala, dos cretinos de 38 y 32 años que eran compañeros de barras y pintas de cerveza y que la noche del 27 de abril, por broma, por distraerse, por una apuesta beoda, concibieron la idea y la pusieron en práctica, muertos de risa, usando una motosierra que llevaban en la trasera de la camioneta. En unos minutos y sin demasiado esfuerzo —los dos tenían experiencia en trabajos de construcción— talaron lo que había crecido con extrema lentitud durante dos siglos, al ritmo solemne de los procesos de la naturaleza, con la paciencia gradual con la que crecen y se edifican las obras más valiosas, las naturales y las humanas, los bosques y las catedrales, los arrecifes de coral, las ciudades crecidas orgánicamente sin que nadie las haya planificado, las formas civilizadas de convivencia.


La estupidez tiene una gran ventaja para los investigadores criminales, y es que deja todo tipo de pistas. Aquellos dos cretinos se grabaron mutuamente en sus teléfonos móviles mientras se esforzaban en su hazaña, y luego intercambiaron mensajes en los que se congratulaban del impacto que estaba teniendo en las redes sociales y en los noticiarios. Quizás el mayor embuste de las ficciones policiales es la dificultad y encontrar la pista de un asesino o de un delincuente. A la mayor parte de ellos se les atrapa tan rápido que la búsqueda no daría ni para un relato corto, y cuando quedan impunes no es porque tuvieran la maña suficiente para desaparecer, sino porque nadie los buscó, o porque los investigadores eran todavía más lerdos o chapuzas que ellos.

En este caso particular, los dos sospechosos tienen, como cualquiera, caras de culpables en las fotos de frente y de perfil de la policía, pero tienen sobre todo caras de imbéciles. Hace justo un mes empezó el juicio contra ellos, y se calcula que la sentencia será dictada hacia mediados de julio. El fiscal dice que aquella noche se lanzaron a una “moronic mission”, una tarea de cretinos, y solicita una pena de diez años para cada uno de los dos. La estupidez y la crueldad tampoco son incompatible con la bajeza: ahora los dos acusados se declaran inocentes y se echan la culpa el uno al otro. Ni siquiera les cabe la justificación de una ceguera ideológica religiosa, como la de aquellos talibanes que pusieron tanto esfuerzo en dinamitar los Budas gigantes de Bamiyán o los milicianos madrileños que en el verano de 1936, en vez de ir al frente a combatir a los fascistas, se desplazaron en camiones al Cerro de los Ángeles para fusilar heroicamente la estatua del Sagrado Corazón.

Talaron un árbol de 200 años por pasar el rato y porque era fácil y en mitad de la noche era difícil que alguien los viera. Talaron un árbol porque el esplendor de las cosas mejores y de la suma belleza despierta el rencor de algunos imbéciles igual que despiertan la codicia de los depredadores y la crueldad de los doctrinarios y de los aprovechados que se amparan en ellos para obtener beneficios. En la bella Baeza, que forma con Úbeda un espejismo doble de clasicismo italiano en medio de los olivares de Jaén, un ayuntamiento regentado por bárbaros decretó hace unos meses la tala de los árboles enormes que daban sombra y vida al paseo de la Constitución. La tala no se hizo de noche ni fue anónima, y, sin embargo, los concejales arboricidas no corren el menor peligro de ser acusados ante un tribunal. Dejan desierto y pelado un paisaje que uno lleva viendo toda la vida y están talando al mismo tiempo este momento presente y el recuerdo.

Dice Montaigne: “Hasta los árboles si tuvieran voces gritarían por el trato que les damos los seres humanos” Al menos el arce de la muralla de Adriano está empezando a echar brotes nuevos. Con algo de suerte, es cuestión de esperar unos 100 años.

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Condena a los infractores:  https://elpais.com/cultura/2025-07-15/condenados-a-cuatro-anos-de-carcel-los-dos-hombres-que-talaron-un-arbol-en-el-muro-de-adriano.html

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14 mayo 2025

Un barco nacía en los bosques


ANDER IZAGIRRE
Vuelta al país de Elkano


Hace quinientos años, la expedición de Magallanes y Elkano dio la primera vuelta al mundo. Ahora Ander Izagirre sale de Getaria y vuelve a Getaria, el pueblo natal de Elkano, para darle una vuelta geográfica, histórica y mental al país de los vascos.
     Viaja en bicicleta y va encontrando historias asombrosas: las de hace quinientos años (navegantes, exploradores, esclavos, revolucionarios, emperadores, desterrados, balleneros, espíritus locales, dioses remotos) y las actuales (exploradoras, pescadores, mineras, inmigrantes, carpinteros, arqueólogas, cocineros, escultores, poetas, chocolateros). Sus relatos muestran los contrastes y las similitudes entre la sociedad vasca que participó en la primera vuelta al mundo y la actual. Desvelan una historia de luces y sangres, un potaje de culturas y una pasión exploradora.
     Mezclando la crónica de viajes, la narración de aventuras, la exposición histórica y el ensayo sutil, Izagirre cuestiona el mito del vasco irreductible, puro, encerrado en sus esencias: «Si hay que simplificarlos en una estampa, los vascos no fueron precisamente un pueblo de campesinos aislados, sino un pueblo de navegantes promiscuos».

Página 178

PASO AL VALLE NAVARRO de Sakana. En las afueras de Altsasu me desvío al bosque de Dantzaleku. Allí crecen unos robles de formas peculiares, con troncos que se bifurcan en grandes ramas curvadas y ángulos de lo más variados. No son formas naturales. Los guiaron hace siglos, con podas y pesos, para obtener las piezas arqueadas que necesitaban en la construcción naval. Hace unos años, la factoría marítima Albaola preparó un sendero con paneles informáticos que parecen un colección de bumeranes con brazos de distinto ángulos, curvaturas y tamaños. Representan las plantillas de las piezas que hacían falta para construir un galeón: corbatones, varengas, genoles, rodas... Cada una de estas plantillas produce un efecto llamativo: si la miras de frente, justo detrás de ella se levanta un roble que fue guiado para que sus ramas desarrollaran esa misma forma. Es magnífico, porque caminas por el bosque y vas viendo galeones.

     Una vez que las ramas adquirían el tamaño y la forma adecuada, las cortaban, las labraban en el bosque para quitarles peso y volumen, y las transportaban en carros hasta los astilleros. Un galeón de tamaño medio requería aproximadamente doscientos robles: cien rectos y cien curvos, los más estimados, porque necesitaban un desarrollo de treinta o cuarenta años hasta darles la forma deseada. En la época en la que se construían docenas o cientos de embarcaciones anuales en la costa vasca, el ritmo con el que talaban los bosques amenazaba con agotarlos. Sin olvidar que también sacaban madera para construir viviendas, obtener leña y fabricar carbón.
     Así que desde la Edad Media reglamentaron una explotación sostenible: Crearon viveros, replantaron bosques, mantenían siempre los troncos hasta una altura de tres metros y solo les cortaban las ramas, guiando el crecimiento de las nuevas en diversas direcciones hasta formar árboles con apariencia de candelabro. Eran hayas y robles trasmochos.
El 28 de octubre de 1496, los Reyes Católicos firmaron una ley que prohibía talar árboles y solo se permitía cortarles ramas dejando "horca y pendón por donde puedan tornar a criar", es decir preservando siempre el tronco y dos ramas principales: la horca, que crecía en horizontal, y el pendón, en vertical. Esta técnica permitía crear árboles guiados como los de Dantzaleku: colgando pesos a las ramas y aplicándoles podas de precisión, crecían con las ramas con las formas de las varengas, los genoles o los corbatones. Era muy importante que la veta de la madera siguiera la forma curva que necesitaba la pieza, porque así resultaba mucho más resistente.
     En el año 2002 encontraron en el fondo del estuario galés de Newport un barco de treinta metros de longitud que trasportaba barricas de vino de Portugal y que se hundió en 1469. Los análisis concluyeron que estaba construido con robles de la Sakana, de algún paraje como este de Dantzaleku, donde aún se aprecia cómo criaban barcos en el bosque
Roble trasmocho de Urdax, (por incompetencia del Ayuntamiento este roble ha perdido el cimal izdo. Se le advirtió del peligro que representaba el peso de las ramas del lado izdo. El cimal derecho se apoya en la tierra)
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16 marzo 2025

Su sombra... mi descanso

JULIO ALFREDO EGEA (Chirivel, 1924-2018)
V I E J A E S T A M P A


Pieter Bruegel the Elder, La cosecha
Sesteando bajo el árbol, en duermevela placentero se reproducen en mi memoria, y casi ven mis ojos cerrados, en retrospectiva visión por galerías del subconsciente, viejos grabados sobre pergamino de agostos lejanos, cuando palpitaba la vida por estos contornos, cuando el campesino que a lo largo del año había faenado la tierra en abrazo de barbecheras y siembras, se apresuraba en la recolección ante temores de la nube, recurriendo a gentes del Levante jornalero.

Condecoraban el alto valle los oros gloriosos del cereal: trigos recios de robusta espiga, con el negro mostacho de las raspas inclinado hacia la tierra por el peso de la simiente; la humilde cebada, esbeltos centenos, gloriosa plenitud del candeal, la avena reidora al mecerla el viento... Concierto de dorados en las parcelas de la cosecha, a lo largo de la estrecha faja en sembradura. En las riberas de aquel lago de oro había matas intrusas, resistiendo soles, con flores amarillas y moradas, en ofrenda a la fecundidad.

A lo largo del tajo de hombres inclinados en fatigas de siega, escondido el rostro bajo amplios sombreros de paja, zahones de áspero lienzo defendiendo las piernas, dediles de fuertes cueros almenando la mano que abrazaba la mies, previniendo el cardo traidor y el mordisco de las hoces que brillaban alzadas como interrogaciones de acero. Quizá acudió la mercenaria cuadrilla de segadores desde lejanos territorios del hambre, llamada por el cortijero para abreviar la recogida de una cosecha no siempre lograda.

De sol a sol duraba la faena bajo la iniciativa del manigero, sin pausa alguna; sólo un respiro para comer las migas que hacía la cortijera a la sombra del árbol. Rodeaba la cuadrilla la gran sartén colmada de migas de trigo con algún adorno de tajadas de cerdo. Pasaban de mano en mano las tazas del gazpacho hecho con la finísima agua serrana; el tomate, el pepino, la cebolla, eran verdaderos lujos redimiendo de la sed. Después la breve pausa del cigarro, el tabaco repartido por el cortijero con su gran petaca de cuero repujado, cultivado en los huertecillos de Molina o el Mojonar.

Bajo la plenitud de un sol terrible vuelta al tajo, formación de la gran hilera de hombres inclinados sobre la tierra, avanzando ordenados en la batalla del cereal, formando haces uniformes, atados con las matas más altas de la mies cortada o con guitas de esparto cuando la cosecha no había conseguido suficiente altura.

Transpuesto el sol, ya invisible por derrumbes lejanos, cuando su último rayo dejaba de iluminar la cumbre de la Burrica, finalizaba la tarea y empezaba la recogida de haces, amontonándolos ordenadamente en cargas para facilitar la saca, para una vez concluida la siega, acarrearlos sierra abajo con las bestias, hasta formar hacinas al borde del redondel de las eras, junto al cortijo, para después la familia campesina acabar la faena recolectora con trillas y aventados.

Con los últimos claros llegaba la cuadrilla al pie de la sabina, en donde la mujer encargada de la comida ya tenía la olla abocada en un gran lebrillo: el guiso caldoso con patatas, legumbres y tocino, y un inmenso pan moreno que se repartía en grandes rebanadas. Corría de mano en mano el porrón de cristal y un hilo de vino áspero iba pasando de boca en boca.

Quedaban los sombreros repartidos sobre la tierra, como formando un seto de grandes margaritas, y la cara quemada del segador brillaba feliz en la creciente oscuridad. A veces alguien rasgueaba una guitarra y una voz cansada iniciaba un canto alegre con dejos melancólicos, como una despedida a la dura tarea o un prólogo al descanso. Pronto el silencio, el sueño profundo sobre las mantas extendidas bajo el árbol, la total oscuridad o el tímido nacimiento de la luna, la pausa en el trabajo hasta el primer parpadeo del nuevo día. Sólo las bestias atadas con largas cuerdas en el rastrojo se mantenían despiertas en su pacer y cruzaban relinchos y rebuznos amordazando al canto del mochuelo.

En el suceder de las jornadas algo iba cambiando, en reunión de pastores se hablaba de la llegada del tractor, se oía el ruido de máquinas en las largas besanas de los llanos bajos; fue rompiéndose la vieja amistad en el trabajo de hombres y bestias, las reatas de mulas de las ferias pueblerinas fueron sustituyéndose por exposición de maquinaria agrícola, propagándose modernas eficacias. Se precipitaban aconteceres. Disueltas las cuadrillas de segadores, los hombres dispersos fueron tomando trenes de emigración hacia los Nortes ricos, hacia fatigas de nueva vida trabajadora para conseguir el pan, en alternancia de redenciones y dolorosas renuncias.

Desaparecieron las grandes bandadas de buitres leonados que volaban en círculo hasta descubrir la bestia muerta. Un día dejó de subir, barranco arriba, el cortijero con sus caballerías y las tierras altas, humildes y generosas, quedaron sumidas en el desprecio. Nunca más orló a la sabina la gloria del cereal, y la tierra se vistió de cardos, sublevada en su hurañez.

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09 septiembre 2022

RAFAEL CABANILLAS SALDAÑA (Toledo, 1959)
"Quercus, en la raya del infinito"

Es una novela mordaz, dura a ratos y siempre tierna con la luz de la esparanza nunca muerta. La sierra, las breñas, las arroyos, los bosques...  y los siempre presentes habitantes del bosque hacen de esta novela una lectura amena y con cierta rima. Se desarrolla en esa España, llena de vida, mal definida como "vaciada" pero despoblada de gentes por mor de la deshumanización, la especulación, el mal reparto de la riqueza, el acaparamiento de bienes, la esquilmación del estado por parte de la clase dominante...  
     En esta novela el bosque y sus habitantes son los protagonistas. El bosque se hace infinito e imprescindible
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(...) La lividez de la tez, de tonos azulados como sus venas, escenificaban realmente su miedo a la muerte. Su delgadez extrema, su debilidad, los pies amoratados, lo aproximaban de verdad a ella. Pero otra vez más -ojalá no fuera la postrera- lo acompañó la suerte. Una suerte convertida en deidad de aquellos montes que asimilaba a Abel como un animal más de esa naturaleza agreste al que había decidido salvar. La deidad que decide que nieve por semanas enteras hasta congelar las piedras, como decide que se deshiele y regrese la vida, igual que regresa cada año la primavera. La fiebre desapareció al ritmo que se fundía el hielo de la sierra. Ahora corrían las torrenteras con vigor, de cualquier agujero brotaban manantiales para expulsar toda el agua que se había bebido a la fuerza la tierra. Un empacho de nieve y agua, una borrachera, que había que expulsar rápidamente del vientre del planeta. Salió el sol y coronó las cumbres, convirtiendo el blanco en rojo y en naranja con reflejos rosáceos. Se deshelaba el monte con un goteo constante de las agujas de los pinos, de los alcornoques, de las encinas, de los rebollos y los quejigos. Chupones verdes que no dejaban de soltar sus lágrimas de frío. Un destilar pertinaz, rítmico, constante. Se desnudaban los enebros, los tejos, los madroños y las sabinas, nueva luz del sol resplandecían como si los hubieran lavado y relucieran sus colores. También las aulagas y brezales, los romeros y lentiscos, los acebuches, retamales y majuelos, parecían sacudirse la nieve igual que se sacude el agua un perro. Era el mismo sol que calentaba la sangre de Abel, aposentado en la puerta de su cueva, como si sus rayos le insuflaran la vida. La fiebre se va, el agua corre, los colores que vuelven al campo y al cuerpo, los olores que regresan, la luz del aire, el azul del cielo. Cuando pudo caminar, bien abrigado...

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23 septiembre 2021

Novela de José Luis Sanpedro

 JOSÉ LUIS SANPEDRO (Barcelona, 1917-2013)
"El río que nos lleva"

Abundando en la entrada anterior sobre las gentes que antaño se ganaban -y jugaban- la vida como gancheros o almadieros -en Navarra-, recordé la novela de José Luis Sanpedro, una novela de gran contenido simbólico cuyo tema último es la dignidad humana. (Biografía)

ABC decía:
"De lenguaje áspero pero sensual, el ritmo narrativo de El río que nos lleva parece acompasarse al fluir del propio Tajo, que sirve de fondo para la peripecia de la cuadrilla de gancheros que acompañan aguas abajo los troncos recién cortados. Un canto al oficio de ganchero y a la valentía de estos hombres que se lanzaban a la aventura porque era su único medio posible de vida."

Siguiendo el accidentado cauce del Tajo, El río que nos lleva, tomando un ritmo narrativo que la aventura acerca a algunas obras de Jack London, transporta la "maderada" y a los gancheros que la conducen por los parajes de Alpetea, Huertahernando, Huertapelayo, Valtablado del Río y Ocentejo; en el curso del alto Tajo. Entra luego la novela en paisajes alcarreños dejando en sus orillas pueblos con ecos de la ‘España profunda’ de Cela, como Carrascosa, Trillo, Viana y Zorita de los Canes, o espacios naturales como Entrepeñas y el tajo de Anguix. Novela y río fluyen luego hacia su desenlace final por los sotos de Mazuecos, Fuentidueña y Buenamesón, hasta el Real Sitio de Aranjuez. Entre tanto, por sus páginas se ha ido hilando la trama, entre la "naturaleza solidaria" y la herida incurable de "las dos Españas".
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18 junio 2021

PILAR JUNCO (Asturias, 1927)
Árboles

Ayeri, miércoles, tevi precisión de dir al bosque que queda mismamente debaxu'l Soberrón. Valióme la pena una hora de camín pisando llamazales pe las caleyas, por más que lo admiro pa contra mí, no jallo cosa más guapa qu'un bosque; debaxu los robles y las castañares paeme que toy atopada y sin querelo, alcuérdome más de Dios que é el que los discurrió y los jezo...
     Hay tantu que admirar y que considerar...
     Si amiro pa baxu, el mofu suavin júndese al pisalu, la jueyas cadías ruxen contra las madreñas..., ruxen con música..., jueyas llargas de castañar, jueyas reconcomiadas de robre, jueyinas chicas d'ancina, o reondinas d'alisal... Si amiro parriba, el sol métese per entre las jueyas verdes y allega al suelu a poquitinos, el viento jaz otra música distinta con las jueyas vivas; los páxaros de caña en caña, candunu col su pío...
     Pos si amiro unu por unu de cada árbol tién algo suyu, un daquel distintu; los robres son altos, pero de cada robre no se paez al otru, no hay dos robres ermanos; unu más llargu, otru más oscuru o más verde, o más pardu; las castañares toas son retorcias, pero tamién se extreman unas de las otras...
     Volviendo a los robres, ello ye que hay unu, conózulu yo va muchu, que e el rey de los robres, pame que de tou'l conceyu. Quedó solu, el probe; tiempo va haberá tuvíu alredior collacios como elli y entre todos jarían bosque, pero esti que yo digo, viólos morir unu por unu, sabe Dios de qué manera, y elli, al quedase solu, entainó a ensanchar pa to los laos, y jízose fuerte, grande, copudu... Elli solu val tantu como un bosque enteru; la su rolla no i la abrazan ni tres hombres; el suelu que'elli asombra e cerca d'un día de gües, y las sos cañas ¿quién las podrá cuntar? Llenas de ñeros en primavera, aquello paez un mercau de paxarinos cantando...
     Vide una noche salir la lluna per entres las sos cañas... era grandona, reonda, collorada... vinía de la mar... Diba subiendo despacín, despacín, bixorduella y zajorilla, y las jueyas pintaban i enriba dibujos negros tou'l tiempo distintos...
     Quedeme sin sollutir, como agüeyada...
     Biérame gustau gritar y no me atrevía a gañir...
     No se me escaez del pensamentu aquella noche...

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26 octubre 2020

Sólo escuchan los árboles

MANUEL RIVAS
Sólo escuchan los árboles

23 septiembre 2020

El tilo

IGNACIO ABELLA
El tilo, en "La magia de los árboles"

Acuarela de Ars natura
Soy uno de los árboles más grandes y longevos de Europa, bueno y muchas más cosas.... Se decía que yo soy capaz de crecer durante tres siglos, de vivir también tres siglos y que, tres siglos, tardo en morir. Eso se decía de mí. De mí, que soy el Tilo.
      En muchos pueblos, especialmente de las regiones germanas, yo, el grandioso tilo, presidía, desde la plaza o junto a la iglesia, la vida social que transcurría a mi venerable sombra. Durante las noches de verano presenciaba los idilios, la fiesta y el baile que se celebraba a mi alrededor. Uno de mis nombres alemanes, muy popular, es el de “Tanzbaum, el árbol de la danza. Y es que, durante el mes de junio, hasta las abejas bailan en torno a mis flores que, al atardecer, extienden su delicioso e irresistible aroma…. Sí, esas flores con las que os relajáis en forma de infusión o en modo baño… Tanto da.
     Ay, qué tiempos, cuando el amor nacía literalmente a mis pies. Recuerdo cómo en Nierstein se creía que yo, el tilo, proveía de niños a toda la región. La verdad es que también se me plantaba, tradicionalmente, para conmemorar el nacimiento de un niño, y hasta formaba parte de rituales de amor y fertilidad… Ahí me lo pasaba en grande… Ah, pero en países como Bélgica y Suiza, se me consideraba un símbolo de libertad, ya que a mis pies tenían lugar las deliberaciones y juicios, y los perseguidos podían “acogerse a sagrado”, refugiándose bajo mi porte o en el de los olmos, que también tenían estas funciones.
     Mira, por toda la región cantábrica, a los tilos se nos ha plantado y podado al principio del verano. Lo hacían para recoger la preciada tila, uno de los pocos recursos que permitían obtener algo de dinero en muchas aldeas de montaña. En Picos de Europa se creía que si el hacha toca la “teya”, como también me llaman por allí, dejaré de dar flores durante 10 años… Así que recogían mi tila a mano, arrancando pequeñas ramas de las que se escoge la flor, dejando la hoja para el ganado.
     Sí, también me plantan en jardinería en los parques y grandes espacios haciéndome el encargo de crear una atmósfera agradable y acogedora. Como en el Jardín Botánico de Madrid, donde si algún día tienes la suerte de visitar sus árboles de la mano del gran botánico francés Francis Hallé, terminarás charlando bajo la sombra de una familia de tilos equipada con bancos, de donde saldrás terriblemente relajado y en paz contigo mismo, e incluso sospechosamente feliz…
     Aunque es importante que sepas, que somos los tilos silvestres, los que crecemos en los desfiladeros y en los bosques de ribera, los que verdaderamente mostramos la majestuosidad y la fuerza que podemos tener, sosteniendo cauces y taludes, transpirando y ensanchándonos en el aire, bombeando agua y oxígeno y creando suelos mullidos y fecundos con el diluvio otoñal de su hojarasca.


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16 diciembre 2018

AARÓN RODRÍGUEZ, Tenerife
La "sangre" de pino tinerfeño que partió en busca del Pacífico
De "Microhistorias de Tenerife"
Pinar canario al sudeste de Tenerife
       Últimos días del mes de septiembre de 1519...
      En los altos de antiguo reino de Abona, un particular sonido se ha convertido en habitual: el de las hachas al impactar con los poderosos y corpulentos pinos canarios. Tras un rítmico "tac-tac" se escucha el crujido de los voluminosos troncos al quebrarse, y entonces sucede lo impensable: siglos de crecimiento paciente se desmoronan en unos instantes.

     Un pino de 50 metros de altura y 7 de circunferencia cae derribado y, a continuación, los hombres se precipitan sobre él para dividir el gigantesco tronco en fragmentos más pequeños. Necesitan reducirlo para que pueda entrar en el horno, una especie de boca del infierno que se encuentra a unos metros de donde el gigante ha caído.
     Dentro, y tras pasar el día y la noche abrasándose al calor de las llamas, el corazón de tea es reducido a la resina o alquitrán, casi incandescente, que los pegueros llaman "pez".
     Al enfriarse, la mezclan con aceites y esto da lugar a la brea, una de las fuentes de riqueza más importantes para Canarias. ¿Por qué razón? Porque, en un mundo que se expande gracias al avance de las naves de madera sobre las agua, la brea es la mejor sustancia que existe para impermeabilizarlas, y evitar así, que entre el agua en su interior. 
     La brea de nuestro pino de hoy tiene como destino la flota que se encuentra en la rada de Montaña Roja, en la costa. Deja constancia de ello Antonio Pigafetta, uno de sus tripulantes, quien detalla en su diario cuál es la razón de su escala en las costas de Abona: abastecerse de "poix" (pez), que es "algo necesario para nuestros navíos". No se trata de nada extraordinario: muchos navíos se abastecen de brea en el sur de Tenerife, en su camino hacia el Nuevo Mundo. Sin embargo pocos pueden preesumir, como la que nos ocupa, de haber juagado un papel estelar en la Historia de la Humanidad, porque la expedición que hoy descansa en la bahía partió de Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre. La componen cinco naves: Trinidad, Victoria, Santiago, Concepción y San Antonio. La ha financiado la Corona Española. Su misión es encontar un paso hacia el Océano Pacífico por el extremo sur de América. Y la dirige un marino portugués llamado Fernando Magallanes.
     Tres años después, el 6 de septiembre de 1522, regresa por fin la Victoria, única nave superviviente. Y con ella, apenas 18 de los 265 hombres que iniciaron el viaje. Los capitanea Juan Sebastián Elcano. Son los héroes que han completado la Primera Vuelta al Mundo.

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28 octubre 2018

JOAQUÍN COSTA
El arbolado, de "El Campo", Año XV, nº 68, Julio de 1930

      Van ganando rápidamente el favor universal las doctrinas que proclaman el arbolado como órgano vitalísimo en la economía del planeta y en la economía social.
      Los árboles, se dice, son los reguladores de la vida y como los socialistas y niveladores de la creación. Rigen la lluvia y ordenan la distribución del agua llovida, la acción de los vientos, el calor, la composición del aire. Reducen y fijan el carbono, con que los animales envenenan en daño propio la atmósfera y restituyen a ésta el oxígeno que aquellos han quemado en el vivido hogar de sus pulmones; quitan agua a los torrentes y a las inundaciones, y la dan a los manantiales; distraen la fuerza de los huracanes, y la distribuyen en brisas refrescantes; arrebatan parte de su calor al ardiente estío, y templan con él la crudeza del invierno; mitigan el furor violento de las lluvias torrenciales y asoladoras, y multiplican los días de lluvia dulce y fecundante. Tienden a suprimir los extremos, aproximándolos a un medio común.
      Las plantas domesticas encuentran en ellos protección contra el frío, contra el calor, contra el granizo, contra los vientos y el progreso de las arenas voladoras. Almacenan el calor excesivo del verano y el agua sobrante de los aguaceros, y los van restituyendo lentamente durante el invierno y en tiempo de sequía.
      Que fomentan las lluvias, no permite ponerlo en duda la experiencia. Los vientos que vienen del mar cargados de humedad dejan su preciosa mercancía allí donde los convidan a descansar esas factorías del comercio univer­sal que llamamos bosques. La capa de aire frío que los circunda por todas partes, efecto de la evaporación ince­sante del agua por la exhalación de las hojas, produce el efecto de un vaso refrigerante, a cuyo influjo el vapor se condensa en nubes, y las nubes se precipitan en lluvia, mientras que su madre, la mar, hizo oficio de gene­rador del grandioso alambique. Y no sólo obran como refrigerante y condensador de los vapores acuosos procedentes del mar, de los ríos, de las tierras cultivadas; son, además, generadores directos del vapor, aumentan­do la superficie de evaporación del agua de lluvia rete­nida en su follaje y en el césped y matojos que crecen a su abrigo, y exhalando por las hojas el agua de vegetación absorbida por las raíces. Verdaderas bombas aspi­rantes, levantan al agua oculta en las entrañas de la tierra por las raíces, y la arrojan en forma de vapor a la atmósfera por conducto de las hojas. Aumentan la masa de vapor acuoso en la atmósfera, disminuyen su temperatura, dificultan el paso de las corrientes aéreas: no hay que decir más para comprender el influjo del arbolado en la producción de las lluvias. El agua que cae en los montes, en los montes queda por lo pronto: no se hin­chan con ella en gran modo las corrientes superficiales; mas luego, poco a poco la van devolviendo en forma de manantiales por el pie, y de vapor acuoso, y a la postre de lluvias, por las hojas, y abasteciendo con ella al pró­digo suelo cultivado, que no supo conservar más de algunos días el agua con que lo regalaron las nubes en un día de tempestuosa orgía.
      Los bosques son el proveedor universal de los manantiales. Hacen más esponjoso y más absorbente el suelo: la mullida alfombra de césped que se tiende a su som­bra, lo consolida: los brezales aprisionan como otras tantas redes las hojas secas; y las hojas, obrando como esponja, retienen el agua de lluvia y la obligan a filtrarse a través de la roca, hasta los depósitos formados en las entrañas de los montes, o a derramarse por los es­tratos inclinados que la llevan a largas distancias. Las torrenteras están en razón inversa de los bosques, como las tinieblas están en oposición con el sol; son incompatibles: se descuaja el monte, y al punto se abren torrentes por doquiera, y por su cauce se precipita la tie­rra vegetal, y los ríos se hinchan, inundan y devastan campiñas, matan hombres y animales repuéblanse los montes, y las torrenteras desaparecen como por encanto, y las antiguas fuentes, nuevamente surtidas, vuelven a manar. A menos árboles, más torrentes; a más torren­tes, menos manantiales: esta es la cadena.

18 julio 2018

Celia Viñas y Mar Verdejo Coto

MAR VERDEJO COTO (Almería)
CELIA VIÑAS y el árbol de la vida
Del "Jardín del Mar", comentario

      Hay personas que pasan por la vida de puntillas, sin dejar huellas en el camino, sin mojarse la ropa en el río, o las botas con el barro, quizás vivan con miedo a vivir. Otras que caminan en libertad y dejan una huella imborrable en las personas con las que habitan. Las palabras y las acciones cobran otra dimensión y traspasan hasta las cenizas en el tiempo.
     Hay un poema escrito por Celia Viñas en diciembre de 1944 y publicado en 1946,  en su primer libro de poemas “Trigo del corazón”, mostrándonos su gran calidad poética, su sentido profético, su amor a esta tierra y su profundo conocimiento del paisaje almeriense desde el primer momento de su llegada a nuestra ciudad. 

CELIA VIÑAS OLIVELLA (Lérida, 1915-1954)
Un árbol

Un árbol
sobre mis huesos
Nada más. No. Nada más.
Silencio...
Si hay un árbol, sabrán todos
que debajo está mi cuerpo.
Los pájaros y los niños
y el mar que gime a lo lejos.
Todo lo demás olvido
hasta del hombre que quiero.
Gracias.
Enterradme en aquel cerro,
en aquel cerro desnudo,
desnudo y seco,
como yo, sí, como yo
orfandad de unos hijos que no espero.
Ay, mi corazón,
abuelo
de tus bosques, ciudad mía.
Si me muero -que me muero-
no me llevéis, no,
al cementerio
con los muertos.
¿Sabéis? Odio las manos cansadas
de los sepultureros.
Que me entierren cuatro niños
cantando un romance viejo.
Sí,
en aquel cerro
¿lo veis tras de mi ventana?
Todos mis sueños
pájaros en vuelo
sobre los pinos futuros
y ciertos
de tus bosques del mañana, mi Almería.
Si mi muerte te da un árbol, muero.
¡Qué dulce la muerte mía
sobre tus desnudos cerros!

                               (De Trigo del corazón, diciembre 1944)

     En él, Celia va tejiendo, verso a verso, los lazos ancestrales que existen entre los árboles y las mujeres; anhelando convertirse en savia porque sabe que el árbol, en esta tierra exhausta, representa la grandeza de la Naturaleza y el porvenir de sus habitantes. El árbol es la vida que de ella se nutre y que en ella crece. Es el santuario que late vida, en el cual quiere habitar en la muerte y formar parte de su memoria fotosintética, y del mañana de esta ciudad yerma a la que ama. Ella, que es sabia, sabe que un futuro con árboles es un futuro más feliz para todos los seres que moran en la ciudad.
      Y Celia Viñas dejó en su alumnado una huella, con su educación, en forma de árbol y poesía. En sus currículums dicen, ochenta años después: “Soy Manuel, cirujano jefe y alumno de Celia Viñas”. “Soy María, maestra y alumna de Celia Viñas”, y así todos en cualquier parte del mundo escriben poemas en forma de ramas, raíces y hojas, recordando sus clases al aire libre a la sombra de los árboles, bajo un retorcido pino o un naranjo en flor. Celia, la poeta, la maestra, la “madre”, la tierra, el amor, la paciencia, la ternura,… la mujer. Enraíza en los que la escuchan, en los que caminan junto a ella hasta la sombra de un árbol para aprender de ella, para dejar que germine en ellos la razón del ser y de la vida. Celia es como el árbol, el árbol de la vida.

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14 julio 2018

Author ImgMÀRIUS SERRA, en La Vanguardia 
De árboles y bosques

     A finales de junio, parece que haga siglos, asistí a una sesión explicativa para el vecindario del proyecto de reforma de los jardines de la masía de Can Fargas, en el paseo Maragall. Vivo tan cerca que paso cada día por ahí e incluso los pisé años atrás, cuando empezaban a organizar alguna visita guiada por Desideri Díez. Ahora Vila Marguerita, que es como en realidad se llamaba Can Fargas, ya es una escuela municipal de música, tras años de luchas vecinales para no dejarla en manos privadas que la querían ordeñar como una vaca pétrea con usos que la habrían desnaturalizado. La primera vez que participé activamente en una acción de protesta a pie de calle fue con los vecinos canfarguistas, que cada año cortaban la calle para organizar una feria reivindicativa, con música y parlamentos. Una vez que la rodeamos con una cadena humana me tocó delante del jardín y tuve tiempo para fijarme con más detenimiento. Era un verdadero bosque, espeso y sombrío, que contrastaba con el tráfico del dinámico paseo que tiene en uno de los tramos de su perímetro. En la reunión técnica con los vecinos, el arquitecto responsable de las obras de adaptación habló del valor que tenían los jardines. Me sorprendió la gran cantidad de especies que contiene y la lógica de jardín romántico que responde a su disposición, tan difícil de apreciar para un lego en la materia. Evidentemente, el paso del tiempo transformó la vegetación en masa forestal.
     Desde hace unas semanas, coincidiendo con los cambios constantes que se dan en la actualidad política catalana, los operarios de Parcs i Jardins arreglan el jardín según el plan que nos expusieron. Hacen de todo. Desbrozan, podan, abren paso, apuntalan los especímenes más altos y, en general, conjugan todos los verbos que comprende el paraguas de adaptar. De repente, los vecinos empezamos a pararnos cada vez que pasamos por ahí. Descubrimos rincones ignotos que la vegetación había ocultado durante años. Detalles de obra, como una fuente o unos peldaños, o bien plantas que ni sospechábamos que estuvieran ahí. Ya hace semanas que, cada mañana cuando paso por ahí, pienso que escribiré este artículo. Si lo hago hoy es por lo que oí en boca de un niño que iba con su madre hacia la escuela pública Torrent de Can Carabassa. Mama, le dijo, el bosque no nos dejaba ver los árboles. La madre empezó a corregirle, como para decir que había invertido los términos y que eran los árboles los que no, pero en ese punto se calló y sonrió. El niño acertó. Ahora que la incertidumbre de los cambios todo lo ocupa, muchos analistas sabiondos con madera de profeta nos repiten sus teorías y, si les replicamos, nos riñen diciendo que “los árboles no nos dejan ver el bosque”. Pero en ocasiones son los bosques los que no dejan ver los árboles. Y sin árboles no hay bosque.
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22 junio 2018

 
     En el suelo está el árbol. Hay algo contra natura en un árbol horizontal. Vencido. Los operarios colocan una máquina en el tocón del tronco recién cortado que lo rebaja aún más y lo astilla salpicando como de carne picada de árbol la acera. El niño lo mira espantado.
     Un hombre comienza a cortar en trozos el árbol caído con una sierra mecánica. El hombre le da miedo al niño. A sus ojos bien podría parecer un ser de pesadilla sacado de un videojuego arma en mano. Pero el niño, sin protección alguna, se suelta de la mano del padre y avanza con determinación hacia él. ¿Por qué le hace usted daño?, pregunta.
     El operario, que no se lo espera, desconecta la sierra y se queda mirando a los ojos del crío. El padre se acerca y agarra de nuevo la mano del niño. Se disculpa ante el operario y aprovecha para preguntarle qué están haciendo. El hombre responde que el árbol molestaba con su crecimiento demasiado cercano a los vecinos del primer y segundo piso del edificio ante el que estaba plantado. Que no se puede replantar porque habría que levantar la acera y luego volver a arreglarla y eso cuesta más dinero. Por último, el trabajador explica que plantarán otro en el saliente de la acera, más alejado de la fachada del edificio. En ese momento el niño, con lágrimas en los ojos, le grita: ¿y por un poco de dinero se mata a un árbol? ¿sólo porque moleste a alguien se le quita la vida a un ser vivo que no le ha hecho nada a nadie y nos mejora el aire y nos da sombra sin pedir nada a cambio?

     El trabajador, el padre y algunas personas que también llevan niños de la mano, tras haberles recogido a la salida del colegio, se paran mirando lo que ocurre, alertados por los gritos del niño que llora por el árbol. Durante unos segundos todo parece congelado. La sierra mecánica incrustada y quieta en el tronco derribado, como si lo hubiera estado mordiendo hasta ser pillada in fraganti. El trabajador algo absorto y con una rodilla en el suelo mirando al niño llorar. Una madre con una hija en cada mano se queda parada como si fuera la estatua de un parque junto al tocón envuelto en serrín. Otro trabajador mira por la ventanilla del camión que se llevará los restos del árbol, como en esas ocasiones en que nos quedamos con la mirada fija en nada y no podemos mover la cara hasta que pase algo. El árbol caído, indefenso como un niño solo que ha tropezado al cruzar la calle. El niño en pie, firme como un árbol que no sabe que también es madera, papel.
     El padre al fin tira del niño hacia el coche para llevarle a casa de su madre. Sólo entonces la normalidad continúa y la gente pasa. Para el niño, en cambio, el horror se ha consumado. Mientras entra en el coche y se sienta en su sillita infantil el crío no deja de bombardear con sus reproches al padre. ¿Qué mundo es éste en el que se mata a alguien porque molesta o porque cuesta dinero salvarle? El padre decide no responderle que sólo era un árbol y opta por abrazar al hijo que está aprendiendo a ser mayor, a su pesar.

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07 febrero 2018

JOSÉ Mª DE LEYVA VEGA
“El ardor de un superviviente”
fragmento de la revista La sabina blanca

      Hay un hecho curioso y sorprendente que pocos conocen. Las sabinas son diocas, esto es, hay ejemplares masculinos y femeninos, lo que significa que las sabinas hembras necesitan polinizarse con el polen de las sabinas macho. Esto sucede al final del invierno, pero para esas fechas no hay insectos polinizadores y por tanto es necesaria una estrategia que asegure la supervivencia de la especie, entonces es cuando se produce un insólito espectáculo.
      En las primeras horas de la mañana de los últimos días invernales, cuando ya el sol empieza a calentar tibiamente el paisaje, y recorre una suave brisa que apenas ondula las ramas más frágiles, de manera inesperada la sabina parece haber comenzado a arder; no se distinguen llamas -quizás de amor- pero la vieja sabina blanca súbitamente se envuelve en una espesa nube blanca; parece una humareda, pero ese fuego no es más que la semilla de la vida que se esparce con el viento.
     En cuestión de segundos, de golpe, la sabina macho abre todas sus flores liberando tal cantidad de polen que más de uno las ha visto “arder”. El ardor y la pasión parecen contagiarse de unas a otras en un movimiento entrópico. Aquí y allá se elevan nubes de polen como si estallasen en una orgía de humo. Este frenesí tan sólo dura unas horas. Al mediodía habrá acabado, y solamente se produce en señalados días a finales de febrero.
     Tanto desparrame de energía tiene su fin, y tras dos años de maduración se producen los frutos, que aún necesitarán se devorados por las aves para que sus semillas puedan germinar. Ahí comenzará un largo ciclo de crecimiento de un árbol que, como otros tantos, está amenazado por el cambio climático, pues se duda que, a pesar de su gran resistencia dado su lento crecimiento, pueda adaptarse a los cambios bruscos que parecen que se nos avecinan.
     Ojalá dentro de cien años a los niños de la sesma del sabinar no haya que contarles historias sobre el intenso perfume de los sabinares, porque cada año, fieles a su cita, habrá cientos de sabinas que inundarán de polen el monte con el fuego de la vida.

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14 enero 2018

JULIO LLAMAZARES (León, 1955)
Bodegón

     Vuelvo de Extremadura, la región más desconocida por los españoles y a la vez una de las más hermosas. El veranillo de San Martín, este año un auténtico verano, me ha permitido volver a comprobar lo dicho. En el campo de Trujillo la paleta de colores era tan espectacular que rozaba casi lo fabuloso y los aromas de las granadas, de los membrillos, de los madroños, de los majuetos y los endrinos silvestres, de las higueras ya despojadas de higos, al sol después de las últimas lluvias y vigilados de cerca por millones de pájaros e insectos, llenaba el aire de sensaciones haciéndolo casi carnal. Difícil no emocionarse ante la gama de verdes de las colinas (del verde oscuro de las encinas al verde plata de los olivos y al esmeralda de las hierbas nuevas, las que han brotado con el temporal de otoño) y con las pinceladas de amarillo y sangre de los árboles de ribera y de los huertos y los jardines de las casas de campo y los lagares, éstos con su cenefa de vides rojas y ocres entremezcladas ya de amarillo a punto de caer sus hojas, que salpican el verde general. Si la felicidad existe está en esos escenarios y en esos momentos únicos en los que la belleza del mundo se conjuga y nos da la mano para detenernos ante su consagración.
     Mientras las radios y las televisiones desgranaban las noticias de estos días, todas tan graves como para ensombrecer el ánimo pero tan pasajeras como sus protagonistas (basta que pasen unos pocos años), en un pequeño lugar del mundo el otoño hacía explotar su belleza, que es la misma belleza de hace siglos y milenios y la que seguirá explotando cuando ninguno de aquéllos esté ya aquí para poder verla y las noticias hablen de otras personas, que también pasarán después de creerse dioses. Porque el paisaje sobrevive al hombre. Y porque, contra lo que muchos piensan, lo verdaderamente duradero no es nuestra vida ni nuestras obras, sino ese color fugaz que el sol pinta al atardecer sobre una colina, ese mugido animal en la lejanía ya en sombra al anochecer, ese aroma a vino nuevo, a hierba húmeda, a humo de encina seca en la chimenea, que el viento lleva hacia el horizonte, ese bodegón frutal (granadas, membrillos, madroños rojos como la sangre, limones, todos dispuestos sobre la mesa humilde de la cocina) que es el mismo que han pintado a lo largo de la historia todos los grandes pintores y que seguirán pintando los que los sucedan. Las noticias, en cambio, hoy tan graves y sombrías, tan duraderas y tan solemnizadas, se habrán perdido en el tiempo, como sus protagonistas.

Foto de "tienesplaneshoy.blogspot.com
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