JOSÉ M. ALCAÑIZ y BERNABÉ MOYA
Árboles Sagrados
De Dharma Nº2
Quizá sea porque le recuerda su pasado
arbóreo, quizá porque los árboles le proveen de todo lo necesario
para la vida, quizá porque le hacen soñar con las alturas, la
especie humana siente una veneración especial hacia los árboles.
Hay quien dice incluso que, en el plano energético, el árbol es la
imagen especular del hombre. El árbol se ramifica hacia fuera y
produce oxígeno; el sistema respiratorio humano absorbe oxígeno y
se ramifica hacia adentro, con la tráquea como tronco, los bronquios
haciendo el papel de las ramas principales y dividiéndose en
infinidad de bronquiolos. Al tiempo, el sistema respiratorio humano
expele dióxido de carbono, que es el alimento del árbol.
Una
bonita imagen, sin duda, pero hay que ser prudentes a la hora de
dejar volar la imaginación. Seguramente, sólo estamos ante un
ejemplo de convergencia adaptativa: órganos que han de realizar la
misma función acaban teniendo el mismo diseño. Al fin y al cabo,
también nuestras redes de distribución de agua o de electricidad
siguen el mismo esquema. Estas analogías, que a nosotros todavía
nos conmueven, han tenido comprensiblemente un enorme impacto sobre
mentes más primitivas. Para los indios de las praderas
norteamericanas, el árbol era el eje del mundo; al fabricar sus
viviendas de piel, situaban en el centro un tronco de abeto o de
abedul, por encima del cual giraban las estrellas y por debajo las
actividades humanas. Los árboles participan en los tres niveles de
la existencia, el subterráneo, el terreno y el celeste; imposible no
pensar también en los tres niveles de la psique que señala Freud.
Los árboles han tenido un valor
crucial para la humanidad desde el mismo momento de su aparición
sobre la tierra. Incluso desde antes, dado que los primeros homínidos
proceden de simios arborícolas que a lo largo de millones de años
se adaptaron a vivir en el suelo. Quizá por eso, el Dios hebreo crea
los árboles de manera previa a cualquier animal, antes aún que el
Sol y la Luna. Después, el cristianismo acentúa este papel central
de los árboles. La historia bíblica de la redención bascula sobre
dos árboles: el de la fruta prohibida, origen del pecado, y la cruz
de Cristo, fuente de la salvación. El paso de los siglos ha
desvirtuado ambos símbolos hasta hacerlos casi irreconocibles. Es
lógico en el caso de la cruz, que sólo desde la elaboración
simbólica puede ser visto como un árbol. “Fiel cruz, árbol sobre
todos noble: ningún bosque ofrece algo similar en hojas, flores o
semillas”, dicen los oficios de Viernes Santo, pero es comprensible
que pocos fieles hayan reparado en ello.
En cambio, resulta
sorprendente el error generalizado sobre el árbol del Edén cuyo
fruto come Eva y hace comer a Adán, atrayendo con ello la ira divina
y su expulsión del Paraíso. La inmensa mayoría de las personas a
quienes preguntemos nos dirán que se trababa de un manzano, porque
así lo han representado los pintores a lo largo de la Historia del
Arte. Una simple lectura del Génesis demuestra, en cambio, que el
Libro no habla de ningún árbol conocido hasta que menciona la
higuera. Con sus hojas tapan Eva y Adán su desnudez, súbitamente
vergonzosa tras comer el fruto prohibido. Miguel Ángel, en los
frescos de la capilla Sixtina, es uno de los pocos artistas que no
representa el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal como un
manzano, y probablemente el único que lo pinta como una higuera. Una
brillante intuición: el árbol que causa la vergüenza proporciona
también los medios para ocultarla.

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La higuera bajo la que Buda recibió la iluminación
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Una higuera, aunque de especie
distinta, es el árbol bajo el que Sidharta se convierte en Buda, en
el lugar llamado Bodhagaya. No se trata de la higuera mediterránea,
Ficus carica, sino un pariente muy próximo, de hojas en forma de
corazón con la punta muy alargada. Conocido en su lugar de origen
como bodhi, Linneo lo bautizó Ficus religiosa en reconocimiento al
carácter sagrado que este árbol tenía y sigue teniendo en la
India. Buda medita a su sombra, protegido por sus ramas y hojas,
seguramente en el seno de las poderosas y extensas raíces que
recorren el suelo bajo su ser. Las raíces aéreas cuelgan de lo alto
de la copa, formando pilares que se funden con el entramado
radicular.
En el Islam no hay un árbol sagrado
como tal, aunque dos especies muy resistentes a la sequía tienen una
consideración especial, como cabe esperar de una religión nacida en
el desierto. Son la palmera y el olivo. En el centro del paraíso
musulmán brilla eternamente, sin fuego ni humo, la luz de un olivo
convertido en gigantesco candil de su propio aceite. En cuanto a la
palmera, ya en el siglo VII a.c. se escribía en la India sobre sus
hojas secas, que luego se cosían formando libros. Herodoto dejó
escrito que los griegos habían tomado de Asia Menor no solo el culto
y la cultura de la palmera sino también el alfabeto, que pasaría a
ser la matriz de las escrituras del mundo occidental. En el libro
sexto de la Odisea, Ulises cuenta que se detuvo largo tiempo ante la
palmera que crecía junto al altar del dios del Sol, pues en ningún
lugar de la Tierra había un tronco semejante. Al parecer fue aquí,
en el templo dedicado a Apolo en Delos, donde nació la costumbre de
entregar palmas a los vencedores, aunque sin duda presenta
influencias semitas. Teseo fue quien organizó los primeros juegos en
honor del dios, recompensando a los campeones con palmas del árbol
sagrado.
Entre los pueblos celtas, el árbol
sagrado era el roble, y de ellos procede la tradición de ornamentar
un árbol en Navidad. Como el roble pierde las hojas en invierno y
parece muerto, los celtas y otros pueblos centroeuropeos le
ofrendaban frutos y luces para que reviviera, y con él toda la
naturaleza. El cambio del roble al abeto procede de San Bonifacio, un
misionero inglés que evangelizó Alemania en el siglo VIII y que
derribó un inmenso roble consagrado a Thor para demostrar que no era
sagrado ni intangible. El abeto, con su hoja perenne, representaba
mejor la omnipresencia de Dios, cuya faz nunca se oscurece. Para los
pueblos situados más al norte, en la península escandinava, el
árbol sagrado era el fresno. Para los chinos, como cabe esperar de
un pueblo tan abundante y tan variado en lenguas y en creencias
religiosas, hay tres árboles sagrados. El bambú, el ciruelo y el
pino son los Tres Amigos, que representan respectivamente la
flexibilidad, la belleza y la verde lozanía. Son tres de las
cualidades que el taoísmo consideraba indispensables para vivir una
vida sana y longeva.
Encontramos ejemplos similares en
Sudamérica y en Oceanía; sería muy larga la enumeración porque,
con la excepción tal vez de los esquimales por razones obvias, cada
pueblo ha venerado el árbol que le ha resultado más útil.
Conforme avanza la mal llamada
civilización, la humanidad va trastocando el delicado equilibrio que
mantenía con el bosque. La relación simbiótica va derivando hacia
el parasitismo. Pero el hombre ni siquiera es un buen parásito.
Pocos parásitos matan a su víctima, porque morirían con ella al
quedarse privados de alimento. El hombre, en cambio,
“el
hombre de estas tierras que incendia los pinares
y su despojo
aguarda como botín de guerra
antaño hubo raído los negros
encinares,
talado los robustos robledos de la sierra”.
describe Antonio Machado con más
concisión y más fuerza que cualquier historiador. Y también, con
mayor precisión que cualquier científico, establece las
consecuencias de este comportamiento suicida:
“Hoy ve a sus pobres hijos huyendo
de sus lares;
la tempestad llevarse los limos de la tierra
por
los sagrados ríos hacia los anchos mares;
y en páramos malditos
trabaja, sufre y yerra”.
Raer los encinares. Hacía falta un
poeta para definir con tal exactitud lo que el hombre hizo con estos
árboles casi indestructibles, arrancando incluso las raíces que les
hubieran permitido rebrotar después de la tala a matarrasa. Una tal
rapiña tenía explicación en tiempos de hambruna; ahora continúa
por motivos mucho menos nobles. No contenta con haber exterminado la
vegetación originaria de la mayor parte de España –y de toda
Europa occidental en mucho mayor grado todavía– la ambición
humana se dirige ahora a los pocos supervivientes de la hecatombe. Y
sin ningún respeto por la edad, el simbolismo o la historia de
algunos ejemplares. Ya no hablamos de los árboles que han quedado
sumergidos bajo las aguas de un embalse o que han cedido el paso, y
la tierra que ocupaban, a una carretera o un polígono industrial. No
contamos los que han desaparecido víctimas de un incendio forestal,
en más de una ocasión provocado con intereses urbanísticos. Ni
siquiera aquellos que han quedado convertidos en vulgares tablones.
Nos referimos a los que están pereciendo por razones tan lamentables
como son la ostentación, el lujo y el esnobismo. La vanidad, en
suma.

Uno de los motivos más absurdos es el
que conduce a la tala de castaños multicentenarios en León, en
Asturias y en Galicia. El castaño proporciona una de las mejores
maderas para la construcción y ha sido usado ampliamente en estas y
otras regiones, pero normalmente dentro de explotaciones sostenibles.
Cada año se cortaba sólo los que alcanzaban una edad determinada y
se plantaba otros en su lugar. Y, sobre todo, se respetaba a los que
por alguna razón -normalmente la de estar destinados a la producción
de fruto- habían alcanzado dimensiones extraordinarias. Porque,
además, su madera carcomida ya no podía servir más que para mala
leña. Ahora, la insaciable vanidad humana ha encontrado un uso más
rentable para una pequeña parte de estos colosos. Igual que el
hombre mata tiburones para aprovechar sólo las aletas, o
rinocerontes para usar únicamente el cuerno, arranca estos árboles
sólo para obtener una pocas rodajas de raíz, usadas para adornar
los salpicaderos de coches de alta gama. Que, además, a los pocos
años van a parar al desguace.
Peor, incluso, es lo que está
ocurriendo con los olivos de la costa mediterránea. Peor porque, con
una de las perversiones del lenguaje propias de la sociedad de
consumo, no se habla de tala, ni siquiera de arranque. Los que se
benefician de este tráfico lo denominan recuperación. Bajo este
paraguas tan ecológico, en los últimos veinte años han desparecido
centenares de ejemplares que superaban los mil años de vida. Así
como en otras especies se aplica con demasiada alegría el adjetivo
centenario, en el caso de los olivos podemos hablar con toda
seguridad de individuos milenarios. Algunos se acercan a los dos
milenios; son árboles, por tanto, plantados por los romanos, con
frecuencia a la vera de la Vía Augusta. En algún caso podría
tratarse incluso de supervivientes de la época fenicia, porque el
olivo es un árbol prácticamente inmortal si no hay una excavadora
de por medio. Cuando el tronco principal está exhausto y troceado
por las tempestades, la ancha cepa de la que brota se yergue de
nuevos brotes que son, con toda propiedad, el mismo árbol.
¿Será por dinero?
Pues bien,
la inmensa mayoría de estos olivos, los seres vivos más viejos de
Europa, ya no están donde nacieron, sino en chalés de muchos
millones, en la fachada de empresas de postín, en parques temáticos,
en rotondas… o muertos. Muchos de los que siguen vivos en estos
lugares exóticos para ellos morirán también en los próximos años,
cuando agoten las reservas que les permiten resistir incluso un
quinquenio. Será una larga agonía mientras intentan a la
desesperada rehacer un sistema radicular que ha sido prácticamente
eliminado durante un proceso que sólo con enorme imaginación
podríamos calificar de trasplante. Porque a estos venerables
ancianos se les trata con la misma delicadeza que si operáramos un
cerebro humano con unas tijeras de podar. Sus raíces pueden alcanzar
un radio de 20 o más metros, pero son seccionadas a ras de tronco
mediante una pala excavadora. Como se le va a dejar sin raíces que
extraigan agua del suelo, previamente se le ha privado también de
hojas que la evaporen. El resultado es un muñón sin ramas ni
raíces, que una grúa coloca sobre un camión camino de La Junquera,
y que tiene unas reducidísimas esperanzas de vida. Desde luego, no
tiene ninguna de recuperar su porte original: bastante hará con
sobrevivir unos cuantos años, mientras libra una batalla perdida de
antemano con legiones de insectos y oleadas de hongos que se
aprovechan de su debilidad.
Detrás de todo, además, hay una
estafa flagrante al propietario del árbol. El agricultor recibe,
como mucho, dos o tres mil euros por el olivo, mientras que el
intermediario se embolsa varias decenas de miles sin más gasto que
el de la excavadora, la grúa y el tráiler. Y aun así, para el
agricultor no es mal negocio. Aparte de cobrar por librarse de un
árbol complicado de trabajar, plantará cuatro en su lugar y en
pocos años obtendrá la misma cantidad de aceite. Incluso más, si
tenemos en cuenta que no plantará la misma variedad sino nuevos
híbridos más productivos, aunque de menor calidad. Pero el colmo
estriba en que, además, recibirá más fondos públicos en concepto
de subvención que antes, porque la Unión Europea paga las ayudas al
olivar en función del número de árboles, no de la producción.
Podemos concluir sin faltar a la verdad que los poderes públicos no
sólo no están haciendo nada para impedir este expolio del
patrimonio arbóreo, sino que lo están incentivando.
Este
saqueo de árboles, hábitats y culturas también afecta de forma
singular a las palmeras de todo el mundo. La palmera es un símbolo
de larga tradición. Y late con tanta fuerza que le ha llevado a
adueñarse del imaginario colectivo de los países más
septentrionales, en los que palpita la añoranza por el cálido sur.
Pocas plantas tienen en la actualidad una imagen tan publicitaria,
asociada a paraísos, vacaciones y éxito personal.
La
palmera simboliza el triunfo de la luz; quien haya estado alguna vez
en un palmeral un día soleado comprenderá al instante la estrecha
relación que existe entre ellas y la luz. Al entrar se produce un
deslumbramiento y es difícil no soñar con el Nilo o el Ganges. O,
para los menos místicos, con un utópico mundo tropical. Es fácil
dejarse cegar por la victoriosa luz. Esta ceguera ha llevado a que
palmeras de todo el mundo sean arrancadas de cuajo, sin importar su
zona de origen, tamaño o variedad, causando la destrucción de sus
ecosistemas y de la cultura nativa. Vienen a nuestros países a
decorar edificios emblemáticos, exposiciones universales o cualquier
calle banal. Pero, con ellas ha llegado además toda una amplia y
variada serie de nuevas plagas y enfermedades, también lejanas,
desconocidas y exóticas, que hoy amenazan la supervivencia de las
palmeras de este Mediterráneo global.
Quizá también este
movimiento de personas y cosas está en la base de la plaga,
aparentemente natural, que está acabando con los olmos. Una
enfermedad llamada grafiosis ha dejado sin olmos
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Constable: “este paisaje me ha convertido en pintor.” |
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centenarios España
y toda las regiones europeas donde crecían. Muy especialmente
Inglaterra: aquellos paisajes que Constable o Turner dejaron para la
historia de la pintura son ya hoy historia de la botánica. En este
caso, poco puede hacer el hombre como no sea investigar y tener
confianza en que aparezcan variedades resistentes, como sucedió en
el siglo XIX cuando otra plaga, la tinta, amenazó con dejarnos sin
castaños.
La combinación entre las causas naturales y la
acción del hombre vuelve a ser la responsable de que los tejos estén
desapareciendo. El tejo es un árbol, si no estrictamente sagrado, sí
cargado de magia y de simbolismo. Ya los sacerdotes de Eleusis se
coronaban con ramas de mirto y de tejo. Árbol de la Muerte lo
llamaron los griegos y latinos; Ovidio y Lucano representan el camino
del infierno bordeado de tejos. En Roma y en honor de la diosa
Hécate, reina de los infiernos, se sacrificaban toros negros con
guirnaldas elaboradas con ramas de tejo, para que las ánimas
pudieran lamer la sangre que derramaban. En los países anglosajones,
es el árbol de los cementerios. Tiene su lógica esta vinculación
con la muerte, bien alejada de la aspiración a la vida eterna que
invocan los cipreses mediterráneos con su crecimiento vertical hacia
el cielo. Todas y cada una de las partes de un tejo son altamente
tóxicas, incluso mortales. Todas excepto la única que lo parece, la
carne escarlata que envuelve las semillas.
Los tejos
necesitan ambientes húmedos, de manera que el cambio climático está
reduciendo
drásticamente los lugares donde pueden vivir con
dignidad. Los registros paleobotánicos parecen marcar con claridad
cómo desde que se puso en marcha el sometimiento de la naturaleza
por parte del hombre, a través del fuego, se inicia el declive de la
especie. Tampoco hay que olvidar la utilización de su madera desde
tiempos neolíticos para elaborar utensilios. Ni que los mejores
arcos hayan sido los de tejo: conocida la afición de los humanos por
matarse entre sí, ésta ha sido una causa no despreciable de
exterminio de los tejos. No parece pues que este árbol guste de los
sitios elevados y escarpados, los únicos donde crece en la
actualidad de forma silvestre. Antaño fue mucho más común en toda
España y en Europa, pero poco a poco hemos destruido su hábitat de
tal forma que sus actuales refugios han sido aquellos a los que el
fuego, la mano del hombre o el diente del ganado no han podido
llegar.
Un respeto
¿Qué podemos hacer por estos
ancianos? Como mínimo, no perjudicarlos todavía más. Es fácil,
incluso inevitable, dejarse llevar por un sentimiento fraternal, que
cubra a la vez nuestra necesidad de energía, paz y armonía con el
entorno natural. O quedar deslumbrados ante la demostración de
supervivencia, grandiosidad y fuerza protectora de uno de estos
árboles, sintiendo el irreprimible deseo de abrazarnos a ellos y
fundirnos con una sabiduría universal que nos libere y reconforte.
Pero, a pesar de su aparente solidez, son criaturas frágiles. En su
gran mayoría necesitan de cuidados y atenciones especializadas que
no reciben. Muy pocos tienen la ley de su parte. En realidad, se
encuentran inermes ante nuestra capacidad de sobrepasarlo todo. Ni
siquiera pueden acudir a los juzgados, esconderse o correr para
salvar la vida.
Por eso, a la hora de realizar una visita a
cualquiera de estos sagrados árboles debemos tomar algunas
precauciones. Hay que evitar subirse al tronco y a las ramas,
pisotear la base o peana y las raíces, ya que estas acciones
-periódicamente repetidas, puesto que no somos sus únicos
visitantes- les ocasionan daños muy graves y difícilmente
reparables. Hay que evitar coger del árbol frutos, hojas, ramillas o
tierra vegetal. Por supuesto, marcar la corteza es dañar su sistema
vital, su corazón y sus venas, que en el caso de los árboles
permanecen a flor de piel. Conviene dejar los vehículos motorizados
lo más lejos posible. Hay que acercase a ellos paseando, respirando,
integrándonos poco a poco en su ambiente. Este proceder, además,
nos evitará tensiones como buscar un lugar donde aparcar, girar
donde apenas hay sitio para ello o tener que cruzarnos con otro
vehículo al borde del despeñadero.
Respetemos las
distancias, como hacemos con una obra de arte. De otra forma,
alteraremos el equilibrio no sólo del árbol, sino de los miles de
seres que viven en él, de él y para él. Porque un árbol
centenario, más que una individualidad imponente, es una sociedad de
insectos y de arañas, de algas y de hongos, de musgos y de líquenes,
de helechos y enredaderas, de aves, reptiles y mamíferos que lo
trepan, lo perforan, lo habitan, lo devoran, lo abonan, lo recorren y
lo llenan de sonidos, de flores, de tactos y de perfumes.
Si
un árbol puede ser un generoso maestro, un guía sabio, la conducta
apropiada con él no es tomarlo al asalto. Es preferible plantar
nuestro propio maestro y crecer con él. Abracémonos... a la
vida.
Para más información:
Bernabé Moya, José Moya
y José Plumed, Árboles monumentales de España.
Bernabé Moya,
Pascual Mercé y otros, Olivos de Castellón: Paisaje y
Cultura.
Ignacio Abella, La magia de los árboles.
Mircea
Eliade, Tratado de historia de las religiones.
Roger Cook, El
árbol de la vida.
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