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7/15/2023

Hanasaka Jīsan: El anciano que hizo brotar las flores
Texto de Richard Medhurst. Ilustraciones de Stuart Ayre.

Un cachorro abandonado

Hace mucho, mucho tiempo, un anciano honrado caminaba por la nieve un día de invierno cuando encontró un cachorro blanco abandonado en su camino. “Pobre criatura”, murmuró, y metió al perro bajo su manto para llevarlo a casa. Su mujer también se alegró de ver al cachorro. Decidieron llamarlo Shiro, y lo cuidaron como a su propio hijo.
     Un día, mientras el anciano estaba labrando su campo, Shiro empezó a ladrar con más entusiasmo que de costumbre. El perro corrió en círculos, olfateando y hurgando el suelo. El anciano se secó el sudor de la frente y se acercó al entusiasta animal, que parecía instarle a cavar. Comenzó a golpear la tierra con su azada, y al poco tiempo chocó contra algo duro. Para su asombro, desenterró decenas de monedas de oro.

     Sin embargo, el anciano tenía un vecino codicioso que se llenó de envidia ante la noticia de estas milagrosas riquezas. Insistió en pedirle prestado Shiro para que buscara el tesoro en su propio campo. El hombre arrastró el pobre perro durante horas. Cuando Shiro dejó de moverse por cansancio, el vecino creyó que era allí donde se podían encontrar las riquezas, y comenzó a cavar. Pero en lugar de oro, descubrió una masa retorcida de serpientes, ciempiés y estiércol de vaca. En un arrebato, golpeó a Shiro con su azada y lo mató. 

Un árbol extraordinario

     El honrado anciano y la mujer enterraron a Shiro en un rincón de su campo, con los ojos llenos de lágrimas. Luego pusieron un plantón de pino en la tierra, en memoria de su compañero. Mientras permanecían en silencio, el tronco del plantón comenzó a engrosar frente a ellos y sus ramas crecieron en todas las direcciones mientras se elevaba hacia el cielo. En poco tiempo se había convertido en un árbol bien crecido.
     La pareja se quedó muda durante unos instantes, asombrada. Entonces, el anciano habló: “Esto debe ser obra de Shiro. Haré un mortero de este árbol como recuerdo de nuestro perro”. Así, talló un gran mortero para hacer pasteles de arroz mochi. Sin embargo, en cuanto lo llenó de arroz glutinoso y comenzó a golpearlo con su mazo, descubrió que el arroz se transformaba en montones de monedas de oro.
     El vecino se puso cada vez más celoso al oír esta noticia y exigió que le prestaran el mortero. Se lo llevó a su casa, donde se puso a hacer mochi, tal y como había hecho el honrado anciano. Sin embargo, un olor nauseabundo llenó la habitación y descubrió que el arroz se había convertido en carne y pescado podridos. El furioso vecino cortó el mortero en trozos y lo quemó hasta que no quedaron más que cenizas. 

De las cenizas a las flores

     Cuando el hombre honrado fue a recuperar su mortero, se sorprendió al ver que ahora solo había cenizas. Aun así, pensando que no podía hacer nada al respecto, recogió las cenizas en un cesto y se las llevó a casa. “Esto es todo lo que nos queda del árbol de Shiro”, le dijo a su mujer. Entonces, decidió esparcir las cenizas sobre la tumba del perro.
     Mientras se dirigía a la tumba, una gran ráfaga de viento levantó las cenizas y las esparció en todas direcciones. Algunas cayeron en los ciruelos y cerezos del anciano, y dondequiera que cayeron, brotaron flores de las ramas desnudas e invernales. “Esto es obra de Shiro”, dijo, y comenzó a esparcir las cenizas alrededor del resto de los árboles. “¡Venid, flores! Os pido que florezcáis”, gritó.

     En ese momento, el señor del dominio pasaba con su séquito de criados. “¡Qué maravilla!”, dijo, mientras admiraba los árboles brillantes con flores fuera de temporada. Apenas podía creer lo que contemplaban sus ojos cuando vio al anciano en el centro, que seguía haciendo brotar nuevas flores. “¡Es ese viejo!”, dijo, “El hanasaka jīsan. El hombre que hace brotar las flores. Procurad que sea bien recompensado”. Un criado se apresuró a obedecer la orden.
     El vecino se puso aún más celoso ante este giro de los acontecimientos. Recogió todas las cenizas que pudo y las arrojó a sus árboles. “Vosotros podéis florecer si ellos pueden”, gritó. Pero las cenizas se quedaron en cenizas, y lo que es peor, el viento las levantó y las dejó caer sobre el señor y sus criados. El señor estaba tan enfadado que el vecino apenas escapó con vida.

Tomado de Cuentos de hadas japoneses 
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7/19/2020

Una historia tradicional india

EL BANIANO
Una historia tradicional de India

     En algún lugar de India, en un gran bosque, había un gran baniano que era el hogar de muchas criaturas. En las raíces del árbol vivía una familia de ratones. Los escarabajos trepaban por el tronco. En las ramas vivía una manada de monos que se balanceaban de rama en rama. Algunas aves vivían en lo alto entre las ramas superiores. Unas abejas vivían en un agujero en el tronco que les encantaba probar las dulces flores que crecían entre las hojas.
      Un día un hombre entró en el bosque. Era leñador. Llevaba un hacha. Estaba buscando un árbol grande para cortar. Vagó por ese enorme bosque hasta que llegó al baniano. "¡Qué árbol tan grande!" exclamó." “Puedo cortar este árbol y vender la madera. Entonces ganaré mucho dinero por mí mismo". El hombre se arremangó y se preparó para cortar el árbol.
      Cuando los animales vieron que el hombre se preparaba para cortar el árbol, se asustaron mucho. Cuatro ratoncitos salieron a hablar con el leñador. "Por favor, no tale nuestro árbol", decían. “Este árbol es nuestro hogar. Vivimos en las raíces ". El hombre miró a los ratones y rió. "Iros y buscad otro hogar", gritó. "¡Este árbol es mío!" Luego, algunos escarabajos se arrastraron por el tronco para hablar con el leñador. "Por favor, no tale nuestro árbol", decían, “El árbol es nuestro hogar. Vivimos en el tronco". El hombre miró a los escarabajos y rió.
      Después las abejas salieron volando del agujero en el tronco para hablar con el leñador. "Por favor, no talen nuestro árbol", zumbaron. “El árbol es nuestro hogar. Vivimos en un agujero del tronco. El hombre miró a las abejas y rió. "Id y buscad otro hogar", gritó. "¡Este árbol es mío!" Después de eso, dos monos bajaron rápidamente de las ramas para hablar con el leñador. "Por favor, no talen nuestro árbol", gritaban. “El árbol es nuestro hogar. Vivimos entre las ramas ". El hombre miró a los monos y rió.
      Finalmente, los pájaros volaron rápidamente desde las ramas para hablar con el leñador. "Por favor, no talen nuestro árbol", piaron. “El árbol es nuestro hogar. Vivimos en lo alto entre las ramas ". El hombre miró a los pájaros. No se rio esta vez. Esta vez su rostro enrojeció: "Iros todos AHORA MISMO", gritó. “Iros y buscad otro hogar. ¡Este árbol es mío!" Y comenzó a perseguir a las criaturas con su hacha.
      Los animales se mostraron realmente enojados. Los ratones salieron corriendo y mordieron los dedos del leñador. "¡Ay! "Gritó el leñador ... ¡Alto!" Las abejas zumbaron alrededor de su cabeza y le picaron la cara. Los escarabajos recorrieron su cuerpo y le mordieron los brazos. Los pájaros volaron alrededor de su cabeza y le tiraron del pelo. Los monos le apedrearon. El leñador dejó caer su hacha y salió corriendo tan rápido como sus piernas pudieron. Todas las criaturas vitorearon la huida del leñador. Habían salvado su hermosa casa. Todos juntos vivieron felices en el árbol-higuera el resto de sus vidas. El leñador nunca volvió a por su hacha.

---Fin---

10/27/2016


EL PERAL MÁGICO

Cuento de los sabios taoístas, de Pascal Fauliot
 
Era el puesto de fruta más bello del mercado. Enormes pirámides de manzanas, peras, albaricoques, membrillos... perfumaban el aire y brillaban al sol. Los precios también estaban a la altura de los productos para beneficio del gran comerciante que, con suavidad, los ofrecía detrás de su balanza ligeramente alterada, al igual que los comerciantes de moda de aquella época. Un haraposo mendigo, que llevaba una gorra de viejo taoísta, se detuvo ante tan agradable espectáculo. Rogando le pidió una pera. 
¡De ninguna manera! -dijo el comerciante-, mendigos como tú los hay a docenas. Si le doy a uno, los otros vendrán como moscas y voy a tener que cerrar la tienda.
¿Y una fruta dañada? -le rogó el vagabundo- no he comido durante días.
El comerciante salió de detrás del mostrador y le dijo: -¡Lárgate antes de que pierda la paciencia!
Pero un buen guardi de servicio en la plaza, intervino y compró una pera ofreciéndosela al desafortunado vagabundo. Éste esbozó una amplia sonrisa y haciéndole señas le dijo que le siguiera:
- Venga, voy a darle las gracias, yo también le ofreceré peras, a usted y a todos los de su regimiento!
- Pero, viejo loco ¿qué me cuentas? ¿Cómo podrías pagarlas?
- ¡No hay necesidad de pagar. Las recogeré de un árbol!
- Pero... ¿dónde está el árbol?
- ¡Aquí está! El mendigo se refirió a la fruta que tenía en su mano. La mordió y sacó un pepita.
- ¡Aquí está, sólo hay que sembrarla. Tráeme una pala y un poco de agua caliente y lo verás fructificar antes del atardecer!
El guardia llamó a algunos amigos que pasaban por allí, e hizo que repitiera sus palabras de viejo tonto. En la algarabía general prometió al mendigo que le daría lo que quisiera. Un guardia regresó con una pala, otro con un hervidor de agua y una multitud de espectadores le siguieron para ver lo absurdo de la historia.
El vagabundo se detuvo en el centro de la plaza, cavó un hoyo, enterró la semilla y la regó con agua hirviendo. Inmediatamente, ante esa multitud con la boca abierta, una planta salió de la tierra y comenzó a crecer visiblemente. Se formó un tronco y después unas ramas que se cubrieron de hojas y flores. Las flores se abrieron y salieron decenas de peras, henchidas, tan radiantes y fragantes como las del avaro mercader. Éste, empujando, también se mezcló con la multitud, con la esperanza de beneficiarse del reparto general que el mendigo hacía con las peras de su árbol. ¡No hay beneficio pequeño!, pensaba.
Por otra parte, nuestro comerciante se arrepintió de no haber sido amable con el extraño vagabundo que seguro tendría más de as escondido en la manga o debajo de su raída gorra taoísta. Pensó que, tal vez, no era demasiado tarde para invitarle a su mesa para obtener algún jugoso y secreto beneficio.
El mendigo, después de distribuir todos los frutos, pidió un hacha. Se la trajeron y todos esperaron a ver qué hacía. Cortó el peral por la base y, con paso tranquilo, abandonó la plaza, arrastrando el árbol tras él. Cruzó la puerta del oeste y desapareció por el camino entre una nube de polvo que borraba las huellas de sus pasos.
El comerciante no intentó alcanzarle. Volvió a su tienda con las manos vacías, sin conseguir ninguna pera. Encontró a su empleado llorando que le explicó que la pirámide de peras había desaparecido del estante de forma misteriosa. ¡De aquí es de donde provenían las deliciosas peras que el maldito taoísta tan generosamente había distribuido!
Todo lo demás era una ilusión. El tacaño comerciante cogió una ictericia. 

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6/13/2013

RABINDRANATH TAGORE (Calcuta, 1861-1941)
La higuera


Higuera que te yergues como un gigante desmelenado junto al estanque, ¿te olvidaste del niño, como olvidaste los pájaros que anidaban en tus ramas y ya se fueron? ¿No te acuerdas de él, de cuando se sentaba en la ventana y admiraba tus retorcidas raíces que se hundían en el suelo? Las mujeres vienen a llenar sus cántaros en el estanque y tu enorme sombra negra se mueve en la superficie del agua como el sueño se debate en el momento del despertar.
Los rayos del sol bailan sobre el agua rizada, como minúsculas lanzaderas que tejieran sin parar una tela de oro.
Por entre la hierba de la orilla nadan dos patos, y el niño se sienta, pensativo e inmóvil, para contemplar sus sombras en el agua.
¡Cómo le gustaría ser el viento para silbar por entre tus susurrantes ramas, ser tu sombra para tenderse sobre el agua con el día que declina, ser un pájaro para posarse en tu rama más alta; cómo le gustaría flotar, como esos patos, entre las hierbas y las sombras!

---FIN---

9/07/2012

EL PEQUEÑO PLÁTANO
Cuento de China

     El señor Wang era muy viejo. Sin embargo, se pasaba día trabajando, porque era muy pobre. Con enorme esfuerzo plantó plátanos a lo largo de la orilla del río. Los árboles crecieron pronto, pero una riada se los llevó a todos. El viejo Wang lloró su mala suerte.
     —Eso es lo que te pasa por ponerte a cultivar a orillas de un río —se burlaron de él sus amigos—. ¿A quién se le ocurre hacer una cosa así? Ahora tendrás que esperar hasta la próxima cosecha.
     Sin embargo, a las tres semanas retoñó uno de sus plataneros. El viejo Wang lo mimó cuanto pudo. Dormía a su lado y espantaba a cuantas moscas querían posarse en él. De esta forma, el platanero creció frondoso.
     «¡Ojala dé mucho fruto! —se decía, esperanzado—. Si no, tendré que ponerme a mendigar.»
     Pero el árbol sólo dio un plátano. Eso sí: Era tan gordo que ni un hombre podría abarcarlo con sus brazos. Un día, cuando ya estaba maduro, llegó volando un pavo real. Era hermosísimo y se posó al lado del plátano. Lo picó tres veces y se abrió como si fuera una flor.

     —¡Cielo santo! —exclamó el viejo—. ¿Estoy soñando o es verdad lo que veo?
     Del plátano salió un niño. Su piel era muy blanca y vestía de amarillo. Al ver al viejo Wang, le abrazó con ternura y dijo:
     —¡Papá, papá! ¡Tenía tantas ganas de salir a verte!
     Después, fijándose en su chepa, le preguntó llorando:
     —¿Qué es lo que tienes en la espalda? ¿Por qué no caminas recto como todo el mundo?
     El viejo Wang se echó a reír y contestó:
     —Mi pequeño plátano, a los hombres el trabajo se nos acumula en la espalda. Arrancamos frutos a la tierra, pero cada uno de ellos nos roba un poco de nuestros cuerpos.
     —No me gusta verte así —replicó el pequeño plátano—. Yo trabajaré para ti y tu espalda volverá a ser recta.
     Sin embargo, el tiempo pasó y la chepa del viejo Wang no se enderezó.
     «Tiene que haber algún remedio —se dijo el pequeño plátano—. Saldré a buscar una medicina para su mal y no regresaré hasta que no la haya encontrado.»
     Así llegó a un bosque impenetrable. En su centro había un lago hermosísimo. En él se estaba lavando la cabeza un hada muy bella.
     —¿Qué es lo que quieres? —preguntó, al verle—. Si tus intenciones no hubieran sido buenas, jamás hubieras podido entrar en este bosque.
     —Mi padre tiene una chepa horrible de tanto trabajar y quiero curarle —respondió el pequeño plátano.
     —Vete al oriente. Allí hay una cueva que guarda un pequeño jarrito de leche. Dáselo a beber a tu padre, porque puede curar todas las enfermedades.
     Así lo hizo el pequeño plátano: llegó al oriente y encontró la cueva con el jarrito de leche. Pero, al regresar a la aldea, se encontró con un pastor tumbado en el suelo. Estaba llorando y se retorcía como una culebra.
     —¿Qué te pasa? —le preguntó el pequeño plátano—. ¿Por qué lloras de esa forma?
     —Estaba cuidando las vacas —respondió el pastor—, cuando dos de ellas empezaron a pelearse. Se engancharon por los cuernos y, al ir a separarlas, una de ellas me atacó y me partió una pierna.
     —No te preocupes —dijo, conmovido, el pequeño plátano—. Toma esta leche y te pondrás bien.
     En efecto, el pastor la bebió; y se marchó saltando como un arroyo. El pequeño plátano tuvo que regresar al bosque del hada. Estaba sentada sobre una piedra secándose los cabellos.
     —¿Ya está bien tu padre? —preguntó, al verle—. Una chepa es algo que afea mucho.
     —No —respondió el pequeño plátano—. Me encontré con un pastor que tenía la pierna rota y le di a él la leche.
     —No importa —volvió a decir el hada—. En una roca de ágata de las montañas del occidente hay una seta roja. Dásela a comer a tu padre. También ella tiene el poder de curar todas las enfermedades.
     El pequeño plátano fue a las montañas del occidente y, en efecto, encontró una seta roja sobre una roca de ágata. Sin embargo, al regresar junto a su padre, se topó con un leñador. Tenía las costillas rotas y lloraba como si fuera un niño.
     —¿Qué te ocurre? —preguntó el pequeño plátano—. ¿No eres ya muy mayor para llorar de esa forma?
     —Sí, pero es que no puedo remediarlo —respondió el leñador—. Mientras cortaba leña, me cayó un árbol encima y apenas si puedo respirar.
     —No importa —dijo el pequeño plátano—. Toma esta seta y trágatela entera.
     El leñador se sintió tan bien que en seguida tomó el hacha y reanudó su trabajo. De nuevo volvió el pequeño plátano al bosque del hada. Esta vez estaba adornándose los cabellos con flores.
     —Ya sé lo que te ha sucedido —dijo, al verle—. Te has encontrado con alguien enfermo y le has dado la seta roja.
     —Así es —contestó el pequeño plátano—. Un leñador se partió todas las costillas y me dio lástima. Ahora mi padre no podrá enderezar su chepa.
     —No te preocupes —le consoló el hada—. Aún hay esperanza. En los mares australes hay una ostra que encierra una gran perla. Házsela tragar a tu padre, porque también ella, como el jarrito de leche y la seta roja, puede devolver la salud a cualquier enfermo.
     El pequeño plátano viajó hasta los mares australes y, tras no pocas dificultades, se hizo con la perla. Pero, cerca ya de su aldea,...halló a una mujer tumbada en el suelo y a un niño llorando a su lado.
     —Es mi madre —dijo el niño—. Se ha quemado todo el cuerpo. Estaba cocinando, cuando de pronto se le cayó encima un pote de agua hirviendo.
     —No llores más —dijo el pequeño plátano—. Con esto se curará.
     Y, en efecto, al tragar la perla recobró el conocimiento y desaparecieron todas sus quemaduras. Entonces la mujer metió la mano en una bolsa que llevaba y sacó un hermoso pavo real.
     —Acéptalo como prueba de mi agradecimiento —le suplicó la mujer y se marchó camino adelante.
      El pequeño plátano fue otra vez en busca del hada, pero no pudo encontrarla. Llorando, se dirigió a la casa de su padre.
     —No estés triste —le consoló el viejo Wang—. Una chepa no es tan horrorosa como piensas. Lo que hace repulsivos a los hombres es la maldad.
     —Sí —respondió el pequeño plátano—, pero tres veces tuve en mis manos el remedio y otras tantas lo regalé. Lo único que he conseguido, a la postre, ha sido este pavo real.
     —¿Y no estás contento? —volvió a decir el viejo Wang—. Los pavos reales son hermosos animales. Especialmente cuando abren su cola.
     Como si hubiera entendido sus palabras, el pavo extendió la cola. Era hermosísima. El pequeño plátano descubrió en ella la sonrisa del hada.
     —Has sido un buen muchacho —dijo sin dejar de sonreír—. Tienes un corazón tan tierno que, en verdad, mereces que tu padre sea curado.
     Entonces el pavo real comenzó a picar la chepa del viejo Wang. Su dolor era tan fuerte que se revolcó por el suelo, como los caballos. Sin embargo, al cabo de nueve segundos su chepa había desaparecido.
     — ¡Es asombroso! —repetía el viejo Wang—. Esto se lo debo a tu cariño.
     El pequeño plátano dio las gracias al hada, tocando tres veces el suelo con la frente. El pavo real se remontó entonces por encima de las nubes y desapareció para siempre.
---Fin---

7/24/2012

EL CASTAÑO
Cuento japonés

     En el tiempo en que los príncipes gobernaban las tierras del Japón, había un pobre pescador llamado Saburo que vivía en una aldea junto a la playa con su mujer, Hana, y su preciosa hijita, Aiko. La casa de Saburo era sencilla y humilde -dañada por muchos años de sol y de lluvia- y dentro prácticamente no tenían nada. Los tablones de madera de las paredes no estaban bien clavadas y en las noches de viento era como si toda la casa y la familia que en ella se refugiaba temblaran.
     En la temporada de pesca, Hana se levantaba pronto para preparar albóndigas de arroz para Saburo, quien se adentraba en la bahía con la barca y se quedaba allí hasta la tarde echando las redes para pescar. Hana y Aiko esperaban intranquilas a que él regresara. De vez en cuando, si Saburo había pescado una pieza grande, Hana preparaba una espesa sopa con trozos de pescado de verdad en vez del caldo aguado que comían todos los días, y también le hacía pastelillos de arroz a Aiko. Para la niña, aquellas comidas tan especiales junto a sus padres eran los mejores momentos. Quería a sus padres con locura.
     Pasaron los años y Aiko se convirtió en una joven muy hermosa, tan delicada que los vecinos no podían evitar hacer comentarios. Un día, durante la temporada de pesca, Saburo salió con la barca como siempre. El cielo estaba cubierto por unas nubes oscuras y amenazadoras. Como el día se oscurecía cada vez más y Saburo no volvía, Hana y Aiko se preocuparon. El viento no paró de soplar en toda la noche, pero Saburo tampoco volvió. Hasta la mañana siguiente Hana y Aiko no supieron que Saburo se había ahogado. Un gran barco había chocado contra su barca y ésta se había hundido. Aquel día, la vida de las dos mujeres cambió para siempre. Los vecinos las ayudaron a sobrellevar su dolor tras la muerte de Saburo, y les llevaban pequeñas bandejas con comida y cuencos llenos de arroz, porque eran buenas personas y sabían que la mala suerte puede tocarle a cualquiera. Pero es difícil ser generoso cuando se es pobre y no se tiene casi nada para repartir.
     Cuando se les acabaron los ahorros, Aiko no pudo soportar ver a su madre languidecer de hambre. «Iré a la ciudad a buscar trabajo», anunció. A pesar de las protestas de su madre, Aiko caminó una hora hasta la ciudad más cercana, Uchimira. Llamó a muchas puertas ofreciéndose como sirvienta, pero la mayoría de las casas ya tenían servicio. Al final, llegó a una casa muy rica, en la que se colocó como criada. El trabajo era duro y no se terminaba nunca, y las manos de Aiko se estropearon de tanto limpiar y fregar, cargar leña y barrer suelos. Muchas veces, mientras hacía sus tareas, se le cerraban los ojos de cansancio. Y como prefería volver todos los días a su casa andando que quedarse a dormir en la casa de la señora, como hacían las demás criadas, cada vez se sentía más agotada. A medio camino entre el pueblo y la ciudad, Aiko se paraba a descansar bajo un enorme castaño. En cuanto veía el árbol, a Aiko le invadía una sensación de alivio porque sabía que ya había recorrido gran parte del camino. Se sentaba junto al árbol, acariciaba su corteza marrón y arrancaba las ramillas que nacían del tronco. Después cogió la costumbre de hablar con el árbol y de contarle su vida y la pena que afligía a su anciana madre. Al lado del árbol se sentía muy confortada y ya le gustaba en todas las estaciones. En verano le llevaba a su madre los racimos de pequeñas flores. En otoño, veía cómo las hojas de color verde oscuro se volvían de un bonito color amarillo pálido, y era el momento de coger las bolas cubiertas de espinas que contenían las deliciosas castañas. Tras sus secretos encuentros con el árbol, Aiko siempre se sentía un poco mejor. Era como si el árbol le transmitiera su fuerza y el trayecto transcurriera más deprisa.
     Los años pasaron y Aiko se convirtió en una mujer joven. Una tarde, cuando se detuvo junto al castaño para descansar, captó en el aire un sentimiento de tristeza y se acercó más a su amigo para consolarse. De repente, oyó una extraña voz que venía de más arriba, como si surgiera del árbol. -Aiko, hija mía -dijo la voz-. Ha llegado el momento de separarnos. El príncipe ha ordenado que me corten. Escúchame atentamente. Me convertirán en un barco. Ese barco zarpará de tu pueblo. No me moveré hasta que vengas y me abraces como haces todos los días, y me digas: «Soy Aiko, tu amiga». Aiko miró para arriba. Los árboles no hablan, se dijo. Pero, ¿de dónde sino podía venir la voz? Quizá estaba cansada y se imaginaba cosas. Sintió que el árbol había compartido con ella su tristeza. Confusa y apenada, Aiko partió a toda prisa hacia su casa cuando ya había anochecido.
     Al día siguiente se detuvo junto al árbol y como parecía que nada había cambiado, compartió su secreto con él. «He tenido una pesadilla», le dijo. «He soñado que el príncipe ordenaba que te cortaran. No podría soportar que te llevaran lejos de aquí». Y se abrazó al árbol. El viento sopló entre las hojas y Aiko se fue hacia casa. Al cabo de algunos días, cuando Aiko volvía al pueblo, la sorprendió una gran tormenta. La estación de las lluvias era la más difícil. Hacía frío y siempre estaba oscuro. Al oir el estallido de un trueno, Aiko echó a correr para guarecerse bajo el frondoso follaje del castaño. Con horror vio que el árbol ya no estaba. Había desaparecido. Tapándose la boca con las manos, fue corriendo hacia el lugar donde antes crecía el árbol. La lluvia lo mojaba todo a su alrededor y ella, abrazada al tocón, se puso a llorar como si hubiera perdido a un amigo querido. Al final no había sido un sueño. El árbol realmente había hablado con ella.
      Aiko recogió algunas hojas secas en recuerdo de su amistad y se encaminó hacia su casa bajo la lluvia, cansada y afligida en lo más hondo de su corazón. Para Aiko, el camino entre el trabajo y su casa nunca volvió a ser el mismo. A medida que pasaban los días, la joven iba palideciendo y perdiendo las fuerzas. Los vecinos ya no hablaban de su belleza o de su encanto. Era como si la muchacha que un día conocieron hubiera desaparecido.
     Una mañana, cuando se iba a Uchimira, oyó que en el pueblo había un gran bullicio. Aquella noche había llegado un gran barco y se estaban haciendo los preparativos para que zarpara enseguida. Había tanta animación, que Aiko decidió que no iría a trabajar y se quedó mirando embobada cómo los vecinos del pueblo se apiñaban en la playa para ver llegar al príncipe en su palanquín real, dispuesto a botar el barco. El príncipe vestía un magnífico quimono negro, con los escudos de armas bordados en el pecho y en las mangas. Los lugareños agacharon la cabeza a su paso. No tardó en llegar el momento de zarpar, pero tal como el árbol había predicho, el barco no se movió. Un montón de hombres intentaron empujarlo mar adentro, pero parecía que había arraigado en la arena. El príncipe, desconcertado, se dirigió a sus hombres y todo el mundo se vio enfrentado al reto. Muchos pescadores, hombres fuertes y bregados, probaron suerte, pero el barco permaneció inmóvil.
     A Aiko el secreto estaba a punto de hacerle estallar el corazón. «¡Dejadme que lo intente yo!», dijo, ruborizada por los nervios. Todos quedaron en silencio. No podían creer que hubieran oído una voz femenina y se volvieron para ver a quién pertenecía. -¡Anda! ¡Pero si es nuestra Aiko! -gritó un vecino, rompiendo el largo e incómodo silencio. Todos apreciaban a Aiko y la admiraban por la devoción que sentía por su madre, ¿pero qué diantre hacía la chica? Cuando vieron la intensidad de su mirada, la gente empezó a animarla. «¡Aiko!, ¡Aiko.» La joven empezó a caminar hacia el barco. Los guardias reales dieron un paso al frente para cortarle el paso, pero el príncipe, haciendo un gesto con la cabeza, les hizo volver atrás. Era la cosa más rara que había visto en toda su vida. La gente volvió a guardar silencio y miró a Aiko de cerca, temiendo por ella.
     Cuando llegó al lado del barco, Aiko lo abrazó como solía abrazar al árbol. Pero no pasó nada. Superada por la emoción, Aiko se dio cuenta de que había olvidado decir las palabras. Sintiendo el nerviosismo de la gente que tenía detrás, abrazó al barco de nuevo y le susurró: «Soy Aiko, tu amiga». Lentamente, el barco empezó a deslizarse hacia el mar. El príncipe la miró sin salir de su asombro mientras la gente gritaba enloquecida. Él les hizo callar y ordenó que llevaran a Aiko a su presencia. Quería ver de cerca a aquella mujer tan fuerte. Pero en vez de una joven corpulenta, vio una muchacha delgada, que irradiaba una serena belleza. Aiko hizo una gran reverencia ante el príncipe. Éste le preguntó el secreto de su fuerza y Aiko contestó que ella no tenía mucha fuerza. Entonces explicó la historia de su amistad con el castaño.
     -¿Cómo puedo recompensarte? —preguntó el príncipe, incapaz de dejar de mirarla. Aiko dijo que no con la cabeza y le respondió que ya se sentía recompensada con el recuerdo de una amistad tan especial. Entonces las lágrimas resbalaron por sus mejillas. El príncipe estaba fascinado. Y más raro es todavía lo que pasó a continuación. El príncipe le pidió que se casara con él delante de todos los habitantes del pueblo. Primero, una ola de estupefacción recorrió a todos los que allí estaban reunidos, pero después empezaron a gritar entusiasmados y a felicitar a Hana, que se encontraba entre ellos. Aiko miró tiernamente el barco y entonces sus ojos buscaron los de su madre. Hana alzó las manos para bendecir a su hija y Aiko sonrió entre lágrimas. La buena suerte fue, sin duda, un regalo de amistad del castaño.

---Fin---

6/06/2012

EL CIPRÉS
Cuento de China

    Hace muchos años, en un pequeño pueblo a la orilla del Yangtse, vivía un comerciante llamado Li Jian. Se ganaba la vida con una tienda de especias y su carácter era tan fuerte como las mercancías que allí vendía. A los clientes que se atrevían a cuestionarle los precios enseguida los enviaba a freir espárragos, y pobre de aquel que osara llamar a su puerta para preguntar una dirección o pedir un poco de arroz. Li tenía dos perros de ojos feroces y cabeza cuadrada, y le costaba muy poco amenazar con ellos a cualquiera que se acercaba a su casa. A la mujer de Li no le gustaba el comportamiento de su marido, pero poco podía hacer para cambiarlo.
     Li vivía en una pequeña casa al lado de la carretera. La casita tenía tejado de pagoda, un patio estrecho en la entrada y un pequeño huerto detrás. Fuera de la casa, junto a la carretera, crecía un ciprés, que según decía Li había sido plantado por su bisabuelo. Era un árbol alto y esbelto, cuyas ramas más gruesas se proyectaban hacia el cielo y las más pequeñas colgaban hacia el suelo. Las ramillas eran de un tono rojizo oscuro. Li estaba orgulloso del árbol porque los protegía del sol de la tarde y en los calurosos días de verano daba sombra a la sala de estar.
     Un día, después de haber cenado arroz cocido, fideos y pescado, Li salió a tomar el fresco al patio. Se enfadó muchísimo a ver a un pobre y andrajoso vendedor ambulante que dormitaba bajo el árbol. ¿Cómo se había atrevido a entrar en su propiedad?, se dijo a si mismo.
    -¿Quiere decirme por qué otras personas han de disfrutar de la sombra de mi árbol? -dijo gritando y acercándose grandes zancadas al vendedor.
     Lo zarandeó bruscamente y le ordenó que se fuera. El pobre vendedor, aturdido porque le habían despertado tan de sopetón de su sueño, quería saber qué había hecho para merecer aquel trato.
     -¡Está durmiendo a la sombra de mi árbol! –le regañó Li, muy enojado.
     -Perdone, señor –dijo el vendedor humildemente-. Creía que los árboles eran de todo el mundo… y, además, éste se encuentra en propiedad pública.
     El vendedor ambulante miró a su alrededor como para asegurarse de que no había cometido ningún delito contra la propiedad.
     -Puede que sí, pero este árbol es mío, y nadie más puede disfrutar de él –respondió Li enfadándose cada vez más.
     Los perros habían acudido trotando hasta detrás de su amo y esperaban sus órdenes. El vendedor miró los ojos malignos de los animales, recogió sus artículos y salió a todo correr. El comerciante lo observó mientras se alejaba sin dejar de proferir maldiciones.
     Al cabo de unos días, el vendedor ambulante volvió a pasar cerca del árbol. Se detuvo un momento y sintió cómo se ruborizaban sus mejillas al pensar en los insultos que había tenido que soportar. Se sorprendió al oír que las ramas le susurraban algo al oído. Dio unos pasos atrás, satisfecho de la idea que el árbol le había trasmitido.
     Muchos días después, Li, al volver a la tienda, vio otra vez al mismo vendedor ambulante durmiendo bajo el árbol.
     -¿Cómo se ha atrevido a volver? –vociferó-. ¡Lárguese inmediatamente o haré que mis perros se le echen encima!
     -Perdone, señor –dijo el vendedor ambulante con el máximo respeto-, pero quiero hacerle una propuesta.
     ¿Una propuesta?, pensó Li. ¿Acaso estaba loco aquel hombre?
     -¿Y qué propuesta es esa? –preguntó con la última brizna de paciencia que le quedaba.
     -Me gustaría comprarle la sombra de su árbol –dijo el vendedor con aire decidido.
     -¿Comprar la sombra de mi árbol? –repitió Li.
     El vendedor ambulante asintió con la cabeza. El comerciante nunca había oído que nadie hubiera comprado la sombra de un árbol. Le pareció de lo más extraño, pero la curiosidad le venció.
     -¿Cuánto me da por ella? -preguntó con suspicacia.
     -Veinticinco monedas de oro -respondió el vendedor desatando una bolsita de tela para mostrar su tesoro.
     -¡Veinticinco monedas de oro! -repitió Li, intentando disimular su codicia. Y cerraron el trato. Por veinticinco monedas de oro el vendedor ambulante podía disfrutar de la sombra del árbol siempre que se le antojara. Pero antes de darle el dinero, el vendedor ambulante quiso redactar un contrato de venta en que se reflejaran los detalles de la transacción. Li le acompañó gustoso al notario, quien les extendió tres copias. Li se sintió muy satisfecho por haber hecho tan buen negocio y el vendedor ambulante se fue canturreando.
     Todos los días el vendedor iba a disfrutar de la sombra del ciprés. A veces se echaba una siesta y otras veces aprovechaba para guardar sus artículos en pequeñas bolsas. Un día llegó acompañado de algunos amigos que iban vestidos con ropa tan andrajosa como la suya. Se sentaron todos bajo el árbol y se pusieron a jugar una partida de cartas. Era un día de verano y, por la tarde, la sombra se proyectó sobre la sala de estar de Li. El vendedor y sus amigos recogieron las cartas y todas sus cosas y se trasladaron al interior de la casa. La mujer de Li, que estaba atareada en el huerto, oyó unas fuertes risotadas que venían de su casa. Para allí se fue como una exhalación y, al entrar, vio a una pandilla de hombres raros y zarrapastrosos tumbados por el suelo de su sala de estar.
     -¿Qué significa todo esto? -preguntó la mujer completamente desconcertada.
     -Mejor pregúntaselo a tu marido -dijo medio riéndose el vendedor ambulante, y siguió fijándose en la carta que pensaba jugar a continuación.
     La mujer de Li salió corriendo de su casa y le envió recado a su marido.
      Cuando Li llegó a casa, se quedó mudo de rabia. Al recuperar la voz, dijo a gritos:
      -¡Largo de mi casa, granujas!
      -¡Espere un minuto! -le dijo el vendedor ambulante, sacando del bolsillo la escritura del bolsillo y blandiéndola delante de la cara de Li-. Es mi sombra, ¿lo recuerda? Voy a donde ella va y ahora resulta que está dentro de su sala de estar.
      Los amigos ahogaron una carcajada tapándose la boca.
      Era absurdo. Presa del pánico, Li se dirigió a donde el notario para pedir justicia, quien repasó el contrato y meneó la cabeza por la insensatez de Li. No se podía hacer nada. El contrato no podía anularse sin el consentimiento de ambas partes. Li anduvo lentamente hacia su casa sin saber qué hacer. Por fin se le ocurrió une idea: volvería a comprar la sombra.
     -No es posible  -le dijo el vendedor ambulante.
     -¿Y por qué no? -preguntó Li nervioso.
     -Pues porque el precio ha subido y me parece que no lo podrá pagar -dijo el vendedor.
     -Le doy cincuenta monedas de oro -le ofreció Li, y las gotas de sudor le resbalaban por la frente.
     -Doscientas -le dijo el vendedor con decisión, y sus amigos asintieron con un movimiento de cabeza.
     -¡A  eso se le llama robo! -vociferó Li sacando la bolsa que llevaba escondida en el pecho para poder librarse de un vez por todas del vendedor ambulante.
     Éste se quedó muy satisfecho con lo que había ganado. Dicen que con parte de las monedas abrió un local en el pueblo en el que servían te de todas clases. Y desde luego siempre tenía una mesa vacía para que sus amigos pudieran jugar una partida de cartas. Incluso el casamentero le encontró esposa, y tuvo una vida llena de riqueza y felicidad. En cuanto Li Jian, se quedó sin nada. Su mujer, al igual que el dinero, le abandonó, y se pasó el resto de su vida acompañado por sus perros y maldiciendo el momento en que vio a aquel vendedor ambulante. Pero desde entonces, nunca más se negó a que alguien disfrutara de la sombra del gran ciprés.

---Fin---

2/06/2012

RABÍ URZI DE STRELISK (muerto en 1826)
Enseñaba... 

“El hombre es como un árbol. Si uno se para frente a un árbol y lo mira sin pausa para ver cómo crece y cuánto ha crecido, no verá nada. Pero si se lo atiende en todo momento, se lo poda y se lo protege de los insectos, a su debido tiempo alcanzará su desarrollo. Ocurre lo mismo con el hombre: todo lo que necesita es superar los obstáculos, y entonces progresará y crecerá. Pero no es correcto examinarlo a cada hora para ver cuánto se ha agregado a su crecimiento.”

De "Cuentos Jasídicos" de Martin Buber
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12/11/2011

SAYED JAFAR (muerto en 1598, Éfeso)
Las abejas y el árbol hueco

A Sayed Jafar, Gran Maestro de los Cuatro Senderos, se le preguntó:
-¿Cuál es el mejor de los Senderos y por qué hay tantos grupos de gente ansiosa alrededor de las instituciones que imparten la iluminación?
Él respondió:

-Hubo una vez un bosque que surgió de semillas, las cuales crecieron hasta convertirse en árboles. Estos árboles vivieron hasta el tiempo predeterminado, dando fruto y cobijo, y manteniendo a muchas criaturas. Luego, oportunamente, cuando su tarea se hubo completado, los árboles murieron y el bosque se quedó sin vida, excepto por cierto número de abejas que estaban buscando un hogar, así como un lugar donde establecer vida comunitaria. Descubrieron que muchos de los troncos muertos estaban huecos, y en ellos construyeron sus colmenas.
Los troncos fueron de utilidad durante muchas generaciones de abejas. Luego, uno por uno, siguiendo el curso normal de deterioro, los troncos comenzaron a caer.
Aquellas abejas que se encontraban en árboles aún sólidos se refirieron a sus compañeras menos afortunadas, diciendo:
-¡Mirad qué perversas son! Esto es un castigo para ellas.
Otras decían:
-Démosles cobijo en nuestras colmenas, ya que se encuentran desvalidas y se las debería ayudar. Esta desgracia nos podría haber ocurrido a nosotras.
Otras opinaban:
-Qué deficientes eran sus colmenas, que se derrumbaron de ese modo. Tomemos precauciones para evitar que esto les ocurra a las nuestras.
A pesar de todo lo que dijeron, poco a poco todos los árboles se desmoronaron y, paulatinamente, todas las abejas se quedaron sin hogar.
Las abejas reflexionaron de un modo obvio acerca de los acontecimientos. Muchas de ellas no se dieron cuenta de que las colmenas se crearon deliberadamente tan sólo para darles cobijo y producir miel. Muchas no admitieron que deberían haberse aprovechado de las ventajas de los árboles y apresurar su trabajo antes de que cayesen. Esta última dificultad se debía a que las abejas no se preocuparon de destinar parte de su tiempo y esfuerzo a estudiar la naturaleza de su medio ambiente.

(Cuento preferido de los derviches)
Nada es barato sin razón (proverbio)
---Fin---

7/02/2010

Cuento hindú - EL CEREZO

EL CEREZO
Cuento hindú

Hace algunos siglos se fundó en la India la ciudad de Benarés, que creció a lo largo del río Ganges y se hizo famosa por sus espléndidos templos, por donde los monos se paseaban tan libremente como los hombres santos vestidos con túnicas de color azafrán.
      Por las mañanas, los adoradores del sol, con el cuerpo cubierto de cenizas, se adentraban en el río hasta la cintura y ofrecían su salutación al sol naciente. Fuera de los templos, los vendedores montaban puestos de guirnaldas, frutas y dulces, y cuando tocaban las campanas la gente se congregaba para cantar himnos y salmodiar oraciones. Los pensadores se dirigían a la ciudad en busca del significado de la vida, los hombres santos acudían a ella para hallar la iluminación, los dirigentes religiosos iban allí para divulgar sus enseñanzas y la gente corriente, para lavar sus pecados en el río sagrado.
      Además de ser ciudad sagrada, Benarés era un próspero centro comercial. Se fabricaba seda, algo que muy pocas ciudades de la India podían ofrecer, una seda tan pura que era el tejido oficial de todas las ceremonias. En las estrechas y polvorientas callejuelas de Benarés se alineaban las tiendas en las que se vendían sedas bordadas, satenes y brocados tejidos a mano.
      En aquellos tiempos, vivía en Benarés un comerciante de seda llamado Visnú, que era viudo y muy rico. Aquel día en concreto, la casa de Vísnú bullía de actividad. Estaba haciendo los preparativos para emprender un viaje a Asia Central, a donde se dirigía para vender sus lujosas sedas.
      Todos sus amigos fueron a desearle un viaje sin sobresaltos, ya que éste iba a ser largo y probablemente duraría meses. Los amigos, que iban encontrándose y charlando, no tardaron en darse cuenta de que Visnú no les había pedido a ninguno de ellos que se encargara de vigilar sus negocios durante su ausencia. Ni les había confiado su propiedad en caso de que algo le ocurriera. La verdad es que era un viaje peligroso. No sería la primera vez que los bandoleros atacaban a los comerciantes de seda cuando, con sus caravanas, pasaban por el paso de Khyber en las montañas del Hindu-Kush. Al final, tras muchas discrepancias y suposiciones, los amigos se le acercaron y le preguntaron cómo no había confiado sus negocios a ninguno de ellos. Visnú les dejó sorprendidos al decirles que, de hecho, sí que había encargado a alguien que velara por todos sus asuntos.      
      Se lo había pedido a Rao Jí.
      -¿No debes de referirte a Rao Ji, el cocinero de tu casa? –preguntó uno de los amigos. Tal vez Visnú se había trastornado.
      -¿Por qué no? -replicó Visnu-. Rao Ji me atiende muy bien.
      -Pero le pagas para que te atienda -respondió el amigo-.
      -¡No deberías fiarte de los criados en asuntos de dinero! -le advirtió otro-. Y además, un criado no puede ser nunca un amigo.
      -No sólo eso -añadió un tercero-, Rao Ji es de casta baja. ¡Es demasiado pobre y humilde para encargarse de cosas tan importantes!
      Pero Visnú no les quiso escuchar.
      -La casta de Rao Ji me da igual. Para mí ha sido un amigo fiel y me ha cuidado cuando he estado enfermo. Si me pasara algo, no se me ocurre nadie que se merezca más que él para heredar mis posesiones en la tierra.
      Aún así, los amigos no quedaron satisfechos con las respuestas de Visnu. Al final, uno de ellos tuvo una idea.
      -Vayamos a preguntarle al buda -dijo-.
      Resulta que todo el mundo sabía que el gran buda se hallaba de visita en Benarés en aquel momento y que era el monje más sabio de todos. Seguro que sabría aconsejar bien a Visnu y sus amigos.
      Así pues, todos se dirigieron al parque donde el buda, con su túnica amarilla, sentado con las piernas cruzadas bajo un árbol, hablaba con sus seguidores. Visnu y sus amigos le hicieron una reverencia de homenaje. El rostro y los ojos del buda, mientras los miraba y sonreía, irradiaban una luz interior. Juntó las manos y saludó a los recién llegados, y escuchó su problema. Tras ponderarlo en silencio un rato, el buda decidió explicarles una historia, como solía hacer para ilustrar sus sermones.

“Hace muchísimos años, vivía un rey que tenía un palacio rodeado de un precioso jardín en el que crecían numerosos árboles: manzanos, ciruelos y perales. Pero ninguno era tan bonito como el espectacular cerezo que se alzaba en medio de todos los demás. Tenía la corteza de un color rojizo oscuro y el tronco derecho como una columna con ramas que se proyectaban en todas direcciones. Y, como un actor, el cerezo estrenaba un espectáculo todas las temporadas para dejar deslumbrado al rey. En verano, se llenaba de energía y se cubría de brillantes hojas verdes. En otoño, sus hojas se tornaban de un amarillo dorado. En invierno, cuando las hojas caían al suelo, el árbol se mantenía derecho con un aire de orgullo y de solemne dignidad. Pero en primavera el espectáculo resultaba incomparable. Cuando el árbol florecía y caía una lluvia de flores rosas y blancas, el corazón del rey se estremecía. En aquel árbol el rey veía el mismo ciclo de la vida, y, huelga decir, que era la joya más preciada de su jardín.
      En el palacio todos admiraban tanto el cerezo que nadie se fijaba en la hierbita que crecía a su alrededor. Cuando alguien se acercaba al árbol pisaba la hierba, pero como nadie bajaba la mirada ni siquiera la veían. La verdad es que la hierba estaba la mar de satisfecha con su existencia, ya que podía disfrutar del esplendor de su querido cerezo. Nunca estaba sola, los saltamontes la adoraban, en ella jugaban las mariquitas al escondite y los listos camaleones quedaban disimulados en posición de oración. En compañía del bonito cerezo y de otros amigos, la hierba estaba tan contenta que no le importaba que la pisaran.
      Un día, durante los monzones, los criados del rey se dieron cuenta de que el techo de la habitación del monarca empezaba a hundirse. La columna que lo aguantaba se había podrido con el paso de los años y había que cambiarla por una nueva. Si no le ponían remedio inmediatamente, el rey no tendría donde dormir y también se verían afectadas las habitaciones contiguas. El monarca, que estaba muy preocupado, envió a sus criados al jardín para que buscaran un árbol para sustituir la antigua columna. Los hombres midieron todos los árboles, pero sólo hallaron uno lo bastante fuerte para aguantar el techo. Era el árbol preferido del rey, el cerezo.
      -¡No! ¡No! ¡No! -exclamó el rey.
      La sola idea de hacer cortar el árbol le resultaba insoportable. No quería ni oír hablar de ello. Nuevamente, envió a sus hombres a buscar otro árbol y otra vez volvieron con la cabeza gacha. El cerezo era el único que podía salvar el palacio. El rey, sin embargo, no se sentía con ánimos de dar la orden de cortar el árbol. Pero el angustiado monarca no tomó una decisión hasta que sus consejeros intervinieron en el asunto y le convencieron de que, al fin y al cabo, se trataba sólo de un árbol. El rey hizo venir al sacerdote real para que ofreciera plegarias al espíritu de aquel ser vivo y consideró que el anochecer sería el momento más favorable para cortarlo.
      La noticia corrió enseguida entre los espíritus de los árboles y aquella noche el jardín permaneció extrañamente silencioso. Los espíritus de los demás árboles se reunieron en torno al cerezo intentando hallar la manera de salvarlo.
      Todos los árboles estaban tristes, pero la hierba estaba desconsolada. No estaba segura de lo que tenía que hacer, pero sabía que no podía quedarse cruzada de brazos mirando cómo destruían el árbol. Todos los seres del jardín también estaban dispuestos a ayudar si a alguien se le ocurría un plan.
      Al día siguiente, los leñadores llegaron después de la puesta de sol y empezaron a cortar algunas de las ramas que más sobresalían para que fuera más fácil cortar el árbol. De repente, el leñador más joven tocó el tronco y dio un grito.
      -El árbol se ha podrido -exclamó.
      -Pero ¿qué dices? -le espetó el jefe de los leñadores-. Precisamente ayer mismo lo examinamos.
      -Tócalo tú mismo -dijo el joven echándose atrás desconcertado.
      El hombre tocó el tronco. Era blando y viscoso al tacto y había perdido color. Aquel deterioro, acaecido en una sola noche, no sólo les sorprendió sino que les atemorizó.
      -Este árbol debe de ser sagrado -proclamó el jefe de los leñadores-. ¡No debemos provocar la ira del espíritu del árbol!
      El leñador joven estuvo de acuerdo, y decidieron que rastrearían los parques de la ciudad para ver si podían encontrar otro árbol antes de decírselo al rey. No volvieron hasta que hubieron elegido uno. No era tan fuerte ni tan derecho como el cerezo, pero tendrían que conformarse con él.
      El rey sintió un gran regocijo al oír que no habían cortado el cerezo. Pero pronto su alegría se convirtió en desolación al saber que el árbol había muerto misteriosamente. Superado por la emoción, el rey corrió a su jardín para llorar la pérdida del pobre árbol. Pero cuando llegó, parecía que nada había cambiado. El sol brillaba, los pájaros cantaban y el árbol se veía más bonito que nunca. ¡Era un milagro! El rey hizo llamar otra vez al sacerdote, pero en esta ocasión para expresar agradecimiento a los espíritus de los árboles con trozos de hilo ceremonial y agua bendita del Ganges. Por la noche, los árboles del jardín se congratularon y le pidieron al cerezo que les contara el secreto del milagro. Orgulloso, el cerezo les explicó que la hierba había reunido a todos los camaleones del jardín y les había dicho que envolvieran con sus cuerpos el tronco del cerezo para que pareciera blando y viscoso. La felicidad inundó todo el jardín, pero nadie estaba tan contento como la hierba".

      Cuando el buda hubo terminado de relatar la historia, sonrió a sus visitantes. «No importa que los amigos sean pobres, dijo resumiendo el sermón. «Escoged a vuestros amigos, no por la posición que ocupan en la vida ni por su riqueza, sino por su amor y sabiduría.»
      Los seguidores asintieron con la cabeza y Visnu sonrió. Sus amigos, sin embargo, tras aquella lección de humildad, reconocieron que el buda había hablado con sabiduría.

 ---Fin---

3/20/2010

EL ÁRBOL INÚTIL
Versión de Osho

Lao Tse iba viajando con sus discípulos y llegaron a un bosque donde había cientos de leñadores cortando troncos porque se estaba construyendo un gran palacio.

Habían cortado casi todo el bosque, pero quedaba un árbol, un gran árbol con miles de ramas, tan grandes que su sombra podía cobijar a diez mil personas. Lao Tse pidió a sus discípulos que averiguaran por qué aquel árbol no se había cortado todavía, cuando el resto del bosque había sido talado y no quedaba nada.

Los discípulos fueron y preguntaron a los leñadores: —¿Por qué no habéis cortado este árbol?

—Este árbol es totalmente inútil —dijeron los leñadores—. No se puede hacer nada con él porque las ramas tienen muchos nudos. No hay ni un tramo recto. No se pueden construir pilares con él ni se pueden fabricar muebles. Tampoco se puede quemar su madera porque el humo es muy malo para los ojos, casi te puede dejar ciego. Este árbol es absolutamente inútil. Por eso no lo hemos cortado.

Los discípulos volvieron y relataron a su maestro las razones. Lao Tse se rió y dijo: —Sed como este árbol. Si queréis sobrevivir en el mundo sed como este árbol, absolutamente inútiles. Entonces nadie os hará daño. Si sois rectos os cortarán, alguien os convertirá en muebles. Si sois preciosos alguien os venderá en el mercado, os convertiréis en un bien de consumo. Sed como este árbol, absolutamente inútiles. Entonces nadie os podrá hacer daño. Y creceréis grandes y fuertes, y podréis dar sombra a miles de personas.

La lógica de Lao Tse es muy distinta de la lógica de tu mente. Él dice: sé el último. Muévete en el mundo como si no fueras. Sé un desconocido. No trates de ser el primero, no compitas, no trates de probar tu valía. No hace falta. Sé inútil y disfruta.

---Fin---

12/21/2009

EL CEREZO VOLADOR
Cuento de Japón

El valiente samurai Inamuraya Takestsura estaba dormido, profundamente dormido; dormía con la conciencia tranquila. Al igual que los corceles árabes, los gallos de pelea de la India, el escarabajo Unicornio o los térmites chinos, un guerrero japonés merece sus escasos momentos de reposo. Roncaba sonoramente.
Junto a él se encontraba su sirviente Seiki, vigilando el sueño de su señor y musitando plegarias para alejar al Demonio de los Malos Sueños. Pero ¡ay!, la modorra se abatió sobre el confiado Seiki, que bostezó mientras pasaba las cuentas. Seiki decidió que dormir era más fácil y agradable que rezar y escuchar los ronquidos de los demás. De manera que se sumió en un profundo sueño, en un rincón de la esterilla, reposando suavemente la cabeza en la palma de su mano.
Entonces llegó el momento fatal. Detrás de un cuadro de la pared, que representaba el monte Fujiyama y, en primer plano, un molino de agua sobre el cual se veía una bandada de grullas en vuelo hacia el sur, vigilaba el Señor de los Malos Sueños. Espiaba al amo y al sirviente, esmerándose el imitar el movimiento del molino y el vuelo de las grullas sobre el Fujiyama.
Sonriendo, el demonio descendió sobre los durmientes. En primer lugar, escondió el rosario de Seiki; después dio vueltas por la habitación husmeando aquí y allá: al mirar fijamente el cubo de agua, ¡se llenó de sapos y renacuajos!
El Demonio de los Malos Sueños sacudió después la espesa punta de su cola bajo la nariz de Inamuraya, diciendo con una risotada:
-Este valiente guerrero debe de haberse tragado por lo menos una docena de tambores para tener tal estruendo en su vientre. ¿Es posible que la ventana izquierda de su nariz albergue el tifón que hace poco transportó la isla de Koshiki Shima noventa y nueve shi por el aire? Duerme, duerme, hijo del terremoto y del ciclón. Echaré un poco del polvo de mi cola en tu nariz y te daré un sueño tan horrible que ni yo mismo lo desearía, aunque estuviera oyendo un perro aullando a la luz de la luna.
Cumplido su propósito, huyó deprisa. Al escapar, su cola golpeó el cuadro del Fujiyama y lo puso al revés, con lo que las desconcertadas grullas no supieron a dónde dirigirse.
Antes de que Seiki se durmiera y apareciera el Demonio de los Malos Sueños, Inamuraya tenía un sueño delicioso. Soñaba que había cruzado el mar Amarillo, conquistado el tiempo celeste y, después, construido un enorme barco en el que había cargado la gran ciudad de Beiping, con el palacio imperial y todas sus casas, grandes y pequeñas para regresar después a la Tierra del Sol Naciente.
El maravilloso viaje soñado estaba a punto de concluir cuando Inamuraya decidió contar una vez más sus prisioneros chinos. Todos ellos estaban sentados en la bodega, atados unos a otros por las trenzas: parecían racimos de plátanos. Todos tenían los pies en cepos de madera, que golpeaban con los dedos. Inamuraya pensó que era una música muy agradable.
Inamuraya solamente había contado tres millones setecientos mil ciento once, cuando súbitamente perdió la cuenta. Algo cosquilleaba su nariz y le entraban ganas de estornudar. Por supuesto, sabía demasiado bien que no debía estornudar en la bodega de los prisioneros, puesto que si lo hacía, el barco saltaría por los aires y se iría al fondo del mar. De manera que, tropezando con los chinos en su apresuramiento, Inamuraya se dirigió corriendo a la cubierta.
Exactamente en ese momento comenzó su mal sueño.
Los chinos se levantaron, se frotaron la cabeza hasta deshacer sus trenzas, se quitaron los cepos de madera y se precipitaron sobre Inamuraya. Lo agarraron de las piernas en el momento que salía a cubierta, lo arrastraron de nuevo a la bodega, le bajaron los pantalones, hicieron un azote de nueve ramales con sus trenzas y... Bueno, el pobre Inamuraya nunca en su vida hablaría de la terrible deshonra que le acarrearon aquellos miserables chinos.
Hasta que el valiente samurai ya no pudo aguantarlo. Profirió un gran grito y estornudó tan espantosamente que el barco estalló en pedazos. Se formó un surtidor de agua que llevó a Inamuraya tan alto y tan lejos que lo hizo aterrizar en su propia habitación. Sentándose en cuclillas estornudó una y otra vez. Enfrente, también en cuclillas, estaba Seiki, estornudando tan fuerte que casi golpeaba el techo. Un poco del polvo de la cola del Demonio de los Malos Sueños había llegado hasta él.
Saltaban uno contra otro como los gallos de pelea hasta que, con un "¡atchís!" final, sus cabezas chocaron con un golpe sordo.
-¡Malditos chinos! - gritó Inamuraya incorporándose- ¡Qué pesadilla!
Al acercarse al cubo para beber agua, vio los sapos y los renacuajos nadando. Enfurecido, agarró su sable y lo descargó sobre el cubo, haciéndolo pedazos y vertiendo el agua. Los sapos desaparecieron saltando por la puerta y los renacuajos se convirtieron en gotas de agua, como si nunca hubiera existido.
Con ellos se rompió el hechizo. Pero Inamuraya Taketsura estaba enfadado doblemente: por la pérdida de un buen sueño y por la pesadilla. Por mucho que lo intentó no pudo recordar las denodadas batallas, ni su conquista del imperio celeste con la gran ciudad de Beiping, que había cargado en su barco. Todo se había desvanecido en su mente al igual que una libélula rosa al pasar por la ventana. Estaba muy mal malhumorado.
¡Qué me trague mi sable si no le corto la cabeza a alguien! -juró-. Cortaré la cabeza a la primera persona que entre en esta habitación.


Debes saber, buen lector, que el juramento de un samurai es algo sagrado. Y debía cumplirse.
Al oír la voz de su padre, la encantadora O Tai entró en la habitación. La muchacha estaba en la edad en que las jóvenes parecen flores: capullos de loto, claveles, campanillas blancas, reseda, rosas silvestres, crisantemos…O Tai parecía un cerezo en flor.
Al entrar, preguntó a su padre:
-¿Es que alguien ha molestado tus sueños, honorable padre? Maldecías tan fuerte que podrías despertar a un muerto.
-¡Oh, infortunada! –exclamó Inamuraya-. Tu curiosidad te costará la muerte.
Sin comprender en absoluto, O Tai clavó la vista en su padre, mientras él desenvainaba su sable y lo limpiaba con la mano.
-Debo cortarte la cabeza –dijo Inamuraya-. Ése es el juramento que he hecho.
-No creo que quieras cortar mi hermosa cabeza –dijo O Tai-. Si lo haces, no podré oír el canto de los pájaros en el jardín ni ver las doradas mariposas que se posan en mi kimono. No podré besar tu áspera mejilla como debe hacer una hija honorable.
-Pero he dado mi palabra, O Tai, y debo cumplirla –dijo solemnemente su padre.
O Tai siguió suplicando:
-Así, pues, ya no podré volver a ver mi querido cerezo que crece detrás de casa. Lo amo como a mi buena madre. Al atardecer le traigo agua del canal. Le ato las ramas con cintas de seda para que no se quiebren con el excesivo peso de la fruta. Durante el invierno, cubro de paja sus raíces para que no se hielen. Mira, padre, lo bello que está ahora, lleno de flores rosas. –Y volviéndose al cerezo que estaba fuera, O Tai imploró-: Querido cerezo, por favor, protégeme.
En el momento en que Inamuraya alzaba el sable sobre la cabeza de su hija, el cerezo alargó sus ramas y, entrando en la habitación, arrebató a la encantadora joven, se desarraigó y salió volando por el tejado después de cubrir de tierra la cabeza de Inamuraya.-¡Detente, detente! –gritaba Inamuraya-. ¡Debo cumplir mi palabra!
Saltó para golpear el árbol que pasaba sobre él. Pero sólo logró cortar una rama cubierta de flores, que cayó sobre su cabeza cubriéndolo de pétalos, que se le metieron en la boca, las orejas y la nariz. Estaba tan furioso que su mente no podía recordar los versos del inmortal bardo:

“El aroma de un cerezo en flor
es como una dulce sonrisa
que a veces florece
en los labios de la persona amada”

Mientras tanto, el cerezo volador fue hacia el norte, en dirección a Nagasaki, después torció hacia el este y enseguida aterrizó en la isla desierta de Tsushima. En ella vivió O Tai tres años enteros. El previsor cerezo se convirtió en una verdadera madre para ella, satisfaciendo todas sus necesidades. Los tres años pasaron en una tranquila felicidad y O Tai hubiera vivido felizmente muchos años más si una noche no se hubieran acercado a la isla desierta dos pescadores en un bote rojo. Estaban pescando platija y calamar para venderlos en Nagasaki mientras comentaban las últimas noticias.
-Este año hay muchas noticias –decía uno de ellos-. El emperador ha muerto de cólera. Un terremoto ha destruido la ciudad de Yedo. Tres samurais de Hadokate tuvieron una disputa sobre quién de ellos podría comer un tiburón vivo y el tiburón se tragó a los tres. En Kyushu, unos monjes robaron una estatua de plata de Buda de un templo para vendérsela a otros monjes de Koibashi, que la fundieron para hacer copas de sake; y ahora todos ellos tienen plata en las manos y no se la pueden quitar.
El otro pescador prosiguió:
-Este año no ha crecido el arroz de Hondo y los pobres tienen que hacer el pan con arcilla. En Moji, un campesino se atrevió a comer el estiércol que había dejado en la calle el caballo de un Daimio y fue quemado vivo en castigo. ¿Sabías que el prior del templo de Saihodja en Nagasaki afirma que el alma de uno de sus antepasados reside en una platija? Nos quitará todo el pescado sin pagarnos un céntimo.
El primer pescador volvió a hablar:
-He oído que el valiente samurai Inamuraya Taketsura está muy enfermo; es el que tuvo el sueño más horrible que se pueda recordar en toda la Tierra del Sol Naciente. Morirá dentro de tres días, a menos que pueda aplacar al Espíritu de la Enfermedad. Con el fin de conseguirlo, un pariente cercano debe cortarse una mano y ofrecérsela: tal fue el veredicto del eminente médico que lo atiende. Por el momento, ninguno de sus parientes tiene prisa por perder una mano.
Después de decir esto los pescadores se alejaron y O Tai no pudo oír más.
La joven estaba terriblemente afligida y apretó su encantador rostro contra el cerezo.
-¡Madre querida! ¿Qué puedo hacer? ¿Quién llevará mi mano a mi desdichado padre?
Las ramas del cerezo se inclinaban tristemente.
-¿Es que no eres feliz conmigo? –preguntó.
-¡Oh, sí, madre! –gritó O Tai-. Fui feliz mientras en Nagasaki no necesitaron platija y calamar; ni un solo barco se acercó a nuestra isla en todo ese tiempo, por lo que no tuve noticias de la enfermedad de mi querido padre. Querida madre, volvamos rápidamente a casa.
O Tai rodeó con sus brazos el cerezo y besó su plateada corteza, que el implacable cincel del tiempo había surcado de suaves líneas. Si miramos con cuidado la corteza, podremos leer los versos de aquellos que el azar ha sentado bajo la reconfortante sombra del árbol. Justo encima de la cabeza de O Tai había unas líneas escritas hacía muchos años; a menudo se había preguntado cuál sería su significado:

“En prados y arboledas
respiro la brisa primaveral.
Amor, demórate un momento,
no vueles tan rápido
en la ligera brisa primaveral.”

-¡Qué extraños son los mortales! –Suspiró el cerezo-. Son buenos y malos, estúpidos e inteligentes, coléricos y mansos, perezosos y diligentes, pero en muy raras ocasiones llegan a ser felices. De nada huyen tan velozmente como de la felicidad.
Sin embargo, el árbol dijo con dulzura a la joven:
-Muy bien, O Tai, que sea como tú quieres.
Acto seguido, O Tai se encontró sentada en las ramas más altas del árbol y volando con la ligereza de una alondra hacia el este.
En ese mismo instante, el valiente samurai Inamuraya Taketsura yacía en su lecho de muerte, gimiendo y pidiendo su afilado sable para combatir al Espíritu de la Enfermedad. En torno de él, se sentaban las plañideras y sus desconcertados parientes.
-El sable está tu izquierda –dijo el doctor, mientras se afanaba en preparar ciento y una medicinas diferentes en ciento y un frascos diferentes.
-Mi sable pesa más que una montaña, no puedo levantarlo –murmuraba Inamuraya.
En esto, todas las plañideras abandonaron la habitación para dejar paso a la Muerte, que estaba golpeando impacientemente el tejado. Entonces, surgiendo de debajo de la estera de juncos en que se había sentado el médico, apareció el Espíritu de la Enfermedad. Se inclinó sobre el samurai agitando un abanico de fuego sobre su rostro. El enfermo oyó su voz crujiente como hojas movidas por el viento otoñal:
-Tu fin está cerca, samurai Inamuraya Taketsura. Ya no te quedan más que dieciséis inspiraciones antes de que cierre tu garganta para siempre.
En ese mismo instante, una ráfaga de viento agitó el tejado y se oyó gritar a Seiki, el criado:
-¡Nuestro viejo cerezo, que se fue volando, acaba de volver!
El Espíritu de la Enfermedad daba vueltas sin saber dónde esconderse.
Inamuraya se sentó en la cama, oliendo el aire:
-¡Qué aroma a flores de cerezo! Ahora puedo aspirarlo mejor. ¿Significa que ya estoy muerto?
-¡Amo! –gritó Seiki-, el cerezo te ha devuelto la salud.
Y Seiki penetró en la habitación con una cestita de flores de cerezo sobre la que estaba la grácil mano blanca de O Tai.
Inamuraya saltó de la cama y se lanzó corriendo al encuentro de O Tai:
-¡Por fin has vuelto, hija mía! –exclamó el samurai lleno de alegría.
Entonces, con un golpe de su afilado sable le cortó la cabeza, que quedó a sus pies, inmóvil como una baya del bosque.
-Así he cumplido mi promesa. Ahora, cortad ese rebelde cerezo y quemadlo.
Cuando cortaron el cerezo y lo estaban quemando, el valiente samurai Inamuraya Taketsura dio otra orden: que buscaran el mejor escribano de Kyoto para que escribiera esta historia.

---Fin---

11/24/2009

CAROLINA TOVAL
Solidaridad con los descendientes
Extraído de "Los mejores cuentos juveniles de la literatura universal", 1965

     Un sultán salió una mañana de paseo rodeado de su fastuosa corte. Al poco rato se encuentró a un viejo campesino que estaba plantando afanosamente una palmera. El sultán al verlo, detuvo su séquito y, asombrado, se dirigió a él.
     -¡Oh anciano!, plantas esta palmera y no sabes quiénes comerán su fruto... necesita muchos años para que madure y tu vida se acerca a su término.
     El anciano lo miró bondadosamente y luego le contestó:
     -¡Oh sultán! Plantaron y comimos: plantemos para que coman.
     El sultán se quedó admirado por su gran generosidad y le entregó cien monedas de plata, que el anciano tomó haciendo una reverencia y diciendo:
     -¿Has visto, ¡oh mi gran sultán!, cuán pronto ha dado fruto mi palmera?
     Aún más asombrado, el sultán, al ver con qué sabiduría le había respondido todo un hombre de campo, le entregó otras cien monedas.
     El ingenioso viejo las besó y prontamente contestó :
     -¡Oh grandísimo sultán!, lo más extraordinario de todo es que, generalmente, una palmera sólo da fruto una vez al año y la mía me ha dado dos en menos de una hora.
     Maravillado el sultán con esta nueva salida del anciano, rió y exclamó dirigiéndose a sus acompañantes:
     -¡Vayámonos...vayámonos pronto! Si permanecemos aquí por mas tiempo este buen hombre se quedará, a fuerza de ingenio, con todo mi reino.

---Fin---

6/23/2009

Cuento de China - EL PERAL ENCANTADO

EL PERAL ENCANTADO
Cuento de China

El señor Wei-San tenía una espléndida huerta. Sólo cultivaba perales y sus peras eran las mejores de todo el reino. Sin embar­go, tan buen campesino tenía un gran defecto: era tan tacaño como una vieja. Un día, cuando las peras estaban ya maduras, vio a unos niños meterse en la huerta. Eran pequeños y no hubieran podido comerse más de dos frutas cada uno, pero el señor Wei se puso hecho una fiera.
— ¿Es que os creéis que a mí no me cuestan nada estas pe­ras? — gritó, enfurecido —. ¡Salid en seguida de mi huerta o ahora mismo os parto la cabeza con este palo!
Los niños se marcharon corriendo, pero Wei-San se dijo:
«Es peligroso tener frutas tan buenas. Mañana mismo las car­garé en un carro y las llevaré a vender al mercado.»
Así lo hizo. Las fue arrancando una por una de los árboles y llenó una carreta. Cuando terminó, el sol estaba a punto de salir.
— Te vas a matar trabajando tanto — le regañó su esposa—. ¿Por qué nunca quieres que te ayude alguien a recoger las peras?
— ¿Estás loca? — respondió el señor Wei-San, malhumora­do —. Si tuviera jornaleros, cada uno me comería tres o cuatro peras. ¿Te das cuenta? ¡Tres o cuatro peras!
Aunque estaba rendido, se marchó en seguida al mercado.
— No puedo tener esta fruta tan a la vista — había dicho a su esposa, al despedirse —. Ciertamente estoy que no me tengo, pero, si no lo hago hoy, mañana me las hubieran comido esos la­dronzuelos.
En la ciudad unos niños quisieron subirse a su carreta, pero él se lo impidió a latigazos.
— ¿Está usted loco? — le riñeron los viandantes —. Esos críos sólo querían jugar.
— Sí, con sus estómagos — respondió el señor Wei-San—. ¡Ustedes no saben lo que me ha costado obtener estas peras! Son las mejores del reino — y se dirigió hacia el mercado.
Su primer cliente fue un bonzo. Era viejo y tenía muchas arru­gas en la cara.
— ¿Podrías darme una pera? — preguntó el bonzo —. Tengo mucha sed y hace tres días que no como.
Si tienes dinero, no habrá ningún problema — respondió el
señor Wei-San—. Con tres monedas de cobre puedes elegir la que más te guste.
Pero el bonzo no tenía dinero.
—Pertenezco a un monasterio muy pobre —dijo—. Todos los que vivimos en él somos mendigos.
—Pues entonces no hay más que hablar —replicó el señor Wei-San.
El bonzo era terco y volvió a la carga. Pero, tratándose de di­nero, el señor Wei-San nunca daba su brazo a torcer.
—Comprendo que tengas sed —decía—, pero cada una de estas peras representa una gota de mi sudor.
Entonces acertó a pasar por allí un joven. Vio la disputa entre el vendedor y el bonzo y quiso dirimirla.
— ¿Por qué discutís? —preguntó—. No está bien que perso­nas de vuestra edad den un espectáculo tan triste.
— Este bonzo cabezota está empeñado en que le regale mis peras —respondió el señor Wei-San.
— ¿Tus peras? — protestó el bonzo—. Yo sólo quiero una. Tengo sed y hace tres días que no como.
—Está bien —dijo el joven—. Yo te la compraré —y dio tres monedas de cobre al señor Wei-San.
El bonzo se la comió de tres mordiscos. Sólo dejó el rabo y el troncho. Parecía tan satisfecho que el joven decidió también com­prarse una pera.
—No gastes más dinero —le aconsejó el bonzo—. Si quieres peras, yo te daré las que quieras.
— ¿Lo ves? —dijo el señor Wei-San—. También a ti te ha en­gañado. Tenía dinero, pero se las arregló para que tú le pagaras una pera. Está claro.
El joven no sabía a quién hacer caso.
—Tráeme agua —comenzó diciendo el bonzo—. Es lo único que necesito.
Sin saber por qué, el joven le obedeció sin rechistar. Entonces el bonzo hizo un agujero en la tierra, metió en él el troncho de la pera y lo regó con cuidado. Al poco tiempo empezó a crecer un peral. En menos de cinco minutos se cubrió de hojas, floreció y se llenó de tantas peras, que a punto estuvieron sus ramas de que­brarse.
— ¡Asombroso! —exclamó el joven—. Ahora sé que eres un bonzo virtuoso.
«¿Será verdad que es un sabio? —se preguntó el señor Wei-San—. Lamentaría no haberle servido como se merece.»
Pero en seguida se tranquilizó diciendo:
«No, no puede ser. Hasta los sabios pagan por lo que comen.» El bonzo empezó a llamar a toda la gente que llenaba el mer­cado, diciendo:
— ¡Venid, venid todos los que queráis peras! Son gratis. Podéis llevaros las que necesitéis.
En seguida se reunió un gran gentío bajo el árbol. Todos lle­naron varias bolsas. Entonces el señor Wei-San se dijo: "¿Por qué no voy a poder yo también comer de esas peras?”Al fin y al cabo, ese árbol ha surgido del troncho de una de las mías.»
Su sabor, en efecto, era igual que el de las que él cultivaba.
«Cogeré varias cestas y así venderé más de las que he traído —continuó diciéndose—. Con ese dinero de sobra ampliaré la huerta.»
A codazos se abrió camino entre la gente. Como sabía cómo cortar fruta, en seguida cogió tres sacos. Se los cargó al hombro y corrió hacia la carreta.
— ¡No es posible! —gritó, espantado, y dejó caer el saco, ¡En su carro no había ni una sola pera! El bonzo las había he­cho volar una a una por los aires y las había ido colgando de las ramas de su peral. Los habitantes de la ciudad se las habían lleva­do gratis.
—Me está bien empleado por avaricioso. Iré a buscar al bonzo y le diré que repartiré parte de mi cosecha entre los mendigos.
Pero no pudo encontrarle. Hasta en las tabernas miró y todo fue inútil. El señor Wei-San estaba tan abatido que se dejó caer a la vera de un camino.
« ¿Qué será de mi mujer? —Se preguntaba, angustiado—. Pasará hambre este invierno, porque sólo he conseguido tres mo­nedas de cobre por toda mi cosecha de peras.»
En esto se paró a su lado una carreta.
— ¿Subes? —le preguntó el que la conducía—. Pareces muy cansado.
—Sí lo estoy —respondió el señor Wei-San—. ¿A dónde vas tú?
—A la aldea de Dhzuei —contestó el carretero.
— Entonces iré contigo, porque yo vivo allí y no tengo en qué volver. Por mi avaricia he perdido todo lo que tenía.
Durante todo el camino el carretero no dijo ni una sola pala­bra. A veces daba saltitos, como si le picara alguna pulga. El carro que conducía iba lleno de cerezas.
«Es extraño —se decía el señor Wei-San—. ¿Cómo es posible que este hombre se vuelva a casa con tanta fruta? ¿Es que no habrá podido vender mas?” Pero no le preguntó, porque bastante tenía con sus problemas. Cuando estaban cerca de su casa, se produjo un revuelo en el carro. De todas partes empezaron a salir gorriones. Hasta el carretero se transformó en uno y se marchó volando. El señor Wei-San se dio cuenta entonces de que aquella era su carreta.
—Ahora comprendo —se dijo—. El bonzo ordenó a esos pájaros que llenaran mi carro de fruta y me trajeran a casa.
A la mañana siguiente vendió la mitad de las cerezas y regaló la otra mitad. Aquel invierno él y su esposa no pasaron hambre.
—Es hermoso compartir— decía el señor Wei-San. Cuando llegó la primavera todos se quedaron asombrados, porque dejó a los niños entrar en la huerta y les permitió comer las peras que estaban caídas.


----Fin----