martes, 23 de junio de 2009

Cuento de China - EL PERAL ENCANTADO

EL PERAL ENCANTADO
Cuento de China

El señor Wei-San tenía una espléndida huerta. Sólo cultivaba perales y sus peras eran las mejores de todo el reino. Sin embar­go, tan buen campesino tenía un gran defecto: era tan tacaño como una vieja. Un día, cuando las peras estaban ya maduras, vio a unos niños meterse en la huerta. Eran pequeños y no hubieran podido comerse más de dos frutas cada uno, pero el señor Wei se puso hecho una fiera.
— ¿Es que os creéis que a mí no me cuestan nada estas pe­ras? — gritó, enfurecido —. ¡Salid en seguida de mi huerta o ahora mismo os parto la cabeza con este palo!
Los niños se marcharon corriendo, pero Wei-San se dijo:
«Es peligroso tener frutas tan buenas. Mañana mismo las car­garé en un carro y las llevaré a vender al mercado.»
Así lo hizo. Las fue arrancando una por una de los árboles y llenó una carreta. Cuando terminó, el sol estaba a punto de salir.
— Te vas a matar trabajando tanto — le regañó su esposa—. ¿Por qué nunca quieres que te ayude alguien a recoger las peras?
— ¿Estás loca? — respondió el señor Wei-San, malhumora­do —. Si tuviera jornaleros, cada uno me comería tres o cuatro peras. ¿Te das cuenta? ¡Tres o cuatro peras!
Aunque estaba rendido, se marchó en seguida al mercado.
— No puedo tener esta fruta tan a la vista — había dicho a su esposa, al despedirse —. Ciertamente estoy que no me tengo, pero, si no lo hago hoy, mañana me las hubieran comido esos la­dronzuelos.
En la ciudad unos niños quisieron subirse a su carreta, pero él se lo impidió a latigazos.
— ¿Está usted loco? — le riñeron los viandantes —. Esos críos sólo querían jugar.
— Sí, con sus estómagos — respondió el señor Wei-San—. ¡Ustedes no saben lo que me ha costado obtener estas peras! Son las mejores del reino — y se dirigió hacia el mercado.
Su primer cliente fue un bonzo. Era viejo y tenía muchas arru­gas en la cara.
— ¿Podrías darme una pera? — preguntó el bonzo —. Tengo mucha sed y hace tres días que no como.
Si tienes dinero, no habrá ningún problema — respondió el
señor Wei-San—. Con tres monedas de cobre puedes elegir la que más te guste.
Pero el bonzo no tenía dinero.
—Pertenezco a un monasterio muy pobre —dijo—. Todos los que vivimos en él somos mendigos.
—Pues entonces no hay más que hablar —replicó el señor Wei-San.
El bonzo era terco y volvió a la carga. Pero, tratándose de di­nero, el señor Wei-San nunca daba su brazo a torcer.
—Comprendo que tengas sed —decía—, pero cada una de estas peras representa una gota de mi sudor.
Entonces acertó a pasar por allí un joven. Vio la disputa entre el vendedor y el bonzo y quiso dirimirla.
— ¿Por qué discutís? —preguntó—. No está bien que perso­nas de vuestra edad den un espectáculo tan triste.
— Este bonzo cabezota está empeñado en que le regale mis peras —respondió el señor Wei-San.
— ¿Tus peras? — protestó el bonzo—. Yo sólo quiero una. Tengo sed y hace tres días que no como.
—Está bien —dijo el joven—. Yo te la compraré —y dio tres monedas de cobre al señor Wei-San.
El bonzo se la comió de tres mordiscos. Sólo dejó el rabo y el troncho. Parecía tan satisfecho que el joven decidió también com­prarse una pera.
—No gastes más dinero —le aconsejó el bonzo—. Si quieres peras, yo te daré las que quieras.
— ¿Lo ves? —dijo el señor Wei-San—. También a ti te ha en­gañado. Tenía dinero, pero se las arregló para que tú le pagaras una pera. Está claro.
El joven no sabía a quién hacer caso.
—Tráeme agua —comenzó diciendo el bonzo—. Es lo único que necesito.
Sin saber por qué, el joven le obedeció sin rechistar. Entonces el bonzo hizo un agujero en la tierra, metió en él el troncho de la pera y lo regó con cuidado. Al poco tiempo empezó a crecer un peral. En menos de cinco minutos se cubrió de hojas, floreció y se llenó de tantas peras, que a punto estuvieron sus ramas de que­brarse.
— ¡Asombroso! —exclamó el joven—. Ahora sé que eres un bonzo virtuoso.
«¿Será verdad que es un sabio? —se preguntó el señor Wei-San—. Lamentaría no haberle servido como se merece.»
Pero en seguida se tranquilizó diciendo:
«No, no puede ser. Hasta los sabios pagan por lo que comen.» El bonzo empezó a llamar a toda la gente que llenaba el mer­cado, diciendo:
— ¡Venid, venid todos los que queráis peras! Son gratis. Podéis llevaros las que necesitéis.
En seguida se reunió un gran gentío bajo el árbol. Todos lle­naron varias bolsas. Entonces el señor Wei-San se dijo: "¿Por qué no voy a poder yo también comer de esas peras?”Al fin y al cabo, ese árbol ha surgido del troncho de una de las mías.»
Su sabor, en efecto, era igual que el de las que él cultivaba.
«Cogeré varias cestas y así venderé más de las que he traído —continuó diciéndose—. Con ese dinero de sobra ampliaré la huerta.»
A codazos se abrió camino entre la gente. Como sabía cómo cortar fruta, en seguida cogió tres sacos. Se los cargó al hombro y corrió hacia la carreta.
— ¡No es posible! —gritó, espantado, y dejó caer el saco, ¡En su carro no había ni una sola pera! El bonzo las había he­cho volar una a una por los aires y las había ido colgando de las ramas de su peral. Los habitantes de la ciudad se las habían lleva­do gratis.
—Me está bien empleado por avaricioso. Iré a buscar al bonzo y le diré que repartiré parte de mi cosecha entre los mendigos.
Pero no pudo encontrarle. Hasta en las tabernas miró y todo fue inútil. El señor Wei-San estaba tan abatido que se dejó caer a la vera de un camino.
« ¿Qué será de mi mujer? —Se preguntaba, angustiado—. Pasará hambre este invierno, porque sólo he conseguido tres mo­nedas de cobre por toda mi cosecha de peras.»
En esto se paró a su lado una carreta.
— ¿Subes? —le preguntó el que la conducía—. Pareces muy cansado.
—Sí lo estoy —respondió el señor Wei-San—. ¿A dónde vas tú?
—A la aldea de Dhzuei —contestó el carretero.
— Entonces iré contigo, porque yo vivo allí y no tengo en qué volver. Por mi avaricia he perdido todo lo que tenía.
Durante todo el camino el carretero no dijo ni una sola pala­bra. A veces daba saltitos, como si le picara alguna pulga. El carro que conducía iba lleno de cerezas.
«Es extraño —se decía el señor Wei-San—. ¿Cómo es posible que este hombre se vuelva a casa con tanta fruta? ¿Es que no habrá podido vender mas?” Pero no le preguntó, porque bastante tenía con sus problemas. Cuando estaban cerca de su casa, se produjo un revuelo en el carro. De todas partes empezaron a salir gorriones. Hasta el carretero se transformó en uno y se marchó volando. El señor Wei-San se dio cuenta entonces de que aquella era su carreta.
—Ahora comprendo —se dijo—. El bonzo ordenó a esos pájaros que llenaran mi carro de fruta y me trajeran a casa.
A la mañana siguiente vendió la mitad de las cerezas y regaló la otra mitad. Aquel invierno él y su esposa no pasaron hambre.
—Es hermoso compartir— decía el señor Wei-San. Cuando llegó la primavera todos se quedaron asombrados, porque dejó a los niños entrar en la huerta y les permitió comer las peras que estaban caídas.


----Fin----

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