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19 noviembre 2024

Redacción EFEverde, jul-22
El árbol más viejo de Pekín vuelve a crecer

 
Un ciprés con una edad estimada de 3.500 años y considerado el árbol más antiguo de Pekín ha recobrado la vitalidad después de estar a punto de morir porque construcciones cercanas entorpecían el crecimiento de sus raíces.
     El milenario árbol, que mide once metros y medio y está situado en el distrito suburbano de Miyun, muestra ahora retoños, lo que demuestra que está volviendo a crecer, según expertos citados hoy por la agencia oficial Xinhua.
     La circunferencia del tronco del árbol mide algo más de ocho metros y se necesitan 9 adultos tomados de las manos para rodearlo.
     Jiang Xin, del departamento forestal de Miyun, explicó que el ciprés tenía dificultades para sobrevivir debido a una valla de piedra adyacente y a una carretera de cemento cercana que impedía que las raíces crecieran, lo que derivó en la desnutrición del ejemplar.
     Un equipo de expertos y botánicos de varias instituciones forestales unió esfuerzos para encontrar una solución y finalmente lograron que la carretera fuera re-encauzada más lejos del árbol y que se derribaran las construcciones a su alrededor en un área de 1.400 metros cuadrados. 

     Para derribar la valla de piedra sin causar daños a las raíces se empleó un método de detección por radar y en mayo pasado se erigió un parque alrededor del árbol que creó un ecosistema forestal propicio para que el milenario ciprés siga creciendo.
     De acuerdo a la Comisión municipal para el Reverdecimiento de Pekín, hasta el momento se han establecido en la capital veinte áreas de protección para árboles históricos y esta política se mantendrá en el futuro.
     "Los árboles antiguos tienen un importante significado cultural, histórico y ecológico", subrayó Ou Hong, funcionario de dicho departamento.
     Las autoridades pequinesas han priorizado en la pasada década la mejora de las condiciones medioambientales y reforestación de la capital, durante mucho tiempo una de las ciudades más contaminadas del mundo y todavía hoy con altos niveles de polución, aunque la situación ha mejorado en los últimos años.
     El 1981 el país asiático instituyó el Día de Plantar Árboles, en el que cada año participan millones de personas y con el que se busca crear en ciudades como Pekín "grandes murallas verdes" en las afueras que detengan la arena y otras partículas contaminantes. 
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22 febrero 2024

Zhang, Daqian 張大千, (1899-1983)
Eremita en el bosque

Hacia 1945,   Pintura (H. 217.4 x l. 82.8 cm)
Papier, Encre, Couleurs - Pigments
大千居士爰; 張爰之印; 大千; 大千豪髮; 大風堂
Don manuel : Guo, Youshou 郭有守, Docteur, M.C. 8710

Inscription et signature : 少有道氣,終興俗違。亂山喬木,碧苔芳暉。乙西七月初三日聞佞寇來降寫此快極。大千居士爰。
Sceaux du peintre : 1. 張爰之印 (白文)  2. 大千 (朱文)  3. 大千豪髪 (白文)  4. 大風堂 (朱文)
Traducción :

"En mi juventud, tuve el espíritu del Tao 
Finalmente, me retiré del mundo. 
En el caos de las montañas, [entre] los árboles altos, 
Del musgo verde, de perfumes y de la luz." 
 
El tercer día del séptimo mes del año Yiyou [1945], al escuchar que la rendición japonesa estaba cerca, mi alegría estaba en su apogeo. El ermitaño de Daqian, Yuan. 
Los versos que acompañan a esta pintura evocan una relación personal y directa con la naturaleza. Sin embargo, están tomados del poeta y crítico Sikong Tu 司空圖 (837-908) que vivió durante el período Tang. Asimismo, la composición de este paisaje es el resultado de una compleja reinterpretación de diferentes obras antiguas. La figura del solitario perdido entre los árboles y contemplando una cascada se deriva de un cuadro de Chen Hongshou del Museo de Cleveland. Sin embargo, el estilo pictórico de la obra de Chen Hongshou difiere radicalmente del de Zhang Daqian. En lugar de las parcelas angulares de las montañas del maestro Ming, Zhang Daqian utilizó un conjunto de ondas y puntos derivados de los modelos Song. En cuanto a la inspiración para los altos pinos con perfiles torturados, ausente en la obra de Chen Hongshu, es sin duda Wang Shen 王 詵 (c. 1048 - c. 1103) de la canción.

Lo hemos leído aquí: https://www.cernuschi.paris.fr/fr/collections/collections-chinoises/chine-moderne-et-contemporaine/ermite-dans-la-foret
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07 septiembre 2012

EL PEQUEÑO PLÁTANO
Cuento de China

     El señor Wang era muy viejo. Sin embargo, se pasaba día trabajando, porque era muy pobre. Con enorme esfuerzo plantó plátanos a lo largo de la orilla del río. Los árboles crecieron pronto, pero una riada se los llevó a todos. El viejo Wang lloró su mala suerte.
     —Eso es lo que te pasa por ponerte a cultivar a orillas de un río —se burlaron de él sus amigos—. ¿A quién se le ocurre hacer una cosa así? Ahora tendrás que esperar hasta la próxima cosecha.
     Sin embargo, a las tres semanas retoñó uno de sus plataneros. El viejo Wang lo mimó cuanto pudo. Dormía a su lado y espantaba a cuantas moscas querían posarse en él. De esta forma, el platanero creció frondoso.
     «¡Ojala dé mucho fruto! —se decía, esperanzado—. Si no, tendré que ponerme a mendigar.»
     Pero el árbol sólo dio un plátano. Eso sí: Era tan gordo que ni un hombre podría abarcarlo con sus brazos. Un día, cuando ya estaba maduro, llegó volando un pavo real. Era hermosísimo y se posó al lado del plátano. Lo picó tres veces y se abrió como si fuera una flor.

     —¡Cielo santo! —exclamó el viejo—. ¿Estoy soñando o es verdad lo que veo?
     Del plátano salió un niño. Su piel era muy blanca y vestía de amarillo. Al ver al viejo Wang, le abrazó con ternura y dijo:
     —¡Papá, papá! ¡Tenía tantas ganas de salir a verte!
     Después, fijándose en su chepa, le preguntó llorando:
     —¿Qué es lo que tienes en la espalda? ¿Por qué no caminas recto como todo el mundo?
     El viejo Wang se echó a reír y contestó:
     —Mi pequeño plátano, a los hombres el trabajo se nos acumula en la espalda. Arrancamos frutos a la tierra, pero cada uno de ellos nos roba un poco de nuestros cuerpos.
     —No me gusta verte así —replicó el pequeño plátano—. Yo trabajaré para ti y tu espalda volverá a ser recta.
     Sin embargo, el tiempo pasó y la chepa del viejo Wang no se enderezó.
     «Tiene que haber algún remedio —se dijo el pequeño plátano—. Saldré a buscar una medicina para su mal y no regresaré hasta que no la haya encontrado.»
     Así llegó a un bosque impenetrable. En su centro había un lago hermosísimo. En él se estaba lavando la cabeza un hada muy bella.
     —¿Qué es lo que quieres? —preguntó, al verle—. Si tus intenciones no hubieran sido buenas, jamás hubieras podido entrar en este bosque.
     —Mi padre tiene una chepa horrible de tanto trabajar y quiero curarle —respondió el pequeño plátano.
     —Vete al oriente. Allí hay una cueva que guarda un pequeño jarrito de leche. Dáselo a beber a tu padre, porque puede curar todas las enfermedades.
     Así lo hizo el pequeño plátano: llegó al oriente y encontró la cueva con el jarrito de leche. Pero, al regresar a la aldea, se encontró con un pastor tumbado en el suelo. Estaba llorando y se retorcía como una culebra.
     —¿Qué te pasa? —le preguntó el pequeño plátano—. ¿Por qué lloras de esa forma?
     —Estaba cuidando las vacas —respondió el pastor—, cuando dos de ellas empezaron a pelearse. Se engancharon por los cuernos y, al ir a separarlas, una de ellas me atacó y me partió una pierna.
     —No te preocupes —dijo, conmovido, el pequeño plátano—. Toma esta leche y te pondrás bien.
     En efecto, el pastor la bebió; y se marchó saltando como un arroyo. El pequeño plátano tuvo que regresar al bosque del hada. Estaba sentada sobre una piedra secándose los cabellos.
     —¿Ya está bien tu padre? —preguntó, al verle—. Una chepa es algo que afea mucho.
     —No —respondió el pequeño plátano—. Me encontré con un pastor que tenía la pierna rota y le di a él la leche.
     —No importa —volvió a decir el hada—. En una roca de ágata de las montañas del occidente hay una seta roja. Dásela a comer a tu padre. También ella tiene el poder de curar todas las enfermedades.
     El pequeño plátano fue a las montañas del occidente y, en efecto, encontró una seta roja sobre una roca de ágata. Sin embargo, al regresar junto a su padre, se topó con un leñador. Tenía las costillas rotas y lloraba como si fuera un niño.
     —¿Qué te ocurre? —preguntó el pequeño plátano—. ¿No eres ya muy mayor para llorar de esa forma?
     —Sí, pero es que no puedo remediarlo —respondió el leñador—. Mientras cortaba leña, me cayó un árbol encima y apenas si puedo respirar.
     —No importa —dijo el pequeño plátano—. Toma esta seta y trágatela entera.
     El leñador se sintió tan bien que en seguida tomó el hacha y reanudó su trabajo. De nuevo volvió el pequeño plátano al bosque del hada. Esta vez estaba adornándose los cabellos con flores.
     —Ya sé lo que te ha sucedido —dijo, al verle—. Te has encontrado con alguien enfermo y le has dado la seta roja.
     —Así es —contestó el pequeño plátano—. Un leñador se partió todas las costillas y me dio lástima. Ahora mi padre no podrá enderezar su chepa.
     —No te preocupes —le consoló el hada—. Aún hay esperanza. En los mares australes hay una ostra que encierra una gran perla. Házsela tragar a tu padre, porque también ella, como el jarrito de leche y la seta roja, puede devolver la salud a cualquier enfermo.
     El pequeño plátano viajó hasta los mares australes y, tras no pocas dificultades, se hizo con la perla. Pero, cerca ya de su aldea,...halló a una mujer tumbada en el suelo y a un niño llorando a su lado.
     —Es mi madre —dijo el niño—. Se ha quemado todo el cuerpo. Estaba cocinando, cuando de pronto se le cayó encima un pote de agua hirviendo.
     —No llores más —dijo el pequeño plátano—. Con esto se curará.
     Y, en efecto, al tragar la perla recobró el conocimiento y desaparecieron todas sus quemaduras. Entonces la mujer metió la mano en una bolsa que llevaba y sacó un hermoso pavo real.
     —Acéptalo como prueba de mi agradecimiento —le suplicó la mujer y se marchó camino adelante.
      El pequeño plátano fue otra vez en busca del hada, pero no pudo encontrarla. Llorando, se dirigió a la casa de su padre.
     —No estés triste —le consoló el viejo Wang—. Una chepa no es tan horrorosa como piensas. Lo que hace repulsivos a los hombres es la maldad.
     —Sí —respondió el pequeño plátano—, pero tres veces tuve en mis manos el remedio y otras tantas lo regalé. Lo único que he conseguido, a la postre, ha sido este pavo real.
     —¿Y no estás contento? —volvió a decir el viejo Wang—. Los pavos reales son hermosos animales. Especialmente cuando abren su cola.
     Como si hubiera entendido sus palabras, el pavo extendió la cola. Era hermosísima. El pequeño plátano descubrió en ella la sonrisa del hada.
     —Has sido un buen muchacho —dijo sin dejar de sonreír—. Tienes un corazón tan tierno que, en verdad, mereces que tu padre sea curado.
     Entonces el pavo real comenzó a picar la chepa del viejo Wang. Su dolor era tan fuerte que se revolcó por el suelo, como los caballos. Sin embargo, al cabo de nueve segundos su chepa había desaparecido.
     — ¡Es asombroso! —repetía el viejo Wang—. Esto se lo debo a tu cariño.
     El pequeño plátano dio las gracias al hada, tocando tres veces el suelo con la frente. El pavo real se remontó entonces por encima de las nubes y desapareció para siempre.
---Fin---

06 junio 2012

EL CIPRÉS
Cuento de China

    Hace muchos años, en un pequeño pueblo a la orilla del Yangtse, vivía un comerciante llamado Li Jian. Se ganaba la vida con una tienda de especias y su carácter era tan fuerte como las mercancías que allí vendía. A los clientes que se atrevían a cuestionarle los precios enseguida los enviaba a freir espárragos, y pobre de aquel que osara llamar a su puerta para preguntar una dirección o pedir un poco de arroz. Li tenía dos perros de ojos feroces y cabeza cuadrada, y le costaba muy poco amenazar con ellos a cualquiera que se acercaba a su casa. A la mujer de Li no le gustaba el comportamiento de su marido, pero poco podía hacer para cambiarlo.
     Li vivía en una pequeña casa al lado de la carretera. La casita tenía tejado de pagoda, un patio estrecho en la entrada y un pequeño huerto detrás. Fuera de la casa, junto a la carretera, crecía un ciprés, que según decía Li había sido plantado por su bisabuelo. Era un árbol alto y esbelto, cuyas ramas más gruesas se proyectaban hacia el cielo y las más pequeñas colgaban hacia el suelo. Las ramillas eran de un tono rojizo oscuro. Li estaba orgulloso del árbol porque los protegía del sol de la tarde y en los calurosos días de verano daba sombra a la sala de estar.
     Un día, después de haber cenado arroz cocido, fideos y pescado, Li salió a tomar el fresco al patio. Se enfadó muchísimo a ver a un pobre y andrajoso vendedor ambulante que dormitaba bajo el árbol. ¿Cómo se había atrevido a entrar en su propiedad?, se dijo a si mismo.
    -¿Quiere decirme por qué otras personas han de disfrutar de la sombra de mi árbol? -dijo gritando y acercándose grandes zancadas al vendedor.
     Lo zarandeó bruscamente y le ordenó que se fuera. El pobre vendedor, aturdido porque le habían despertado tan de sopetón de su sueño, quería saber qué había hecho para merecer aquel trato.
     -¡Está durmiendo a la sombra de mi árbol! –le regañó Li, muy enojado.
     -Perdone, señor –dijo el vendedor humildemente-. Creía que los árboles eran de todo el mundo… y, además, éste se encuentra en propiedad pública.
     El vendedor ambulante miró a su alrededor como para asegurarse de que no había cometido ningún delito contra la propiedad.
     -Puede que sí, pero este árbol es mío, y nadie más puede disfrutar de él –respondió Li enfadándose cada vez más.
     Los perros habían acudido trotando hasta detrás de su amo y esperaban sus órdenes. El vendedor miró los ojos malignos de los animales, recogió sus artículos y salió a todo correr. El comerciante lo observó mientras se alejaba sin dejar de proferir maldiciones.
     Al cabo de unos días, el vendedor ambulante volvió a pasar cerca del árbol. Se detuvo un momento y sintió cómo se ruborizaban sus mejillas al pensar en los insultos que había tenido que soportar. Se sorprendió al oír que las ramas le susurraban algo al oído. Dio unos pasos atrás, satisfecho de la idea que el árbol le había trasmitido.
     Muchos días después, Li, al volver a la tienda, vio otra vez al mismo vendedor ambulante durmiendo bajo el árbol.
     -¿Cómo se ha atrevido a volver? –vociferó-. ¡Lárguese inmediatamente o haré que mis perros se le echen encima!
     -Perdone, señor –dijo el vendedor ambulante con el máximo respeto-, pero quiero hacerle una propuesta.
     ¿Una propuesta?, pensó Li. ¿Acaso estaba loco aquel hombre?
     -¿Y qué propuesta es esa? –preguntó con la última brizna de paciencia que le quedaba.
     -Me gustaría comprarle la sombra de su árbol –dijo el vendedor con aire decidido.
     -¿Comprar la sombra de mi árbol? –repitió Li.
     El vendedor ambulante asintió con la cabeza. El comerciante nunca había oído que nadie hubiera comprado la sombra de un árbol. Le pareció de lo más extraño, pero la curiosidad le venció.
     -¿Cuánto me da por ella? -preguntó con suspicacia.
     -Veinticinco monedas de oro -respondió el vendedor desatando una bolsita de tela para mostrar su tesoro.
     -¡Veinticinco monedas de oro! -repitió Li, intentando disimular su codicia. Y cerraron el trato. Por veinticinco monedas de oro el vendedor ambulante podía disfrutar de la sombra del árbol siempre que se le antojara. Pero antes de darle el dinero, el vendedor ambulante quiso redactar un contrato de venta en que se reflejaran los detalles de la transacción. Li le acompañó gustoso al notario, quien les extendió tres copias. Li se sintió muy satisfecho por haber hecho tan buen negocio y el vendedor ambulante se fue canturreando.
     Todos los días el vendedor iba a disfrutar de la sombra del ciprés. A veces se echaba una siesta y otras veces aprovechaba para guardar sus artículos en pequeñas bolsas. Un día llegó acompañado de algunos amigos que iban vestidos con ropa tan andrajosa como la suya. Se sentaron todos bajo el árbol y se pusieron a jugar una partida de cartas. Era un día de verano y, por la tarde, la sombra se proyectó sobre la sala de estar de Li. El vendedor y sus amigos recogieron las cartas y todas sus cosas y se trasladaron al interior de la casa. La mujer de Li, que estaba atareada en el huerto, oyó unas fuertes risotadas que venían de su casa. Para allí se fue como una exhalación y, al entrar, vio a una pandilla de hombres raros y zarrapastrosos tumbados por el suelo de su sala de estar.
     -¿Qué significa todo esto? -preguntó la mujer completamente desconcertada.
     -Mejor pregúntaselo a tu marido -dijo medio riéndose el vendedor ambulante, y siguió fijándose en la carta que pensaba jugar a continuación.
     La mujer de Li salió corriendo de su casa y le envió recado a su marido.
      Cuando Li llegó a casa, se quedó mudo de rabia. Al recuperar la voz, dijo a gritos:
      -¡Largo de mi casa, granujas!
      -¡Espere un minuto! -le dijo el vendedor ambulante, sacando del bolsillo la escritura del bolsillo y blandiéndola delante de la cara de Li-. Es mi sombra, ¿lo recuerda? Voy a donde ella va y ahora resulta que está dentro de su sala de estar.
      Los amigos ahogaron una carcajada tapándose la boca.
      Era absurdo. Presa del pánico, Li se dirigió a donde el notario para pedir justicia, quien repasó el contrato y meneó la cabeza por la insensatez de Li. No se podía hacer nada. El contrato no podía anularse sin el consentimiento de ambas partes. Li anduvo lentamente hacia su casa sin saber qué hacer. Por fin se le ocurrió une idea: volvería a comprar la sombra.
     -No es posible  -le dijo el vendedor ambulante.
     -¿Y por qué no? -preguntó Li nervioso.
     -Pues porque el precio ha subido y me parece que no lo podrá pagar -dijo el vendedor.
     -Le doy cincuenta monedas de oro -le ofreció Li, y las gotas de sudor le resbalaban por la frente.
     -Doscientas -le dijo el vendedor con decisión, y sus amigos asintieron con un movimiento de cabeza.
     -¡A  eso se le llama robo! -vociferó Li sacando la bolsa que llevaba escondida en el pecho para poder librarse de un vez por todas del vendedor ambulante.
     Éste se quedó muy satisfecho con lo que había ganado. Dicen que con parte de las monedas abrió un local en el pueblo en el que servían te de todas clases. Y desde luego siempre tenía una mesa vacía para que sus amigos pudieran jugar una partida de cartas. Incluso el casamentero le encontró esposa, y tuvo una vida llena de riqueza y felicidad. En cuanto Li Jian, se quedó sin nada. Su mujer, al igual que el dinero, le abandonó, y se pasó el resto de su vida acompañado por sus perros y maldiciendo el momento en que vio a aquel vendedor ambulante. Pero desde entonces, nunca más se negó a que alguien disfrutara de la sombra del gran ciprés.

---Fin---

20 marzo 2010

EL ÁRBOL INÚTIL
Versión de Osho

Lao Tse iba viajando con sus discípulos y llegaron a un bosque donde había cientos de leñadores cortando troncos porque se estaba construyendo un gran palacio.

Habían cortado casi todo el bosque, pero quedaba un árbol, un gran árbol con miles de ramas, tan grandes que su sombra podía cobijar a diez mil personas. Lao Tse pidió a sus discípulos que averiguaran por qué aquel árbol no se había cortado todavía, cuando el resto del bosque había sido talado y no quedaba nada.

Los discípulos fueron y preguntaron a los leñadores: —¿Por qué no habéis cortado este árbol?

—Este árbol es totalmente inútil —dijeron los leñadores—. No se puede hacer nada con él porque las ramas tienen muchos nudos. No hay ni un tramo recto. No se pueden construir pilares con él ni se pueden fabricar muebles. Tampoco se puede quemar su madera porque el humo es muy malo para los ojos, casi te puede dejar ciego. Este árbol es absolutamente inútil. Por eso no lo hemos cortado.

Los discípulos volvieron y relataron a su maestro las razones. Lao Tse se rió y dijo: —Sed como este árbol. Si queréis sobrevivir en el mundo sed como este árbol, absolutamente inútiles. Entonces nadie os hará daño. Si sois rectos os cortarán, alguien os convertirá en muebles. Si sois preciosos alguien os venderá en el mercado, os convertiréis en un bien de consumo. Sed como este árbol, absolutamente inútiles. Entonces nadie os podrá hacer daño. Y creceréis grandes y fuertes, y podréis dar sombra a miles de personas.

La lógica de Lao Tse es muy distinta de la lógica de tu mente. Él dice: sé el último. Muévete en el mundo como si no fueras. Sé un desconocido. No trates de ser el primero, no compitas, no trates de probar tu valía. No hace falta. Sé inútil y disfruta.

---Fin---

23 junio 2009

Cuento de China - EL PERAL ENCANTADO

EL PERAL ENCANTADO
Cuento de China

El señor Wei-San tenía una espléndida huerta. Sólo cultivaba perales y sus peras eran las mejores de todo el reino. Sin embar­go, tan buen campesino tenía un gran defecto: era tan tacaño como una vieja. Un día, cuando las peras estaban ya maduras, vio a unos niños meterse en la huerta. Eran pequeños y no hubieran podido comerse más de dos frutas cada uno, pero el señor Wei se puso hecho una fiera.
— ¿Es que os creéis que a mí no me cuestan nada estas pe­ras? — gritó, enfurecido —. ¡Salid en seguida de mi huerta o ahora mismo os parto la cabeza con este palo!
Los niños se marcharon corriendo, pero Wei-San se dijo:
«Es peligroso tener frutas tan buenas. Mañana mismo las car­garé en un carro y las llevaré a vender al mercado.»
Así lo hizo. Las fue arrancando una por una de los árboles y llenó una carreta. Cuando terminó, el sol estaba a punto de salir.
— Te vas a matar trabajando tanto — le regañó su esposa—. ¿Por qué nunca quieres que te ayude alguien a recoger las peras?
— ¿Estás loca? — respondió el señor Wei-San, malhumora­do —. Si tuviera jornaleros, cada uno me comería tres o cuatro peras. ¿Te das cuenta? ¡Tres o cuatro peras!
Aunque estaba rendido, se marchó en seguida al mercado.
— No puedo tener esta fruta tan a la vista — había dicho a su esposa, al despedirse —. Ciertamente estoy que no me tengo, pero, si no lo hago hoy, mañana me las hubieran comido esos la­dronzuelos.
En la ciudad unos niños quisieron subirse a su carreta, pero él se lo impidió a latigazos.
— ¿Está usted loco? — le riñeron los viandantes —. Esos críos sólo querían jugar.
— Sí, con sus estómagos — respondió el señor Wei-San—. ¡Ustedes no saben lo que me ha costado obtener estas peras! Son las mejores del reino — y se dirigió hacia el mercado.
Su primer cliente fue un bonzo. Era viejo y tenía muchas arru­gas en la cara.
— ¿Podrías darme una pera? — preguntó el bonzo —. Tengo mucha sed y hace tres días que no como.
Si tienes dinero, no habrá ningún problema — respondió el
señor Wei-San—. Con tres monedas de cobre puedes elegir la que más te guste.
Pero el bonzo no tenía dinero.
—Pertenezco a un monasterio muy pobre —dijo—. Todos los que vivimos en él somos mendigos.
—Pues entonces no hay más que hablar —replicó el señor Wei-San.
El bonzo era terco y volvió a la carga. Pero, tratándose de di­nero, el señor Wei-San nunca daba su brazo a torcer.
—Comprendo que tengas sed —decía—, pero cada una de estas peras representa una gota de mi sudor.
Entonces acertó a pasar por allí un joven. Vio la disputa entre el vendedor y el bonzo y quiso dirimirla.
— ¿Por qué discutís? —preguntó—. No está bien que perso­nas de vuestra edad den un espectáculo tan triste.
— Este bonzo cabezota está empeñado en que le regale mis peras —respondió el señor Wei-San.
— ¿Tus peras? — protestó el bonzo—. Yo sólo quiero una. Tengo sed y hace tres días que no como.
—Está bien —dijo el joven—. Yo te la compraré —y dio tres monedas de cobre al señor Wei-San.
El bonzo se la comió de tres mordiscos. Sólo dejó el rabo y el troncho. Parecía tan satisfecho que el joven decidió también com­prarse una pera.
—No gastes más dinero —le aconsejó el bonzo—. Si quieres peras, yo te daré las que quieras.
— ¿Lo ves? —dijo el señor Wei-San—. También a ti te ha en­gañado. Tenía dinero, pero se las arregló para que tú le pagaras una pera. Está claro.
El joven no sabía a quién hacer caso.
—Tráeme agua —comenzó diciendo el bonzo—. Es lo único que necesito.
Sin saber por qué, el joven le obedeció sin rechistar. Entonces el bonzo hizo un agujero en la tierra, metió en él el troncho de la pera y lo regó con cuidado. Al poco tiempo empezó a crecer un peral. En menos de cinco minutos se cubrió de hojas, floreció y se llenó de tantas peras, que a punto estuvieron sus ramas de que­brarse.
— ¡Asombroso! —exclamó el joven—. Ahora sé que eres un bonzo virtuoso.
«¿Será verdad que es un sabio? —se preguntó el señor Wei-San—. Lamentaría no haberle servido como se merece.»
Pero en seguida se tranquilizó diciendo:
«No, no puede ser. Hasta los sabios pagan por lo que comen.» El bonzo empezó a llamar a toda la gente que llenaba el mer­cado, diciendo:
— ¡Venid, venid todos los que queráis peras! Son gratis. Podéis llevaros las que necesitéis.
En seguida se reunió un gran gentío bajo el árbol. Todos lle­naron varias bolsas. Entonces el señor Wei-San se dijo: "¿Por qué no voy a poder yo también comer de esas peras?”Al fin y al cabo, ese árbol ha surgido del troncho de una de las mías.»
Su sabor, en efecto, era igual que el de las que él cultivaba.
«Cogeré varias cestas y así venderé más de las que he traído —continuó diciéndose—. Con ese dinero de sobra ampliaré la huerta.»
A codazos se abrió camino entre la gente. Como sabía cómo cortar fruta, en seguida cogió tres sacos. Se los cargó al hombro y corrió hacia la carreta.
— ¡No es posible! —gritó, espantado, y dejó caer el saco, ¡En su carro no había ni una sola pera! El bonzo las había he­cho volar una a una por los aires y las había ido colgando de las ramas de su peral. Los habitantes de la ciudad se las habían lleva­do gratis.
—Me está bien empleado por avaricioso. Iré a buscar al bonzo y le diré que repartiré parte de mi cosecha entre los mendigos.
Pero no pudo encontrarle. Hasta en las tabernas miró y todo fue inútil. El señor Wei-San estaba tan abatido que se dejó caer a la vera de un camino.
« ¿Qué será de mi mujer? —Se preguntaba, angustiado—. Pasará hambre este invierno, porque sólo he conseguido tres mo­nedas de cobre por toda mi cosecha de peras.»
En esto se paró a su lado una carreta.
— ¿Subes? —le preguntó el que la conducía—. Pareces muy cansado.
—Sí lo estoy —respondió el señor Wei-San—. ¿A dónde vas tú?
—A la aldea de Dhzuei —contestó el carretero.
— Entonces iré contigo, porque yo vivo allí y no tengo en qué volver. Por mi avaricia he perdido todo lo que tenía.
Durante todo el camino el carretero no dijo ni una sola pala­bra. A veces daba saltitos, como si le picara alguna pulga. El carro que conducía iba lleno de cerezas.
«Es extraño —se decía el señor Wei-San—. ¿Cómo es posible que este hombre se vuelva a casa con tanta fruta? ¿Es que no habrá podido vender mas?” Pero no le preguntó, porque bastante tenía con sus problemas. Cuando estaban cerca de su casa, se produjo un revuelo en el carro. De todas partes empezaron a salir gorriones. Hasta el carretero se transformó en uno y se marchó volando. El señor Wei-San se dio cuenta entonces de que aquella era su carreta.
—Ahora comprendo —se dijo—. El bonzo ordenó a esos pájaros que llenaran mi carro de fruta y me trajeran a casa.
A la mañana siguiente vendió la mitad de las cerezas y regaló la otra mitad. Aquel invierno él y su esposa no pasaron hambre.
—Es hermoso compartir— decía el señor Wei-San. Cuando llegó la primavera todos se quedaron asombrados, porque dejó a los niños entrar en la huerta y les permitió comer las peras que estaban caídas.


----Fin----

03 marzo 2009


EL ÁRBOL DEL DINERO 
Cuento de China

La aldea estaba cerca de las montañas. Eran altísimas y llenas de barrancos y despeñaderos. Algunos decían que las habitaban extraños monstruos que devoraban a la gente. Los jóvenes her­manos Hwang no lo creían, pero nunca se acercaban a las cum­bres. Un día, mientras araban sus campos, un caminante les pidió agua.
—Pareces muy cansado —le dijo Hwang-Si, el hermano más pequeño—. Quédate en nuestra casa y recupera las fuerzas.
—No puedo —respondió el caminante—. Si no continúo mi camino, es posible que florezca el árbol del dinero y yo haya hecho en balde este viaje,
— ¿El árbol del dinero? —preguntó Hwang-Dung, el hermano mayor.
Entonces el caminante les contó que en aquellas montañas detrás de la aldea existía, en efecto, un árbol del dinero. Si se le movía una vez, dejaba caer monedas de bronce, si dos, de plata, y si tres, de oro. Florecía una vez cada diez mil años y sus poderes sólo duraban tres días,
— ¿Y cómo sabes tú que ahora está a punto de florecer? —preguntó Hwang-Si.
—Lo dicen las estrellas —respondió el caminante—. Ahora brillan con más fulgor.
Hwang-Dung le suplicó que le llevara consigo, pero el cami­nante le rechazó, diciendo:
—Eres demasiado joven y todavía no conoces el valor del dinero. No sabrías qué hacer con él.
Desde aquel día Hwang-Dung soñó con el árbol del dinero. Hablaba de él a todo el mundo y se pasaba las horas muertas mirando a las montañas.
— ¿Por qué no me ayudas? Los campos están en sazón y yo necesito tus manos. No puedo recoger la cosecha yo solo —le dijo un día su hermano.
— ¡Trabajar! ¡Sólo piensas en trabajar! —refunfuñó él—. ¿Para qué sudar en los campos, si uno puede hacerse rico con el árbol del dinero?
—Eso son sueños..., sueños de pobre —replicó Hwang-Si, y le alargó una hoz.
Sin embargo, una mañana el pico más alto comenzó a emitir unos reflejos extraños. Tan pronto parecían de cobre como de plata u oro.
— ¡Es el árbol del dinero, que ha florecido! —se dijeron los aldeanos y partieron hacia la cumbre.
Hwang-Dung quiso seguirlos, pero le retuvo su hermano, diciendo:
—Mientras no terminemos la cosecha no te moverás de casa. Me lo prometiste por nuestros antepasados. No puedes volverte atrás.
—Está bien —respondió Hwang-Dung malhumorado. Y trabajó tan duro que aquella misma noche estaba recogido todo el grano. Entonces partió hacia la montaña.
— Espérame —le dijo su hermano—. Iré contigo.
—Así que a ti también te gusta el dinero, ¿eh? —preguntó, satisfecho. Hwang-Dung—. Ya sabía yo que en el fondo tú eras como los demás.
Pero la verdad era que Hwang-Si no quería dejar solo a su hermano.
«Si muere en esas cumbres —se dijo— no podría soportarlo. Me moriría de pena.»
No había supuesto mal. El camino era muy peligroso. En los barrancos se veían cuerpos de aldeanos que no habían sabido es­calar las empinadas laderas. A veces se oían gritos horribles y no se veía ningún pájaro.
— ¡Vaya! Parece que tenían razón los que afirmaban que aquí había monstruos. ¡Y nosotros nunca quisimos creerlo! —decía, arrepentido, Hwang-Si.
—No hables tanto y sigue caminando —le regañó Hwang-Dung—. El árbol del dinero sólo está al alcance de los fuertes. Los monstruos son un obstáculo más.
Pero tuvieron suerte. Durante dos días anduvieron por laderas escarpadas y no se toparon con ninguna fiera. No obstante. Hwang-Si estaba inquieto.
—Vámonos a casa. Si en verdad existe ese árbol, habrá perdi­do ya sus poderes. Llevamos dos días en estas montañas y él sólo florece tres.
Hwang-Dung le miró enfadado.
— ¡Si no hubiéramos perdido tanto tiempo en los campos, nuestras posibilidades de dar con él hubieran sido mayores!
Estaban rendidos y decidieron pasar la noche debajo de un ár­bol de ramas tan débiles como el bambú.
Hwang-Du refunfuñó:
— ¿Estás loco? ¡Este árbol está raquítico! ¿Por qué no buscamos otro mejor?
Hwang-Si, calmado, respondió:
—Si hacemos eso seremos pasto de las fieras. Aquí no nos buscarán.
—Tienes razón— volvió a decir Hwang-Dung y se arrepintió de haber sido tan rudo con su hermano.
A la mañana siguiente estaban recogiendo todas sus cosas, cuando una moneda de oro le dio a uno en la nariz.
— ¿Qué es esto? Preguntó, malhumorado— ¿Todavía tienes ganas de gastarme bromas?
Pero Hwang-Si no sabía explicarse de dónde había salido aquella moneda. Entonces levantaron la vista y descubrieron que, sin saberlo, habían pasado toda la noche bajo el árbol del dinero.
— ¡Es asombroso! — dijo Hwang-Dung y comenzó a sacudir el árbol.
Las monedas de cobre eran tan abundantes que podría hacerse una campana con ellas.
—Es suficiente. No muevas más el árbol— le aconsejó Hwang-Si—. Con este dinero podremos vivir holgadamente todo lo que nos queda de vida.
—No seas tonto —replicó Hwang-Dung, entusiasmado—. Esto es sólo cobre— y sacudió el árbol dos veces con todas sus fuerzas.
Tal y como les había dicho el caminante, al punto comenzaron a caer monedas de plata. Eran grandes como guijarros y cada una debía de pesar diez kilos. Los dos hermanos estaban maravillados.
—Déjalo ya —volvió a decir Hwang-Si—. Con esta plata harás ricas a cinco aldeas como la nuestra. ¿Para qué quieres más dinero?
Pero Hwang-Dung se había dejado llevar por la avaricia, y respondió:
— ¿Quién puede conformarse con la plata, teniendo el oro al alcance de los dedos?
Entonces sacudió el árbol con tal fuerza que a punto estuvo de arrancarlo de cuajo. Inmediatamente comenzaron a caer cantidades enormes de oro. Esta vez no eran monedas, sino pesadas rocas.
Como Hwang-Dung estaba debajo del árbol, le sepultaron y murió allí mismo.
—Te lo advertí. ¿Por qué no me hiciste caso? —dijo Hwang-Si, llorando. Pero no pudo recuperar su cuerpo. Tuvo que echar a correr, porque las rocas de oro empezaron a rodar por la pendiente. Parecía como si le persiguieran. Cuando, a propósito, cambiaba de dirección, el oro le seguía como si fuera un perrillo.
— ¡Yo no quiero riquezas! —iba gritando Hwang-Si—. ¡Sólo quiero recuperar el cuerpo de mi hermano!
Así llegaron a la aldea. Las rocas de oro saltaron por encima de las casas y fueron a caer en el campo de Hwang-Si.
— ¡Qué suerte! —decían los aldeanos—. Hemos perdido a muchos de nuestra familia, pero este joven nos ha traído la riqueza a todos.
Cogieron picos y se dirigieron en seguida al campo sobre el que se había detenido el oro. Pero, al llegar, no encontraron ni una sola pepita.
— ¿Qué has hecho con todo el oro que había en este campo? —preguntaron a Hwang-Si—. Desde luego es tuyo, pero esperábamos que te apiadaras de nuestra pobreza y nos dieras un poco.
—Os lo regalo todo —dijo el muchacho, llorando—. Por su culpa perdió mi hermano la vida en las montañas y ahora no puedo recuperar su cuerpo.
— Dejémosle tranquilo —se dijeron los aldeanos—. Lo más seguro es que haya enterrado todo el oro en el campo.
Los más avariciosos tomaron, pues, los picos y empezaron a cavar. Entonces encontraron unos granos dorados que no habían visto nunca.
— Es el oro, que se ha transformado en pepitas pequeñas —dijeron algunos.
Pero los granos se transformaban en harina blanca al molerlos con dos piedras, y los llamaron maíz.
A partir de aquel día toda la aldea los cultivó con esmero. Como la tierra era fértil, obtuvieron tres cosechas al año y se las vendieron a los pueblos vecinos.
La aldea prosperó tanto que se convirtió en una gran ciudad. En ella no había pobres ni mendigos, porque todos habían descubierto el valor del trabajo.
— ¿Para qué soñar con oro, cuando el cuerpo humano tiene dos brazos, que son las ramas del árbol del dinero?
Y recordaban al joven Hwang-Dung, que había muerto, vícti­ma de su avaricia, en las montañas.

---Fin---