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1/28/2022

Recuerdo para un peral icónico, de "grande" a villano, del narrador de historias

TOMÁS CASAL PITA 
El peral de Cubbington

El pueblo de Cubbington está situado en medio de Inglaterra, y con menos de 4.000 habitantes lo único que llamaba allí la atención era un peral, conocido como el peral de Cubbington. 
     Se trataba de un ejemplar de Pyrus communis var. communis de alrededor de 250 años de edad, siendo el segundo más grande del Reino Unido. Con un perímetro de 3,78 metros, estuvo sano y floreciente hasta el último de sus días, creciendo en un terreno privado, pero cerca de un camino desde el que se le podía admirar. 
   Votado como árbol del año en Inglaterra en 2015, al año siguiente quedó en octavo lugar en el concurso de “Árbol Europeo del Año”. Desde el año 2011 estaba amenazado por el proyecto de construcción de un tren de alta velocidad entre Londres y Birmingham y se barajaron diversas hipótesis para tratar de salvarlo y buscar una alternativa (un túnel, su reubicación, 20.000 firmas de petición al parlamento, etc…) todo ello acompañado de protestas y manifestaciones locales. Finalmente no fue posible por motivos económicos y por su edad y estado (su interior estaba hueco) y tan sólo se hicieron 40 esquejes de él para cultivarlos localmente. Finalmente fue cortado el 20 de octubre de 2020. 

Fotos de Mailonline News de 21/10/2020 y Árbol europeo del año

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2/09/2021

Un peral en la historia norteamericana, del narrador de historias

TOMÁS CASAL PITA
¿Un peral de 390 años?

      El “peral de Endicott” es un peral europeo (Pyrus communis) que está plantado en Danvers, condado de Essex (Massachusetts, en la costa este de EEUU), del que se dice que es el árbol frutal cultivado más antiguo de América del Norte. Los primeros colonos europeos desembarcaron en Plymouth Rock en 1620, entre ellos un puritano inglés llamado John Endicott quien, en 1629, fue el primer colonizador de la bahía de Massachusetts y se propuso hacer allí un lugar agradable para los nuevos colonos. Aproximadamente en 1630, con sus hijos como testigos, Endicott plantó uno de los primeros frutales cultivados en América: Una muestra de peral importada a través del Atlántico. Se dice que declaró en ese momento: “Espero que el árbol ame la tierra del nuevo mundo y que cuando nosotros ya no estemos, él todavía siga vivo” (una frase muy elocuente a día de hoy, que posiblemente ni sea cierta).
      Según los residentes de la zona, el árbol sigue vivo después de 390 años. La historia está narrada de la siguiente manera: en 1763 los colonos notaron que el árbol, apodado el peral Endicott, ya era “muy viejo” y mostraba señales de decaimiento. Pero aun así persistió y continúo dando frutas. En 1809, el árbol era tan famoso que incluso se dice que el presidente John Adams recibió una entrega especial de sus peras. Después de resistir tres fuertes huracanes que abatieron a la región durante la primera mitad del siglo XIX, el árbol se convirtió en una figura querida, e incluso se colocó una reja para protegerlo. En 1852, ya se proclamaba al peral de Endicott “el frutal de mayor edad en Nueva Inglaterra”. Para celebrar el día del árbol en 1890, la poetisa Lucy Larcom compuso un poema acerca del árbol enraizado hace tanto tiempo en la historia de América. Durante el siglo XX, el peral de Endicott perduró mientras los Estados Unidos – la nación a la que precede por 153 años – continuó creciendo a su alrededor. Mientras resistía fuertes huracanes, e incluso el ataque de un vándalo en la década de 1960, el árbol nunca dejó da dar fruta, calificada como “mediana, sin atractivo y de textura áspera”. Pese a ello, la fama del mismo llevó al Banco Nacional para la Conservación del Germoplasma (Departamento de Agricultura de EEUU) a clonar el peral de Endicott.
     Hasta aquí un resumen de lo que dicen los estadounidenses acerca de su árbol. Sin embargo, como en toda leyenda que se precie, no todos lo tienen asumido. No está claro que este venerado árbol sea el que plantó Endicott, puesto que está alejado de lo que fue su granja original. Desde su supuesta plantación hasta el siglo XX, hay tanto tiempo sin noticias de él, que la propia Wikipedia americana plantea sus dudas. La foto de los injertos tras el ataque del vándalo en los años 60, tampoco ayuda. En resumidas cuentas, cada cual tomará la parte que más le guste o aborrezca en función de su opinión. Yo solo lo he contado.
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6/23/2009

Cuento de China - EL PERAL ENCANTADO

EL PERAL ENCANTADO
Cuento de China

El señor Wei-San tenía una espléndida huerta. Sólo cultivaba perales y sus peras eran las mejores de todo el reino. Sin embar­go, tan buen campesino tenía un gran defecto: era tan tacaño como una vieja. Un día, cuando las peras estaban ya maduras, vio a unos niños meterse en la huerta. Eran pequeños y no hubieran podido comerse más de dos frutas cada uno, pero el señor Wei se puso hecho una fiera.
— ¿Es que os creéis que a mí no me cuestan nada estas pe­ras? — gritó, enfurecido —. ¡Salid en seguida de mi huerta o ahora mismo os parto la cabeza con este palo!
Los niños se marcharon corriendo, pero Wei-San se dijo:
«Es peligroso tener frutas tan buenas. Mañana mismo las car­garé en un carro y las llevaré a vender al mercado.»
Así lo hizo. Las fue arrancando una por una de los árboles y llenó una carreta. Cuando terminó, el sol estaba a punto de salir.
— Te vas a matar trabajando tanto — le regañó su esposa—. ¿Por qué nunca quieres que te ayude alguien a recoger las peras?
— ¿Estás loca? — respondió el señor Wei-San, malhumora­do —. Si tuviera jornaleros, cada uno me comería tres o cuatro peras. ¿Te das cuenta? ¡Tres o cuatro peras!
Aunque estaba rendido, se marchó en seguida al mercado.
— No puedo tener esta fruta tan a la vista — había dicho a su esposa, al despedirse —. Ciertamente estoy que no me tengo, pero, si no lo hago hoy, mañana me las hubieran comido esos la­dronzuelos.
En la ciudad unos niños quisieron subirse a su carreta, pero él se lo impidió a latigazos.
— ¿Está usted loco? — le riñeron los viandantes —. Esos críos sólo querían jugar.
— Sí, con sus estómagos — respondió el señor Wei-San—. ¡Ustedes no saben lo que me ha costado obtener estas peras! Son las mejores del reino — y se dirigió hacia el mercado.
Su primer cliente fue un bonzo. Era viejo y tenía muchas arru­gas en la cara.
— ¿Podrías darme una pera? — preguntó el bonzo —. Tengo mucha sed y hace tres días que no como.
Si tienes dinero, no habrá ningún problema — respondió el
señor Wei-San—. Con tres monedas de cobre puedes elegir la que más te guste.
Pero el bonzo no tenía dinero.
—Pertenezco a un monasterio muy pobre —dijo—. Todos los que vivimos en él somos mendigos.
—Pues entonces no hay más que hablar —replicó el señor Wei-San.
El bonzo era terco y volvió a la carga. Pero, tratándose de di­nero, el señor Wei-San nunca daba su brazo a torcer.
—Comprendo que tengas sed —decía—, pero cada una de estas peras representa una gota de mi sudor.
Entonces acertó a pasar por allí un joven. Vio la disputa entre el vendedor y el bonzo y quiso dirimirla.
— ¿Por qué discutís? —preguntó—. No está bien que perso­nas de vuestra edad den un espectáculo tan triste.
— Este bonzo cabezota está empeñado en que le regale mis peras —respondió el señor Wei-San.
— ¿Tus peras? — protestó el bonzo—. Yo sólo quiero una. Tengo sed y hace tres días que no como.
—Está bien —dijo el joven—. Yo te la compraré —y dio tres monedas de cobre al señor Wei-San.
El bonzo se la comió de tres mordiscos. Sólo dejó el rabo y el troncho. Parecía tan satisfecho que el joven decidió también com­prarse una pera.
—No gastes más dinero —le aconsejó el bonzo—. Si quieres peras, yo te daré las que quieras.
— ¿Lo ves? —dijo el señor Wei-San—. También a ti te ha en­gañado. Tenía dinero, pero se las arregló para que tú le pagaras una pera. Está claro.
El joven no sabía a quién hacer caso.
—Tráeme agua —comenzó diciendo el bonzo—. Es lo único que necesito.
Sin saber por qué, el joven le obedeció sin rechistar. Entonces el bonzo hizo un agujero en la tierra, metió en él el troncho de la pera y lo regó con cuidado. Al poco tiempo empezó a crecer un peral. En menos de cinco minutos se cubrió de hojas, floreció y se llenó de tantas peras, que a punto estuvieron sus ramas de que­brarse.
— ¡Asombroso! —exclamó el joven—. Ahora sé que eres un bonzo virtuoso.
«¿Será verdad que es un sabio? —se preguntó el señor Wei-San—. Lamentaría no haberle servido como se merece.»
Pero en seguida se tranquilizó diciendo:
«No, no puede ser. Hasta los sabios pagan por lo que comen.» El bonzo empezó a llamar a toda la gente que llenaba el mer­cado, diciendo:
— ¡Venid, venid todos los que queráis peras! Son gratis. Podéis llevaros las que necesitéis.
En seguida se reunió un gran gentío bajo el árbol. Todos lle­naron varias bolsas. Entonces el señor Wei-San se dijo: "¿Por qué no voy a poder yo también comer de esas peras?”Al fin y al cabo, ese árbol ha surgido del troncho de una de las mías.»
Su sabor, en efecto, era igual que el de las que él cultivaba.
«Cogeré varias cestas y así venderé más de las que he traído —continuó diciéndose—. Con ese dinero de sobra ampliaré la huerta.»
A codazos se abrió camino entre la gente. Como sabía cómo cortar fruta, en seguida cogió tres sacos. Se los cargó al hombro y corrió hacia la carreta.
— ¡No es posible! —gritó, espantado, y dejó caer el saco, ¡En su carro no había ni una sola pera! El bonzo las había he­cho volar una a una por los aires y las había ido colgando de las ramas de su peral. Los habitantes de la ciudad se las habían lleva­do gratis.
—Me está bien empleado por avaricioso. Iré a buscar al bonzo y le diré que repartiré parte de mi cosecha entre los mendigos.
Pero no pudo encontrarle. Hasta en las tabernas miró y todo fue inútil. El señor Wei-San estaba tan abatido que se dejó caer a la vera de un camino.
« ¿Qué será de mi mujer? —Se preguntaba, angustiado—. Pasará hambre este invierno, porque sólo he conseguido tres mo­nedas de cobre por toda mi cosecha de peras.»
En esto se paró a su lado una carreta.
— ¿Subes? —le preguntó el que la conducía—. Pareces muy cansado.
—Sí lo estoy —respondió el señor Wei-San—. ¿A dónde vas tú?
—A la aldea de Dhzuei —contestó el carretero.
— Entonces iré contigo, porque yo vivo allí y no tengo en qué volver. Por mi avaricia he perdido todo lo que tenía.
Durante todo el camino el carretero no dijo ni una sola pala­bra. A veces daba saltitos, como si le picara alguna pulga. El carro que conducía iba lleno de cerezas.
«Es extraño —se decía el señor Wei-San—. ¿Cómo es posible que este hombre se vuelva a casa con tanta fruta? ¿Es que no habrá podido vender mas?” Pero no le preguntó, porque bastante tenía con sus problemas. Cuando estaban cerca de su casa, se produjo un revuelo en el carro. De todas partes empezaron a salir gorriones. Hasta el carretero se transformó en uno y se marchó volando. El señor Wei-San se dio cuenta entonces de que aquella era su carreta.
—Ahora comprendo —se dijo—. El bonzo ordenó a esos pájaros que llenaran mi carro de fruta y me trajeran a casa.
A la mañana siguiente vendió la mitad de las cerezas y regaló la otra mitad. Aquel invierno él y su esposa no pasaron hambre.
—Es hermoso compartir— decía el señor Wei-San. Cuando llegó la primavera todos se quedaron asombrados, porque dejó a los niños entrar en la huerta y les permitió comer las peras que estaban caídas.


----Fin----