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6/09/2014

EL NACIMIENTO DEL COCOTERO
Tahití

Hina era la única hija de un rico propietario de Tahití. No tenía más que dieciséis años, pero a su padre se le había metido en la cabeza la idea de casarla.
      -Óyeme -le dijo-, invité a cenar a un príncipe muy rico que te vio el otro día en la playa y que está muy enamorado de ti. Ante todo, trata de ser muy amable y muestra bien todas tus cualidades porque, para ser princesa, la belleza no es suficiente.
      La muchacha prometió complacer a su padre y se puso a bailar de alegría y a cantar una canción que hablaba del matrimonio de los pájaros y las flores. Naturalmente, en cuanto su padre se refirió a un príncipe, ella pensó en un Príncipe Azul, a quien imaginaba joven, bello y lleno de ingenio y amabilidad. Se veía ya en un palacio de ensueño, atendida por una multitud de servidores y dando fiestas a las que invitaría a sus amigas, quienes se morirían de la envidia.
      Pasó todo el día mirándose en todos los espejos; se volvió a peinar veinte veces y se cambió diez veces de atuendo.
      Finalmente, cuando ya se aproximaba la hora de la cena, salió al jardín a acechar la llegada del príncipe.
      No tuvo que esperar mucho tiempo, porque la buenas maneras de un príncipe exigen ser cumplido, especialmente si está enamorado. El Sol comenzaba apenas a declinar cuando un barco de vela de color púrpura arribó al puerto. Las caracolas marinas sonaron, y el príncipe avanzó. Apenas lo vio, Hina palideció y se puso a temblar. Tartamudeó:
      -Pero... Pero si es el... el...
      El padre, que estaba a su lado, dijo ligeramente inquieto:
      -Pues sí, lo reconociste; es el príncipe de las anguilas. Sé bien que no es hermoso, pero su fortuna...
      El anciano no tuvo tiempo de decir nada más, porque profiriendo un grito de espanto, Hina se lanzó a la carrera hacia la montaña.
      Como se imaginarán ustedes, el príncipe de las anguilas se puso furioso.
      -¿Cómo? - rugió-. ¡Se están burlando de mi! Me prometieron una niña dulce y dócil, y lo que veo es una rapaza mal educada, que me encuentra feo. A mí, al más bello de los príncipes de los océanos...
      El padre de la pobre Hina se hallaba en una situación muy embarazosa porque había que aceptar que, por hermoso que el príncipe fuera a los ojos de las anguilas, habría asustado a cualquier muchacha, con esa cabeza de pez morena, con las manos como aletas y con ese largo cuerpo que brillaba a la luz del Sol mientras ondulaba sin cesar.
      -¡Esto no se quedará así! -gritó-. ¡Esa rapaza será castigada!
      Mientras el príncipe volvía a embarcar, Hina acosada por el miedo, escalaba una cuesta poblada de árboles, sin atreverse a volver la vista y convencida de que venían persiguiéndola. Corrió así hasta que llegó a la cima de la montaña, en donde cayó extenuada y perdió el conocimiento.
      Cuando despertó, estaba amaneciendo. Hina yacía en un lecho de hojas, al pie de un árbol, en el cual cantaban los pájaros. Junto a ella se hallaba sentado un anciano de barba blanca que estaba tocando una canción de cuna en un instrumento que tenía extraña forma. Al ver que ella abría los ojos, el anciano dejó de tocar y dijo con voz profunda y dulce:
      -No corres ningún peligro, Hina. Yo soy el Dios de la Montaña, y tú estás bajo mi protección. El príncipe de las anguilas no tendrá ninguna dificultad para encontrarte, pues tus cabellos son tan hermosos y sus reflejos son tan brillantes que su luz debe verse desde el océano; pero si viene a prenderte, yo te defenderé.
      Un poco más tranquila, Hina comió algunos frutos y se paseó por la floresta en compañía del anciano, quien llevaba al costado un largo sable de acero. Así pasaron algunas horas en la paz del inmenso bosque, en donde la brisa ligera que agitaba el follaje hacía revolotear sobre el musgo mariposas de luz del Sol. Luego, cuando se encontraban sentados en un tronco al borde del claro donde nacía un río, oyeron gruñir entre los matorrales.
      -Es él -dijo el Dios de la Montaña-. Ante todo, mantente siempre detrás de mi.
      Desenfundó su gran sable y se dirigió con paso firme al encuentro del príncipe, quien acababa de aparecer.
      -Vengo en busca de Hina -gritó el príncipe-. ¡Ella me pertenece!
      -Regresa al fondo del mar -respondió el dios-. Yo estoy en mi casa, y si tú osas aproximarte a esta niña, no vacilaré en golpearte.
      El príncipe sacó su espada, pero el viejo fue más rápido. Su hoja silbó en el aire y la cabeza del pez morena, cortada en seco, rodó por el suelo.
      No corrió una gota de sangre, y la cabeza desapareció en un hueco mientras que el cuerpo, retorciéndose, caía al río y era llevado hacia el mar. Cuando el anciano se aproximaba al hueco para echarle tierra, Hina oyó la voz del príncipe que decía:
      -Algún día, pequeña, cuando haya fuego en el cielo, tu y los tuyos vendréis a besarme en la boca.
      Hina quedó intrigada, pero el Dios de la Montaña la tranquilizó diciéndole que las cabezas de anguila, una vez cortadas, no sabían muy bien lo que estaban diciendo.
      El anciano echó tierra en el hueco e, inmediatamente, un árbol de una especie totalmente desconocida comenzó a crecer y, de un solo tirón, se abrió contra el cielo como un amplio parasol.
      Hina estaba realmente estupefacta, pero el anciano, que, como todos los dioses, había visto  muchas cosas, observó con calma:
      -Mira, e aquí un árbol de gran desarrollo. Me pregunto cómo vamos a llamarlo. Tendré que reflexionar con tranquilidad.
       Hina comprendió que el dios deseaba estar solo para dedicarse a su trabajo, y, como ya nada la amenazaba, regresó al pueblo. La cólera del padre era tan terrible que la hija comprendió que los dos ya no podrían vivir bajo el mismo techo.
       Se alejó del pueblo y estuvo trabajando de sirvienta hasta que conoció a un joven campesino. Se casaron y tuvieron dos hijos magníficos. Los niños debían tener cinco o seis años cuando llegó una gran sequía. Los ríos se agotaron; las fuentes dejaron de cantar; los pájaros desertaron para irse a lejanas islas y el fuego del cielo se hizo cada vez más ardiente. Como todas la madres, Hina estaba desesperada porque ya no tenía con qué dar de comer a sus hijos. Entonces pensó en el Dios de la Montaña y se dijo:  "Una vez me salvó; tal vez pueda ayudarme de nuevo".
       Acompañada de sus dos niños, tomó el camino de la montaña y encontró allí al dios sentado a la sombra del árbol que ambos habían visto brotar del hueco.
       -Tus hijos tienen mucha sed -dijo el anciano-, y esta fuente está seca. Sin embargo, les voy a dar de beber algo mucho mejor que el agua de las fuentes más puras.
       Levantando la cabeza, el dios gritó:
      -Coco, ¿quisieras, por favor, mandarme algo con qué quitarles la sed a esta mujer y a los niños?
      Desde lo alto del árbol, la voz gangosa de un papagayo respondió:
      -Ahí va, querido maestro, ¡ahí va, ahí va!
      Y tres frutos, que se parecían un poco a la nuez, pero que eran enormes, cayeron.
      El dios tomó uno y, mostrándoselo a Hina, le explicó:
      -Como ves, estos frutos tienen en la base tres manchas que se parecen aun poco a dos ojos y una boca. Con la punta de un cuchillo, voy a perforar la que parece una boca; debes pegar ahí los labios y aspirar.
      La joven bebió largo rato, mientras el dios preparaba los otros frutos para que los niños también calmaran su sed.
      Hina tenía tanta sed que sólo cuando hubo vaciado la nuez le vino a la memoria la predicción del príncipe de las anguilas. Quiso hablarle de esto al dios, pero desistió de hacerlo, un poco por la presencia de los niños. Además, en lo alto, un papagayo preguntaba a gritos:
      -Entonces, ¿les gustan los cocos?
      Pronto todos los niños de la isla vinieron a quitarse la sed bajo este árbol maravilloso, y se plantaron tantos cocoteros que en corto tiempo hubo cocos para todos los niños de Tahití.

---FIN---

1/03/2011

EL PESCADOR COCOTERO
Nueva Guinea

     Bueno, ya sabéis cómo son las cosas: algunas personas siempre van a la suya. Siempre lo han hecho y siempre lo harán. De modo que, cuando en el origen de los tiempos, los habitantes de Nueva Irlanda decidieron que lo mejor era que todos se ocuparan de todo —un poco de pesca, cierto cuidado de la granja y algo de caza—, uno de los hombres no aceptó la decisión de los demás.
     —Yo soy pescador —reclamó—. Es lo que conozco y a lo que me dedico. No pienso perder el tiempo esperando a que la comida brote de un trozo de estúpida tierra marrón, pudiendo estar en el luminoso mar azul, recogiendo los alimentos que están ahí, esperándome.
     —Pero es más justo compartir el trabajo —apuntaron los demás—. Debemos turnarnos y hacer un poco de todo.
     —No pienso hacerlo —sentenció el pescador, y se alejó para ocuparse de sus cosas.
     Es posible que él fuese el mejor a la hora de capturar peces y que otros tuviesen más traza que él para crear  jardines o cultivar huertos. Pero ésa no era la cuestión. Los habitantes del poblado estaban molestos y decidieron darle una lección. —Entonces, dejemos que cuide de sí mismo —exclamaron—,Y que se quede todo lo que pesque. ¿Por qué habríamos de preferir el pescado a la batata y la colocasia que tanto trabajamos para cultivar, o a la dulzura de la miel que encontramos en el bosque?
     De modo que, cuando aquella noche el pescador regresó al poblado con su pes­ca, no le hicieron el menor caso. No le dirigieron la palabra, ni le saludaron siquie­ra y, por supuesto, nadie comió con él ni trocó un alimento por otro.
     Cansado como estaba después de pasar todo el día en el mar, el pobre pescador fue de puerta en puerta, hasta llegar al inicio del bosque. Para entonces, ya había caí­do la noche.
     «Tal vez encuentre algo de batata silvestre», se dijo, al tiempo que improvisaba una antorcha con un trozo de bambú. Se adentró en el bosque hasta que llegó a un lugar que le pareció prometedor. Fijó la antorcha en su espalda para ver dónde cavaba.
     Pero cuando se inclinó para sacar una raíz, la llama de la antorcha le prendió fue­go a su pelo. Cayó sin poderlo remediar y, como no había nadie cerca para ayudar­le, murió en el agujero que él mismo había cavado.
     Al día siguiente, cuando los habitantes del poblado encontraron su cuerpo, se arrepintieron de su comportamiento. Pero mientras le enterraban, se dijeron: «El quiso ir a la suya».
     Y probablemente le hubieran olvidado sin más de no ser por el extraño brote que creció sobre su tumba. Poco a poco, el tallo se fue haciendo grueso hasta con­vertirse en un tronco y, al cabo de muchos meses, al árbol le nacieron unas largas hojas. Nadie sabía lo que era, pero todos se esmeraban en cuidarlo.
     Al cabo de un año, el árbol dio un extraño fruto verde y redondo, y los niños del poblado acudieron a verlo madurar. Cuando por fin cayó al suelo, todos los isle­ños se congregaron para ver qué contenía.
     Quitaron una gruesa cáscara verde y encontraron un fruto del tamaño de la cabeza de un hombre. Era rugoso y marrón como un rostro curtido por el viento y el sol, y tenía tres agujeros que recordaban la cuenca de dos ojos y el orificio de una boca.
     Entonces, los habitantes del poblado lo entendieron todo. ¡El pescador había regresado! Pero en aquella ocasión, en lugar de peces, les proporcionaba bebida y alimento: el agua dulce y la carne blanca y firme del coco.
     Y así fue como el hombre que nunca había cultivado nada a lo largo de su vida dio, con su muerte, el mejor de todos los frutos.
---Fin---