RICHARD GONZÁLEZ, en "El País"
Y las moringas frenaron el avance del desierto
Este árbol centenario ha sido clave para ralentizar la pérdida de cultivos en diversas áreas de Túnez gracias a una iniciativa que emplea sobre todo a mujeres agricultoras en situación vulnerable
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El nieto de Fátima junto a una moringa en la parcela familiar. Ricard González
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Los caminos que llevan al compromiso medioambiental son variados. A
menudo, parten de un interés propio. A veces del amor a una tierra o una
persona, como el de una nieta urbanita por su abuela agricultora.
Este es el caso de Sarah Toumi, fundadora de la ONG
Acacias For All (AFA),
que tiene como objetivo luchar contra la desertificación y expandir la
agricultura ecológica en Túnez. “La tierra cada vez iba dando menos
rendimiento. Antes, además de los olivos, mi abuela cultivaba las
verduras que consumía. Poco a poco, tuvo que pasar a comprar las
verduras en el mercado”, recuerda Toumi, una francotunecina de 32 años
residente en París. “Los campesinos locales están sufriendo”, apostilla.
Aunque sus estudios de Literatura Francesa poco tenían que ver con la
agricultura, Toumi empezó a buscar una solución al grave problema de la
desertificación en Bir Salah, el pueblo de sus ancestros, y en el que
pasaba sus veranos. Tiene 5.000 habitantes y está situado en la franja
central del país. A su alrededor, y durante varios kilómetros, el
paisaje es monótono: hileras infinitas de olivos, convertidos en el
monocultivo de toda la región.
Según el Observatorio Tunecino del Agua, el país magrebí vive una
situación de “estrés hídrico”, pues el consumo anual por habitante
es de 480 metros cúbicos,
menos de la mitad del umbral fijado por la ONU. Hasta un 75% del
territorio nacional sufre de diversos grados de riesgo de
desertificación. “La comunidad internacional se preocupa por el Sahel,
pero en Túnez es ya una realidad. Si no tomamos medidas, en 30 años
buena parte del país será un desierto”, advierte esta emprendedora
social.
A través de su padre, que había vivido en Sudán, Toumi conoció la
acacia, un árbol que crece en los climas áridos y necesita poco agua
para subsistir. En Túnez, era un árbol común, pero esta especie fue
talada para cultivar trigo. En 2012, Toumi lanzó un proyecto de
crowfunding,
y con los 3.000 euros que recabó compró y plantó 1.000 acacias en Bir
Salah. Sin embargo, la idea no acabó de cuajar y no se llegó a replicar
la experiencia. “No hay un mercado en Túnez para la goma arabiga, su
resina”, explica resignado Taieb Nemissi, un ingeniero agrónomo que
trabaja en la ONG desde 2017.
Aunque sus estudios de Literatura Francesa poco
tenían que ver con la agricultura, Toumi empezó a buscar una solución al
grave problema de la desertificación en Bir Salah, el pueblo de sus
ancestros
La filosofía detrás de la creación de
AFA va más allá de la
plantación de este árbol, y consiste en difundir la práctica de la
agricultura sostenible entre los campesinos tunecinos y aumentar sus
rendimientos, formarles en los principios del cultivo ecológico, e
introducir nuevas tecnologías para el ahorro del agua, como el riego
gota a gota. A pesar de que este sector representa un
9% del PIB de Túnez y emplea al 15% de su mano de obra, su modernización no ha sido un objetivo prioritario para los últimos Gobiernos.
En buena parte, la mano de obra es femenina y las condiciones
paupérrimas: sueldos de dos euros al día y sin cobertura social. Por
eso, muchos hombres prefieren quedarse en los cafés y envían al campo a
sus esposas. “Con la finalidad de empoderar a las marginadas mujeres del
ámbito rural, trabajamos solo con ellas”, afirma Toumi, que siempre ha
querido que
AFA no tenga solo una perspectiva ambiental
sino también de género.
Aquella primera iniciativa voluntarista surgida del
crowfunding
se ha convertido en una organización sólida que da empleo a 15 personas
y trabaja con más de 120 agricultoras en tres regiones que abarcan
climas diferentes: en Bir Salah, en el centro del país; en Kebili, en el
suroeste, en el borde del desierto, y en Zaguan, una región montañosa.
El crecimiento ha sido posible gracias al reconocimiento internacional a
la iniciativa, que ha ido acumulando premios internacionales para
emprendedores sociales: Ashoka, Rolex Award for Enterprise, Echoing
Green y La France S'engage Au Sud.
El crecimiento de la ONG no solo ha sido en volumen, sino también en
conocimientos. La investigación sobre las especies mejor adaptadas a
cada entorno local les ha llevado, entre otras cosas, a sustituir las
acacias por las moringas, un árbol originario de la India y que presenta
numerosas cualidades. “Necesita también poca agua, pero además crece
muy rápido, y puede hacer de parasol a las especies que crecen debajo
suyo, lo que reducirá el agua necesaria para regarlas”, asevera Nemissi.
Sus raíces penetran hasta 60 metros en el subsuelo.
Además, todas sus partes —hojas, vaina, flores, frutos, semilla, raíces— son comestibles.
Sus hojas son muy apreciadas en algunos países para la preparación de
infusiones que facilitan la disgestión y se utilizan también como
condimento (aportan el doble de proteínas que un yogur). De su flor, se
produce miel, sus frutos se pueden comer crudos o fritos, y sus semillas
se usan para purificar el agua. Nemissi habla con tal entusiasmo del
moringa, que uno se pregunta porque no cambiaron el nombre de la
organización. “Es una cuestión de marketing. Con
Acacias For All
nos dimos a conocer, y lo hemos mantenido”, dice con una sonrisa de
oreja a oreja. Algunos inversores “verdes” estadounidenses apoyan el
proyecto para importar los frutos.
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Leila en su huerto rodeada de moringas. Ricard González |
“Este es nuestro tercer año cultivando moringas, y el primero que ya
hemos utilizado semillas propias”, explica Nemissi mientras acaricia el
fruto del árbol, que se asemeja a la algarroba. “El año pasado, algunas
campesinas ya consiguieron doblar beneficios, pasando de los 800 dinares
(260 euros) al año, a 1600 dinares (530 euros) en un terreno de 500
metros cuadrados”, asegura orgullosa Toumi.
Además de formar a los miembros de las cooperativas de las tres regiones donde trabaja,
AFA
ejerce de conexión con el mercado, creando cadenas de valor. La
organización compra la producción a las cooperativas y de sus
beneficios, un 20% lo devuelve en forma de primas a las campesinas, un
20% lo dedica a proyectos sociales en Bir Salah (ha renovado la escuela y
el dispensario), y el 60% restante lo reinvierte en el crecimiento de
la propia asociación.
Fátima, una mujer que supera los 60 años y acude a su parcela
ataviada con un velo rojo y alpargatas, anida esperanzas de que el año
próximo será mejor que el pasado. “Un insecto nos mató varios ejemplares
poco después de plantarlos, y aún no hemos obtenido los beneficios que
preveíamos”, comenta, mientras sus nieto, un niño rubio de ojos
azulísimos, escucha atento. La parcela de Fátima es el prototipo
diseñado por la ONG: 500 metros cuadrados delimitados por cuatro olivos,
cada uno en un vértice. Y entre ellos, filas de moringas alternadas con
almendros, manzanos, aloevera, tomates... Todos regados con un sistema
de gota a gota. Siguiendo las enseñanzas de la agricultura sostenible,
hasta una decena de especies conviven de forma armoniosa en un terreno
que antes era arenoso.
El huerto de Leila no se vio afectada por ninguna plaga, y se muestra
“muy satisfecha” con el nuevo sistema. En su parcela, algún árbol ya se
acerca a los dos metros. “Cuando era pequeña, llovía más que ahora, y
la tierra era más fértil. Solo hacía falta plantar, y las verduras
crecían solas”, recuerda con nostalgia esta mujer afable y de sonrisa
perenne. “De momento, hemos implantado el nuevo sistema en el huerto al
lado de casa. Pero va tan bien, que nos planteamos exportarlo a las
tierras de mi hermano”, dice estirando el brazo, dando a entender que se
hallan lejos del pueblo.
Fátima no quiere pensar en el futuro de su terreno de cultivo, cuando
ella y su marido ya no tengan fuerzas para ocuparse de él. “Los jóvenes
no quieren trabajar la tierra. Prefieren ir a la universidad, y tener
un trabajo cómodo y que dé más dinero”, lamenta. Sin embargo, Anís, un
estudiante de 21 años que colabora la ONG, discrepa de esta reflexión. A
él le gusta el trabajo en el campo, aunque en el futuro espera
combinarlo con un empleo relacionado con sus estudios de Ingeniería
Civil. “No es cierto que los jóvenes no quieran ser agricultores, pero
quieren que sea un trabajo digno, con un sueldo para vivir”, afirma. Al
menos en Bir Salah, ello dependerá del éxito y expansión del modelo que
quiere implantar
AFA.
La inquieta mente de Toumi ya está desarrollando nuevas y ambiciosas
ideas, como la formación de una barrera verde de acacias desde Túnez a
Marruecos que frene la expansión del Sáhara. Para este fin, la acacia es
más potente que el moringa. “Ya hay algunos inversores interesados.
Veremos”, desliza misteriosa. La lucha contra la desertificación y el
cambio climático, además de sacrificios y el abandono de algunos malos
hábitos y comodidades, también requiere de imaginación. Y a esta
emprendedora, que a los 14 años creó la biblioteca de Bir Salah gracias a
libros donados en Francia, no le faltan ideas.
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