sábado, 8 de febrero de 2020

RICHARD GONZÁLEZ, en "El País"
Y las moringas frenaron el avance del desierto
Este árbol centenario ha sido clave para ralentizar la pérdida de cultivos en diversas áreas de Túnez gracias a una iniciativa que emplea sobre todo a mujeres agricultoras en situación vulnerable
El nieto de Fátima junto a una moringa en la parcela familiar.



El nieto de Fátima junto a una moringa en la parcela familiar.
      Los caminos que llevan al compromiso medioambiental son variados. A menudo, parten de un interés propio. A veces del amor a una tierra o una persona, como el de una nieta urbanita por su abuela agricultora.
     Este es el caso de Sarah Toumi, fundadora de la ONG Acacias For All (AFA), que tiene como objetivo luchar contra la desertificación y expandir la agricultura ecológica en Túnez. “La tierra cada vez iba dando menos rendimiento. Antes, además de los olivos, mi abuela cultivaba las verduras que consumía. Poco a poco, tuvo que pasar a comprar las verduras en el mercado”, recuerda Toumi, una francotunecina de 32 años residente en París. “Los campesinos locales están sufriendo”, apostilla.
Aunque sus estudios de Literatura Francesa poco tenían que ver con la agricultura, Toumi empezó a buscar una solución al grave problema de la desertificación en Bir Salah, el pueblo de sus ancestros, y en el que pasaba sus veranos. Tiene 5.000 habitantes y está situado en la franja central del país. A su alrededor, y durante varios kilómetros, el paisaje es monótono: hileras infinitas de olivos, convertidos en el monocultivo de toda la región.
     Según el Observatorio Tunecino del Agua, el país magrebí vive una situación de “estrés hídrico”, pues el consumo anual por habitante es de 480 metros cúbicos, menos de la mitad del umbral fijado por la ONU. Hasta un 75% del territorio nacional sufre de diversos grados de riesgo de desertificación. “La comunidad internacional se preocupa por el Sahel, pero en Túnez es ya una realidad. Si no tomamos medidas, en 30 años buena parte del país será un desierto”, advierte esta emprendedora social.
     A través de su padre, que había vivido en Sudán, Toumi conoció la acacia, un árbol que crece en los climas áridos y necesita poco agua para subsistir. En Túnez, era un árbol común, pero esta especie fue talada para cultivar trigo. En 2012, Toumi lanzó un proyecto de crowfunding, y con los 3.000 euros que recabó compró y plantó 1.000 acacias en Bir Salah. Sin embargo, la idea no acabó de cuajar y no se llegó a replicar la experiencia. “No hay un mercado en Túnez para la goma arabiga, su resina”, explica resignado Taieb Nemissi, un ingeniero agrónomo que trabaja en la ONG desde 2017.
     Aunque sus estudios de Literatura Francesa poco tenían que ver con la agricultura, Toumi empezó a buscar una solución al grave problema de la desertificación en Bir Salah, el pueblo de sus ancestros
La filosofía detrás de la creación de AFA va más allá de la plantación de este árbol, y consiste en difundir la práctica de la agricultura sostenible entre los campesinos tunecinos y aumentar sus rendimientos, formarles en los principios del cultivo ecológico, e introducir nuevas tecnologías para el ahorro del agua, como el riego gota a gota. A pesar de que este sector representa un 9% del PIB de Túnez y emplea al 15% de su mano de obra, su modernización no ha sido un objetivo prioritario para los últimos Gobiernos.
     En buena parte, la mano de obra es femenina y las condiciones paupérrimas: sueldos de dos euros al día y sin cobertura social. Por eso, muchos hombres prefieren quedarse en los cafés y envían al campo a sus esposas. “Con la finalidad de empoderar a las marginadas mujeres del ámbito rural, trabajamos solo con ellas”, afirma Toumi, que siempre ha querido que AFA no tenga solo una perspectiva ambiental sino también de género.
     Aquella primera iniciativa voluntarista surgida del crowfunding se ha convertido en una organización sólida que da empleo a 15 personas y trabaja con más de 120 agricultoras en tres regiones que abarcan climas diferentes: en Bir Salah, en el centro del país; en Kebili, en el suroeste, en el borde del desierto, y en Zaguan, una región montañosa. El crecimiento ha sido posible gracias al reconocimiento internacional a la iniciativa, que ha ido acumulando premios internacionales para emprendedores sociales: Ashoka, Rolex Award for Enterprise, Echoing Green y La France S'engage Au Sud.
     El crecimiento de la ONG no solo ha sido en volumen, sino también en conocimientos. La investigación sobre las especies mejor adaptadas a cada entorno local les ha llevado, entre otras cosas, a sustituir las acacias por las moringas, un árbol originario de la India y que presenta numerosas cualidades. “Necesita también poca agua, pero además crece muy rápido, y puede hacer de parasol a las especies que crecen debajo suyo, lo que reducirá el agua necesaria para regarlas”, asevera Nemissi. Sus raíces penetran hasta 60 metros en el subsuelo.
     Además, todas sus partes —hojas, vaina, flores, frutos, semilla, raíces— son comestibles. Sus hojas son muy apreciadas en algunos países para la preparación de infusiones que facilitan la disgestión y se utilizan también como condimento (aportan el doble de proteínas que un yogur). De su flor, se produce miel, sus frutos se pueden comer crudos o fritos, y sus semillas se usan para purificar el agua. Nemissi habla con tal entusiasmo del moringa, que uno se pregunta porque no cambiaron el nombre de la organización. “Es una cuestión de marketing. Con Acacias For All nos dimos a conocer, y lo hemos mantenido”, dice con una sonrisa de oreja a oreja. Algunos inversores “verdes” estadounidenses apoyan el proyecto para importar los frutos.



Leila en su huerto rodeada de moringas.


Leila en su huerto rodeada de moringas.
      “Este es nuestro tercer año cultivando moringas, y el primero que ya hemos utilizado semillas propias”, explica Nemissi mientras acaricia el fruto del árbol, que se asemeja a la algarroba. “El año pasado, algunas campesinas ya consiguieron doblar beneficios, pasando de los 800 dinares (260 euros) al año, a 1600 dinares (530 euros) en un terreno de 500 metros cuadrados”, asegura orgullosa Toumi.
     Además de formar a los miembros de las cooperativas de las tres regiones donde trabaja, AFA ejerce de conexión con el mercado, creando cadenas de valor. La organización compra la producción a las cooperativas y de sus beneficios, un 20% lo devuelve en forma de primas a las campesinas, un 20% lo dedica a proyectos sociales en Bir Salah (ha renovado la escuela y el dispensario), y el 60% restante lo reinvierte en el crecimiento de la propia asociación.
     Fátima, una mujer que supera los 60 años y acude a su parcela ataviada con un velo rojo y alpargatas, anida esperanzas de que el año próximo será mejor que el pasado. “Un insecto nos mató varios ejemplares poco después de plantarlos, y aún no hemos obtenido los beneficios que preveíamos”, comenta, mientras sus nieto, un niño rubio de ojos azulísimos, escucha atento. La parcela de Fátima es el prototipo diseñado por la ONG: 500 metros cuadrados delimitados por cuatro olivos, cada uno en un vértice. Y entre ellos, filas de moringas alternadas con almendros, manzanos, aloevera, tomates... Todos regados con un sistema de gota a gota. Siguiendo las enseñanzas de la agricultura sostenible, hasta una decena de especies conviven de forma armoniosa en un terreno que antes era arenoso.
     El huerto de Leila no se vio afectada por ninguna plaga, y se muestra “muy satisfecha” con el nuevo sistema. En su parcela, algún árbol ya se acerca a los dos metros. “Cuando era pequeña, llovía más que ahora, y la tierra era más fértil. Solo hacía falta plantar, y las verduras crecían solas”, recuerda con nostalgia esta mujer afable y de sonrisa perenne. “De momento, hemos implantado el nuevo sistema en el huerto al lado de casa. Pero va tan bien, que nos planteamos exportarlo a las tierras de mi hermano”, dice estirando el brazo, dando a entender que se hallan lejos del pueblo.
Fátima no quiere pensar en el futuro de su terreno de cultivo, cuando ella y su marido ya no tengan fuerzas para ocuparse de él. “Los jóvenes no quieren trabajar la tierra. Prefieren ir a la universidad, y tener un trabajo cómodo y que dé más dinero”, lamenta. Sin embargo, Anís, un estudiante de 21 años que colabora la ONG, discrepa de esta reflexión. A él le gusta el trabajo en el campo, aunque en el futuro espera combinarlo con un empleo relacionado con sus estudios de Ingeniería Civil. “No es cierto que los jóvenes no quieran ser agricultores, pero quieren que sea un trabajo digno, con un sueldo para vivir”, afirma. Al menos en Bir Salah, ello dependerá del éxito y expansión del modelo que quiere implantar AFA.
     La inquieta mente de Toumi ya está desarrollando nuevas y ambiciosas ideas, como la formación de una barrera verde de acacias desde Túnez a Marruecos que frene la expansión del Sáhara. Para este fin, la acacia es más potente que el moringa. “Ya hay algunos inversores interesados. Veremos”, desliza misteriosa. La lucha contra la desertificación y el cambio climático, además de sacrificios y el abandono de algunos malos hábitos y comodidades, también requiere de imaginación. Y a esta emprendedora, que a los 14 años creó la biblioteca de Bir Salah gracias a libros donados en Francia, no le faltan ideas.
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