martes, 10 de marzo de 2009

LAS CUCHARAS ROBADAS
Cuento de Grecia

      Hace mucho tiempo, cuando el mundo era nuevo y todavía no estaba ter­minado, y los árboles caminaban y hablaban como el resto de las criatu­ras vivas, Zeus, el rey de los dioses, organizó una gran fiesta en el monte Olimpo. La música era celestial, la comida, divina, y hasta los cubiertos brillaban. Todo el que era alguien estaba en la fiesta y todo el mundo estaba impre­sionado.
      Zeus se sentía muy complacido... hasta que, al día siguiente, al ir a guardar la vajilla, se dio cuenta de que faltaban sus cucharas de plata. Era evidente que alguno de los invitados al convite las había robado. Zeus, furioso, ordenó a Ganímedes, el mayordomo real, que bajase a la tierra e interrogase a los sospechosos. Para empezar, Ganímedes se dirigió al roble, que exclamó ultrajado:
      —¡Yo soy el rey de los árboles! No tengo necesidad de robar. Además, tengo muchos cálices con forma de cuchara, hechos a la medida de cada bellota. ¿Para qué habría de querer más?
      El abedul reaccionó con idéntica indignación:
      —Estoy cubierto de plata desde el tronco hasta las ramas —repuso—. ¡No nece­sito unas estúpidas cucharas para embellecerme!
      —¡Cómo osas preguntarme algo así! —contestó el olmo al instante. ¡Soy dema­siado recto para caer en esa clase de bajezas!
      El pobre Ganímedes iba de árbol en árbol y no hacía más que disculparse. Estaba a punto de rendirse cuando se acercó al chopo. Éste había bajado las ramas situadas a su espalda y se inclinaba hacia el horizonte. Era la viva imagen de la inocencia.
      —Supongo que no sabes nada de las cucharas de Zeus, ¿verdad chopo? —inquirió Ganímedes sin demasiada fe.
      —¿Zeus? — repitió el chopo como si nunca antes hubiese oído ese nombre—. ¿Cucharas? ¡Qué cucaracha! Adoptó un aire exageradamente inocente que resultaba sospechoso. Ganímedes se fijó más en él.
      —¿Por qué están así tus ramas? —inquirió con desconfianza.
      —¿Así, cómo?
      —Así, dobladas hacia atrás, como si ocultaras algo —apuntó Ganímedes—. Levántalas para que pueda echar un vistazo.
      El chopo se encogió de hombros y levantó un poco el extremo de sus ramas.
      —¡Aquí tienes! —exclamó—. ¿Lo ves? No hay nada. Ahora, déjame en paz.
      —Más alto —exigió Ganímedes—. ¡Elévalas más!
      Al chopo no le quedó alternativa. Levantó sus ramas, las estiró durante un segundo y las volvió a bajar enseguida. Pero no lo hizo lo bastante rápido. Las cucharas cayeron formando un río de plata en medio de un estruendo de tintineos y repiqueteos.
      —¡Oh! —exclamó el chopo, que palideció de golpe—. ¡No me explico cómo han llegado hasta aquí! Pero nadie lo creyó.
      Por eso, hasta la fecha, el anverso de las hojas de los chopos sigue conservando el color blanco propio del rostro de los ladrones en el momento de ser descubiertos y tienen, además, un resto del color plateado de las cucharas. El chopo fue castigado y, desde entonces, mantiene sus ramas elevadas y rectas para mostrar que no oculta nada.

---Fin---

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