martes, 3 de marzo de 2009


EL ÁRBOL DEL DINERO 
Cuento de China

La aldea estaba cerca de las montañas. Eran altísimas y llenas de barrancos y despeñaderos. Algunos decían que las habitaban extraños monstruos que devoraban a la gente. Los jóvenes her­manos Hwang no lo creían, pero nunca se acercaban a las cum­bres. Un día, mientras araban sus campos, un caminante les pidió agua.
—Pareces muy cansado —le dijo Hwang-Si, el hermano más pequeño—. Quédate en nuestra casa y recupera las fuerzas.
—No puedo —respondió el caminante—. Si no continúo mi camino, es posible que florezca el árbol del dinero y yo haya hecho en balde este viaje,
— ¿El árbol del dinero? —preguntó Hwang-Dung, el hermano mayor.
Entonces el caminante les contó que en aquellas montañas detrás de la aldea existía, en efecto, un árbol del dinero. Si se le movía una vez, dejaba caer monedas de bronce, si dos, de plata, y si tres, de oro. Florecía una vez cada diez mil años y sus poderes sólo duraban tres días,
— ¿Y cómo sabes tú que ahora está a punto de florecer? —preguntó Hwang-Si.
—Lo dicen las estrellas —respondió el caminante—. Ahora brillan con más fulgor.
Hwang-Dung le suplicó que le llevara consigo, pero el cami­nante le rechazó, diciendo:
—Eres demasiado joven y todavía no conoces el valor del dinero. No sabrías qué hacer con él.
Desde aquel día Hwang-Dung soñó con el árbol del dinero. Hablaba de él a todo el mundo y se pasaba las horas muertas mirando a las montañas.
— ¿Por qué no me ayudas? Los campos están en sazón y yo necesito tus manos. No puedo recoger la cosecha yo solo —le dijo un día su hermano.
— ¡Trabajar! ¡Sólo piensas en trabajar! —refunfuñó él—. ¿Para qué sudar en los campos, si uno puede hacerse rico con el árbol del dinero?
—Eso son sueños..., sueños de pobre —replicó Hwang-Si, y le alargó una hoz.
Sin embargo, una mañana el pico más alto comenzó a emitir unos reflejos extraños. Tan pronto parecían de cobre como de plata u oro.
— ¡Es el árbol del dinero, que ha florecido! —se dijeron los aldeanos y partieron hacia la cumbre.
Hwang-Dung quiso seguirlos, pero le retuvo su hermano, diciendo:
—Mientras no terminemos la cosecha no te moverás de casa. Me lo prometiste por nuestros antepasados. No puedes volverte atrás.
—Está bien —respondió Hwang-Dung malhumorado. Y trabajó tan duro que aquella misma noche estaba recogido todo el grano. Entonces partió hacia la montaña.
— Espérame —le dijo su hermano—. Iré contigo.
—Así que a ti también te gusta el dinero, ¿eh? —preguntó, satisfecho. Hwang-Dung—. Ya sabía yo que en el fondo tú eras como los demás.
Pero la verdad era que Hwang-Si no quería dejar solo a su hermano.
«Si muere en esas cumbres —se dijo— no podría soportarlo. Me moriría de pena.»
No había supuesto mal. El camino era muy peligroso. En los barrancos se veían cuerpos de aldeanos que no habían sabido es­calar las empinadas laderas. A veces se oían gritos horribles y no se veía ningún pájaro.
— ¡Vaya! Parece que tenían razón los que afirmaban que aquí había monstruos. ¡Y nosotros nunca quisimos creerlo! —decía, arrepentido, Hwang-Si.
—No hables tanto y sigue caminando —le regañó Hwang-Dung—. El árbol del dinero sólo está al alcance de los fuertes. Los monstruos son un obstáculo más.
Pero tuvieron suerte. Durante dos días anduvieron por laderas escarpadas y no se toparon con ninguna fiera. No obstante. Hwang-Si estaba inquieto.
—Vámonos a casa. Si en verdad existe ese árbol, habrá perdi­do ya sus poderes. Llevamos dos días en estas montañas y él sólo florece tres.
Hwang-Dung le miró enfadado.
— ¡Si no hubiéramos perdido tanto tiempo en los campos, nuestras posibilidades de dar con él hubieran sido mayores!
Estaban rendidos y decidieron pasar la noche debajo de un ár­bol de ramas tan débiles como el bambú.
Hwang-Du refunfuñó:
— ¿Estás loco? ¡Este árbol está raquítico! ¿Por qué no buscamos otro mejor?
Hwang-Si, calmado, respondió:
—Si hacemos eso seremos pasto de las fieras. Aquí no nos buscarán.
—Tienes razón— volvió a decir Hwang-Dung y se arrepintió de haber sido tan rudo con su hermano.
A la mañana siguiente estaban recogiendo todas sus cosas, cuando una moneda de oro le dio a uno en la nariz.
— ¿Qué es esto? Preguntó, malhumorado— ¿Todavía tienes ganas de gastarme bromas?
Pero Hwang-Si no sabía explicarse de dónde había salido aquella moneda. Entonces levantaron la vista y descubrieron que, sin saberlo, habían pasado toda la noche bajo el árbol del dinero.
— ¡Es asombroso! — dijo Hwang-Dung y comenzó a sacudir el árbol.
Las monedas de cobre eran tan abundantes que podría hacerse una campana con ellas.
—Es suficiente. No muevas más el árbol— le aconsejó Hwang-Si—. Con este dinero podremos vivir holgadamente todo lo que nos queda de vida.
—No seas tonto —replicó Hwang-Dung, entusiasmado—. Esto es sólo cobre— y sacudió el árbol dos veces con todas sus fuerzas.
Tal y como les había dicho el caminante, al punto comenzaron a caer monedas de plata. Eran grandes como guijarros y cada una debía de pesar diez kilos. Los dos hermanos estaban maravillados.
—Déjalo ya —volvió a decir Hwang-Si—. Con esta plata harás ricas a cinco aldeas como la nuestra. ¿Para qué quieres más dinero?
Pero Hwang-Dung se había dejado llevar por la avaricia, y respondió:
— ¿Quién puede conformarse con la plata, teniendo el oro al alcance de los dedos?
Entonces sacudió el árbol con tal fuerza que a punto estuvo de arrancarlo de cuajo. Inmediatamente comenzaron a caer cantidades enormes de oro. Esta vez no eran monedas, sino pesadas rocas.
Como Hwang-Dung estaba debajo del árbol, le sepultaron y murió allí mismo.
—Te lo advertí. ¿Por qué no me hiciste caso? —dijo Hwang-Si, llorando. Pero no pudo recuperar su cuerpo. Tuvo que echar a correr, porque las rocas de oro empezaron a rodar por la pendiente. Parecía como si le persiguieran. Cuando, a propósito, cambiaba de dirección, el oro le seguía como si fuera un perrillo.
— ¡Yo no quiero riquezas! —iba gritando Hwang-Si—. ¡Sólo quiero recuperar el cuerpo de mi hermano!
Así llegaron a la aldea. Las rocas de oro saltaron por encima de las casas y fueron a caer en el campo de Hwang-Si.
— ¡Qué suerte! —decían los aldeanos—. Hemos perdido a muchos de nuestra familia, pero este joven nos ha traído la riqueza a todos.
Cogieron picos y se dirigieron en seguida al campo sobre el que se había detenido el oro. Pero, al llegar, no encontraron ni una sola pepita.
— ¿Qué has hecho con todo el oro que había en este campo? —preguntaron a Hwang-Si—. Desde luego es tuyo, pero esperábamos que te apiadaras de nuestra pobreza y nos dieras un poco.
—Os lo regalo todo —dijo el muchacho, llorando—. Por su culpa perdió mi hermano la vida en las montañas y ahora no puedo recuperar su cuerpo.
— Dejémosle tranquilo —se dijeron los aldeanos—. Lo más seguro es que haya enterrado todo el oro en el campo.
Los más avariciosos tomaron, pues, los picos y empezaron a cavar. Entonces encontraron unos granos dorados que no habían visto nunca.
— Es el oro, que se ha transformado en pepitas pequeñas —dijeron algunos.
Pero los granos se transformaban en harina blanca al molerlos con dos piedras, y los llamaron maíz.
A partir de aquel día toda la aldea los cultivó con esmero. Como la tierra era fértil, obtuvieron tres cosechas al año y se las vendieron a los pueblos vecinos.
La aldea prosperó tanto que se convirtió en una gran ciudad. En ella no había pobres ni mendigos, porque todos habían descubierto el valor del trabajo.
— ¿Para qué soñar con oro, cuando el cuerpo humano tiene dos brazos, que son las ramas del árbol del dinero?
Y recordaban al joven Hwang-Dung, que había muerto, vícti­ma de su avaricia, en las montañas.

---Fin---

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