“…Kakuro hablaba del campo ruso con todos esos abedules flexibles, cuyas hojas sonaban como un murmullo, y me he sentido ligera, ligera…
Después reflexionando un poco sobre ello, he comprendido en parte mi repentina alegría al hablar Kakuro de los abedules rusos. Me ocurre lo mismo cuando se habla de árboles, del árbol que sea: el tilo de la casa de labor, el roble detrás de la vieja granja, los grandes olmos que hoy ya no existen, los pinos doblados por el viento en las costas ventosas, etc. Hay tanta humanidad en esta capacidad de amar los árboles, tanta nostalgia de nuestros embelesos primeros, tanta fuerza de sentirse tan insignificante en el seno de la naturaleza… Sí, eso es: la evocación de los árboles, de su majestuosidad indiferente y del amor que por ellos sentimos nos enseña cuán irrisorios somos, viles parásitos que pululamos en la superficie de la tierra, y al mismo tiempo nos hace dignos de vivir, pues somos capaces de reconocer una belleza que no nos debe nada.
Kakuro hablaba de los abedules y, olvidando a los psicoanalistas y a toda esa gente inteligente que no sabe qué hacer con su inteligencia, de pronto me sentía más adulta por ser capaz de comprender la grandísima belleza de estos árboles…”
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