martes, 20 de enero de 2009

CUANDO MUERE UN CEDRO
Marruecos
Recopilación de Francisco Salgueiro
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I
Aspiró el aire, lo bebió con ansias, a raudales. El bosque era una caricia ofrecida. Montes lejanos se rendían a la nieve. Bajo los cielos, sintió una sombra prodigiosa.
Aquel hombre venía de otras tierras. Anduvo mucho, en soledad. Era pobre, profundo. No tenía nombre. Ni siquiera un nombre le cantó en los labios. No recordaba quiénes fueron sus padres ni el barro en que cayó al nacer. Un día, alguien le llamó Ahmed y desde entonces, él mismo se reconoció con ese nombre.
Venía de otro horizonte. Le habían visto pasar las sedientas barrancas, las pitas que vibraron bajo el sol de fuego. Le vieron las noches profundas de verano, esas noches que quiebran el la lejanía aullidos de chacales. Los niños de poblado se asomaron por verle, y a veces, tropezó con el buey somnoliento, y los perros ladraron a su sombra.
Un día, sin saberlo, llegó a la tierra de Ketama. El aire era un inmenso corazón de secretos. Alguien le dijo al oído, muy levemente, en una lengua que sólo él conocía:
-Aquí hay árboles altos como el mundo; la hierba y el silencio se comban al peso del rocío.
Ahmed se sentó a la orilla del llano. Era hermoso tenderse sobre el césped. Ahmed adivinó unas voces lejanísimas. Sólo en su corazón y en ansia profunda, Ahmed era ciego.

II
Allá en la hondonada se agrupa el cedral milenario. Un alto cedro lo preside. Un gigante de frente rumorosa. Parece que sostiene el cielo. Le llaman el Rey.
Los días de zoco en Telata, los campesinos bullen en la plaza que rodean los árboles de siglos. Desde las primeras horas de la mañana, todo se llena de un rumor caliente; los seres y las cosas van saliendo de un sueño.
Primero es el piar suave, como risas de muchachas veladas. Poco a poco, irrumpen las voces del hombre. Llegan pastores con su ganado, comerciantes de carbón y hierbabuena. Instalan pequeñas tiendas a ras de suelo. Tiembla un alegre bullir de teteras. De los coches de línea descienden numerosas chilabas. Las voces vuelan y se entrecruzan como saetas guturales.

III
Hoy ha caído la primera nieve. La nieve es ciega, la nieve es blanca como los ojos de Ahmed. Algunas ramas se desgajaron bajo el peso silencioso. Ya se presienten nuevos riachuelos. Los niños más pequeños no pudieron acudir a la escuela.
Después de la nevada, todo está limpio, tan claro el aire. No hay apenas una pisada ni la pluma de un pájaro. Todo permanece en amorosa quietud. Las sendas se perdieron con los últimos copos. El bosque parece más solo en su hondo murmullo. Al pie de los altos cedros, se adivina una hierbecilla aterida. El césped y el agua sueñan el calor de la tierra. El aliento del hombre se hace humo en el aire.

IV
Él puede saberlo, sentirlo en su carne, en su alma. Es como si el hacha se hundiese en su sensibilidad finísima, como si súbitos leñadores le clavasen el acero en el corazón.
Ahmed ama estos árboles. Los cree hijos suyos, sangre suya, viejos hermanos. Cuando va solo a través del bosque, cuando camina en su noche oscura, guiado por un soplo, por extraños signos… Ahmed acaricia los cedros, y les habla.
¿No habéis presentido la muerte de un cedro? ¿No encontrasteis, de pronto, a los leñadores? Aparecen en lo más íntimo del bosque. Nadie les esperaba. Un miedo oscuro asciende en vuestras venas. El acero es antiguo. Qué profundo es el golpe.
Cuando un cedro cae, surge un eco de lo más hondo del bosque. Luego se hace un gran silencio. El universo no existe. Sólo existe el silencio. Los pájaros, como heridos, se pierden en la gruta del cielo.

V
¿Qué busca Ahmed por el bosque? ¿Qué espera ansiosa, oscuramente? ¿Es que cada árbol posee un alma, un lenguaje ignorado? En la altura de las ramas ¿cómo besa la luz? ¿Qué vida recóndita, purísima, brota desde las raíces?
Esta tarde Ahmed se ha sentado, y reclina su espalda sobre el viejo Rey. Allí cerca está el cementerio. De las tumbas flota una paz inefable.
El tiempo de nieve es bellísimo. Unos pájaros picotean sobre el suelo. Alo lejos, una voz vuela en la diafanidad del ambiente. Los bueyes lentos del crepúsculo arrastran una luz suave, el aroma, las ramas…
Ahmed tiende su corazón sobre el césped, lo abriga bajo el cedral rumoroso, y comprende que la belleza es como el vuelo de la brisa. Sobre sus sienes, una luz fresca se remansa. Una vaga somnolencia, un hondo sueño, se exhala de los altos árboles milenarios.

VI
De pronto, Ahmed se ha estremecido. Adivinó un golpe. Un golpe a lo lejos. Un eco que brotó de lo más hondo.
Se puso en pie. Un vivo temblor lo sacudía. Se irguió terrible. Apretó los puños. Su corazón latía con fuerza. Se levantó con los brazos abiertos, en un gesto de amparar a un hijo.
Echa a correr. Quiere gritar. Los hombres escuchan su voz cálida. Su voz rompe el murmullo de las altas ramas. Nadie se mueve. Nadie intenta contenerle. Los niños le miran con miedo. El pastor no abandona sus ovejas. Los campesinos clavan sus pies en el surco. Ahmed sigue, como un poseído, en su loca carrera.
Y es que en la hondonada, un cedro, quizá el que él acariciaba como un hijo, acaba de derrumbarse, lento, callado, para siempre.

---Fin---

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