jueves, 8 de enero de 2009

JOSÉ ÁNGEL VALENTE (Orense, 1929-2000)
Elegía, el árbol


A Julio, Antón, Virgilio, Eduardo

      El árbol pertenecía por la copa a lo sutil, al aire y a los pájaros. Por el tronco, a la germinación y a todo lo que une lo celeste con los dioses del fondo. Por la raíz oscura, a las secretas aguas. La copa dibujaba un amplio semicírculo partido. Porque también el árbol era portador del fuego, herido por el rayo, el árbol. Como otras cosas mayores que nosotros, estaba el árbol no en la cuidad, sino en el mundo, más cierto que ella misma, que aún la circundaba. Árbol. Ciudad. El árbol en lo alto, sobre la lentitud de la subida. Nos llevaban a él, pensábamos, su propia suficiente soledad o su belleza. Soledad o belleza, santidad, forma que en la cercanía del dios reviste lo viviente. El árbol, nos dijeron, fue talado. El árbol, no de la ciudad, sino del mundo, más real, que entonces aún la circundaba. Quien visite el lugar acaso sepa que aquel árbol no podía morir; que en el lugar del árbol para siempre hay, igual al árbol, en la posición antigua del orante, un hombre, igual al árbol, con los pies en la tierra, pero menos visible, la cabeza y los brazos, con las manos abiertas, alzados hacia el cielo, copa, tronco, raíz, para que desde lo oscuro suba lo oscuro al verde, al rojo, y a su vez el fuego regrese de lo alto a la matriz, al centro imperdurables.

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