jueves, 15 de diciembre de 2011

LUIS SEPÚLVEDA (Chile, 1949-2020)
El árbol

De "La lámpara de Aladino"
A Lucas Chiape, el hombre del bosque

     En la isla de Lenox hay un árbol. Uno. Indivisible, vertical, terco en su terrible soledad de faro inútil y verde entre la bruma de los dos océanos.
     Es un alerce ya centenario y el único sobreviviente de un pequeño bosque derribado por los vientos australes, por las tormentas que hacen risible la idea cristiana del infierno, por la implacable guadaña de hielo que siega el sur del mundo.
     ¿Cómo llegó hasta ese lugar reservado al viento? Según los isleños de Darwin o de Picton, transportado en el vientre de una avutarda, como semilla germinada y emigrante. Así llegó, llegaron, se abrieron camino entre las grietas de la roca, hundieron las raíces y se alzaron con la verticalidad más rebelde.
     “Eran veinte o más alerces”, dicen los viejos de las islas, que no tienen la mitad de los años del árbol sobreviviente ni llevan más de unos pocos en ese mundo donde el viento y el frío susurran: “Vete de aquí, sálvate de la locura”.
     Fueron cayendo uno tras otro con la lógica de las maldiciones marinas. Cuando el viento polar doblegó al primero y su tronco se partió con un rumor terrible, y que sólo se escuchará de nuevo -dicen los mapuches- el día en que se rompa el espinazo del mundo, empezó la condena del último árbol de la isla. Mas el camarada caído tenía en sus ramas el vigor de todos los vientos sufridos, de todos los hielos soportados, y su memoria vegetal fue sustento de los otros.
     Así se hicieron fuertes, continuaron el desafío de tocar el cielo bajo de la Patagonia con las ramas, y así fueron cayendo, uno tras otro, de forma definitiva. Sin doblegarse en vergonzosas agonías, esos árboles azotaron, desde la copa a la raíz, a las rocas, y a los vientos victimarios dijeron: “He caído, es cierto, pero así muere un gigante”.
     Uno quedó sobre la isla. El árbol. El alerce que apenas se vislumbra al navegar por el estrecho. Rodeado de muertos que son suyos, impregnado de memoria, y temporalmente a salvo de los leñadores, porque su soledad no compensa el esfuerzo de atracar la nave y subir por las escarpadas rocas a tumbarlo.
     Y crece. Y espera.
     En la estepa polar, otros vientos afilan la guadaña de hielo que ha de llegar hasta la isla, que inexorablemente ha de morder su tronco, y, cuando llegue su día, con él morirán definitivamente los muertos de su memoria.
     Pero mientras espera el inevitable fin, sigue vertical sobre la isla, altivo, orgulloso, como estandarte imprescindible de la dignidad del Sur.

---Fin---

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