viernes, 12 de agosto de 2011

ÁNGEL MARÍA LÓPEZ (Cádiz, 1935)
La selva

                             A Gumersindo y Carmen Galán
              

Justo donde la casa, el hormigón que gira
levantándose, las piedras
y el ladrillo obediente, estuvo, no hace mucho,
la selva.             
En otro tiempo
      Nada recuerda ahora
la feria del vivir. Las hierbas altas
de antaño. Tanto trébol.
Los niños que corrían descubriendo la flor.
La bella historia
del nido. Aquellos árboles.
            
Alguien sembró su rayo, la fiereza exultante
que el dorso es de la savia.
El hierro se erige en el lugar. Los albañiles
elevan la argamasa. Inician torres
de cemento durísimo. El escombro
se posesiona del verdor. Asfixia con su polvo
los animales libres de la tierra
que, un día no lejano, procrearán
su estirpe.
      Ahora es el triunfo
del bodegón sobre la gracia viva
del vegetal.
      Todo engaña,
recuérdalo. Es efímero. Tanto espejo que finge
sus plurales azogues.
      En el lavabo
cruzan cigüeñas, estorninos gigantes,
con un cesto de frutas
en la voz.
      Corren grifos. Hermosas cataratas
y cisternas.
Fúnebres melodías en el agua que brota.
      Aquí
yacen, podridos,
el mundo liliput de los insectos,
las hormigas menores. Tantos seres
de estatura inferior, hoy calcinados
bajo el jardín.
      Detrás de los visillos
se iluminan estancias, otras flores ingenuas
que están como enterradas en el cuadro. Sin aire
y sin perfume. Cadáveres que el óleo
representó.
            
      Todo es así. Recuérdalo:
figuras que se borran. Espejismos. Adobes.
      No.
No hay nada que nos duela si no es la carne misma
la que sufre. Alguien desconocido, cada tarde,
se entrena
pensando cómo herir.
Nació, a nuestro pesar , la arquitectura
donde el ramaje puso su hermoso pie silvestre.
Trazó las alambradas de la verja,
los bancos del zaguán. Toda esta flora
que suplantó lo vivo de aquello que aquí fue.
Nada recuerda ahora la bella floración,
los minaretes pulcros del enebro. La lluvia
de los tímidos sauces.
      Ahora, qué hacer, son ya los signos
de la grandeza. El tiempo,
cada río, lleva su historia al mar.
Todo fenece, cambia
como un rostro.
      Se viste ahora la selva
con la tibia casulla que decora y maltrata
la presunción.
      Abdican de su trono
las ramas. Los gorriones se aman en la acera.
Se persiguen el vuelo
sin encontrar más sol que las cenizas
de la luz.
            
      Justo el lugar.
      Aquí, donde la casa
ésta que, sin deber, pienso es hermosa.
Donde amanecen vidrios y mosaicos,
la herramienta que brilla, estuvo el polen.
Recuérdalo. ¿no era
como subir a una montaña?
      El ojo
iba trazando su ascensión. Crecía
el fresno su abundancia, su violenta conquista.
Y el roble alzaba intacto
su tronco, lo que el pájaro pudo
traer desde la sierra.
      El pico ya salobre
de azul que era mar. Tallos de nieve.
Olvido y herbazales. Nuevo aroma
que hoy grita en pebeteros
de cristal. Otros sándalos. Maderas
donde el disco del sol decanta el turbio oro.
            
Hoy, ya fauna distinta, el hombre mira
con dolor el paisaje
que vio feliz. Oye llover
como trinar. Costumbre ya del duelo.
Que todo es un museo, preparado
con sed de lastimar. Pero nosotros
resistiremos.
      Haremos la pupila
un viejo arcón de plata.
      Y siempre será selva
nuestra memoria.

De "A flor de piel"
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