Contaron que habían visto al tifus, vadeando el río, sobre un caballo
 negro, desde la otra banda donde aniquiló al pueblo de Sayla, a esta 
banda en que vivíamos nosotros.
A los pocos días empezó a morir la gente. Tras del caballo negro del 
tifus pasaron a esta banda manadas de cabras por los pequeños puentes. 
Soldados enviados porla Subprefectura incendiaron el pueblo de Sayla, 
vacío ya, y con algunos cadáveres descomponiéndose en las casas 
abandonadas. Sayla fue un pueblo de cabreros y sus tierras secas sólo 
producían calabazas y arbustos de flores y hojas amargas.
Entonces yo era un párvulo y aprendía a leer en la escuela. Los 
pequeños deletreábamos a gritos en el corredor soleado y alegre que daba
 a la plaza.
Cuando los cortejos fúnebres que pasaban cerca del corredor se 
hicieron muy frecuentes, la maestra nos obligó a permanecer todo el día 
en el salón oscuro y frío de la escuela.
Los indios cargaban a los muertos en unos féretros toscos; y muchas 
veces los brazos del cadáver sobresalían por los bordes. Nosotros los 
contemplábamos hasta que el cortejo se perdía en la esquina. Las mujeres
 iban llorando a gritos; cantaban en falsete el ayataki, el canto de los
 muertos; sus voces agudas repercutían en las paredes de la escuela, 
cubrían el cielo, parecían apretarnos sobre el pecho.
La plaza era inmensa, crecía sobre ella una yerba muy verde y 
pequeña, la romesa. En el centro del campo se elevaba un gran eucalipto 
solitario. A diferencia de los otros eucaliptos del pueblo, de ramas 
escalonadas y largas, éste tenía un tronco ancho, poderoso, lleno de 
ojos, y altísimo; pero la cima del árbol terminaba en una especie de 
cabellera redonda, ramosa y tupida. “Es hembra”, decía la maestra. La 
copa de ese árbol se confundía con el cielo. Cuando lo mirábamos desde 
la escuela, sus altas ramas se mecían sobre el fondo nublado o sobre las
 abras de las montañas. En los días de la peste, los indios que cargaban
 los féretros, los que venían de la parte alta del pueblo y tenían que 
cruzar la plaza, se detenían unos instantes bajo el eucalipto. Las 
indias lloraban a torrentes, los hombres se paraban casi en círculo con 
los sombreros en la mano; y el eucalipto recibía a lo largo de todo su 
tronco, en sus ramas elevadas, el canto funerario. Después, cuando el 
cortejo se alejaba y desaparecía tras la esquina, nos parecía que de la 
cima del ábol caían lágrimas, y brotaba un viento triste que ascendía al
 centro del cielo. Por eso la presencia del eucalipto nos cautivaba; su 
sombra, que al atardecer tocaba al corredor de la escuela, tenía algo de
 la imagen, del helado viento que envolvía a esos grupos desesperados de
 indios que bajaban hasta el panteón. La maestra presintió el nuevo 
significado que el árbol tenía para nosotros en esos días y nos obligó a
 salir de la escuela por un portillo del corral, al lado opuesto de la 
plaza.
El pueblo fue aniquilado. Llegaron a cargar hasta tres cadáveres en 
un féretro. Adornaban a los muertos con flores de retama, pero en los 
días postreros las propias mujeres ya no podían llorar ni cantar bien; 
estaban oncas e inermes. Tenían que lavar las ropas de los muertos para 
lograr la salvación, la limpieza final de todos los pecados.
Sólo una acequia había en el pueblo: era el más seco, el más 
miserable de la región por la escasez de agua; y en esa acequia, de 
tanto poco caudal, las mujeres lavaban en fila, los ponchos, los 
pantalones haraposos, las faldas y las camisas mugrientas de los 
difuntos. Al principio lavaban con cuidado y observan el ritual estricto
 del pinchk’ay; pero cuando la peste cundió y empezaron a morir 
diariamente en el pueblo, las mujeres que quedaban, aún las viejas y las
 niñas, iban a la acequia y apenas tenían tiempo y fuerzas para remojar 
un poco las ropas, estrujarlas en la orilla y llevárselas, rezumando 
todavía agua por los extremos.
El panteón era un cerco cuadrado y amplio. Antes de la peste estaba 
cubierto de bosque de retama. Cantaban jilgueros en ese bosque; y al 
medio día cuando el cielo despejaba quemando al sol, las flores de 
retama exhalaban perfume. Pero en aquellos días del tifus, desarraigaron
 los arbustos y los quemaron para sahumar el cementerio. El panteón 
quedó rojo, horadado; poblado de montículos alargados con dos o tres 
cruces encima. La tierra era ligosa, de arcilla roja oscura.
En el camino al cementerio había cuatro catafalcos pequeños de barro 
con techo de paja. Sobre esos catafalcos se hacía descansar a los 
cadáveres, para que el cura dijera los responsos. En los días de la 
peste los cargadores seguían de frente; el cura despedía a los muertos a
 la salida del camino.
Muchos vecinos principales del pueblo murieron. Los hermanos Arango 
eran ganaderos y dueños de los mejores campos de trigo. El año anterior,
 don Juan, el menor, había pasado la mayordomía del santo patrón del 
pueblo. Fue un año deslumbrante. Don Juan gastó en las fiestas sus 
ganancias de tres años. Durante dos horas se quemaron castillos de fuego
 en la plaza. La guía de pólvora caminaba de un extrerno a otro de la 
inmensa plaza, e iba incendiando los castillos. Volaban coronas 
fulgurantes, cohetes azules y verdes, palomas rojas desde la cima y de 
las aristas de los castillos; luego las armazones de madera y carrizo 
permanecieron durante largo rato cruzados de fuegos de colores. En la 
sombra, bajo el cielo estrellado de agosto, esos altos surtidores de 
luces, nos parecieron un trozo del firmamento caído a la plaza de 
nuestro pueblo y unido a él por las coronas de fuego que se perdían más 
lejos y más alto que la cima de las montañas. Muchas noches los niños 
del pueblo vimos en sueños el gran eucalipto de la plaza flotando en 
llamaradas.
Después de los fuegos, la gente se trasladó a la casa del mayordomo. 
Don Juan mandó poner enormes vasijas de chicha en la calle y en el patio
 de la casa, para que tomaran los indios; y sirvieron aguardiente fino 
de una docena de odres, para los caballeros. Los mejores danzantes de la
 provincia amanecieron bailando en competencia, por las calles y plazas.
 Los niños que vieron a aquellos danzantes el “Pachakchaki”, el 
“Rumisonk’o”, los imitaron. Recordaban las pruebas que hicieron, el paso
 de sus danzas, sus trajes de espejos ornados de plumas; y los tomaron 
de modelos, “Yo soy Pachakchaki”, “¡Yo soy Rumisonk’o!”, exclamaban; y 
bailaron en las escuelas, en sus casas, y en las eras de trigo y maíz, 
los días de la cosecha.
Desde aquella gran fiesta, don Juan Arango se hizo más famoso y respetado.
Don Juan hacía siempre de Rey Negro, en el drama dela Degollación que
 se representaba el 6 de enero. Es que era moreno, alto y fornido; sus 
ojos brillaban en su oscuro rostro. Y cuando bajaba a caballo desde el 
cerro, vestido de rey, y tronaban los cohetones, los niños lo 
admirábamos. Su capa roja de seda era levantada por el viento; empuñaba 
en alto su cetro reluciente de papel dorado; y se apeaba de un salto 
frente al “palacio” de Herodes; “Orreboar”, saludaba con su voz de 
trueno al rey judío. Y las barbas de Herodes temblaban.
El hermano mayor, don Eloy, era blanco y delgado. Se había educado en
 Lima; tenía modales caballerescos; leía revistas y estaba suscrito a 
los diarios de la capital. Hacía de Rey Blanco; su hermano le prestaba 
un caballo tordillo para que montara el 6 de enero. Era un caballo 
hermoso, de crin suelta; los otros galopaban y él trotaba con pasos 
largos, braceando.
Don Juan murió primero. Tenía treintidós años y era la esperanza del 
pueblo. Había prometido comprar un motor para instalar un molino 
eléctrico y dar luz al pueblo, hacer de la capital del distrito una 
villa moderna, mejor que la capital de la provincia. Resistió doce dias 
de fiebre. A su entierro asistieron indios y principales. Lloraron las 
indias en la puerta del panteón. Eran centenares y cantaron a coro. Pero
 esa voz no arrebataba, no hacía estremecerse, como cuando cantaban 
solas, tres o cuatro, en los entierros de sus muertos. Hasta lloraron y 
gimieron junto a las paredes, pero pude resistir y miré el entierro. 
Cuando iban a bajar el cajón de la sepultura don Eloy hizo una promesa: 
“¡Hermano -dijo mirando el cajón, ya depositado en la fosa- un mes, un 
mes nada más, y estaremos juntos en la otra vida!”  
Entonces la mujer de don Eloy y sus hijos lloraron a gritos. Los 
acompañantes no pudieron contenerse. Los hombres gimieron; las mujeres 
se desahogaron cantando como las indias. Los caballeros se abrazaron, 
tropezaban con la tierra de las sepulturas. Comenzó el crepúsculo; las 
nubes se incendiaban y lanzaban al campo su luz amarilla. Regresamos 
tanteando el camino; el cielo pesaba. Las indias fueron primero, 
corriendo. Los amigos de don Eloy demoraron toda la tarde en subir al 
pueblo; llegaron ya de noche.
Antes de los quince días murió don Eloy. Pero en ese tiempo habían 
caído ya muchos niños de la escuela, decenas de indios, señoras y otros 
principales. Sólo algunas beatas viejas acompañadas de sus sirvientas 
iban a implorar en el atrio de la iglesia. Sobre las baldosas blancas se
 arrodillaban y lloraban, cada una por su cuenta, llamando al santo que 
preferían, en quechua y en castellano. Y por eso nadie se acordó después
 cómo fue el entierro de don Eloy.
Las campanas de la aldea, pequeñas pero con alta ley de oro, doblaban
 día y noche en aquellos días de mortandad. Cuando doblaban las campanas
 y al mismo tiempo se oía el canto agudo de las mujeres que iban 
siguiendo a los féretros, me parecía que estábamos sumergidos en un mar 
cristalino en cuya hondura repercutía el canto mortal y la vibración de 
las campanas; y los vivos estábamos sumergidos allí, separados por 
distancias que no podían cubrirse, tan solitarios y aislados como los 
que morían cada día.
Hasta que una mañana, don Jáuregui, el sacristán y cantor, entró a la
 plaza tirando de la brida al caballo tordillo del finado don Juan. La 
crin era blanca y negra, los colores mezclados en las cerdas lustrosas. 
Lo habían aperado como para un día de fiesta. Doscientos anillos de 
plata relucían en el trenzado; el pellón azul de hilos también reflejaba
 la luz; la montura de cajón, vacía, mostraba los refuerzos de plata. 
Los estribos cuadrados, de madera negra, danzaban.
Repicaron las campanas, por primera vez en todo ese tiempo. Repicaron
 vivamente sobre el pueblo diezmado. Corrían los chanchitos mostrencos 
en los campos baldíos y en la plaza. Las pequeñas flores blancas de la 
salvia y las otras flores aún más pequeñas y olorosas que crecían en el 
cerro de Santa Brígida se iluminaron.
Don Jáuregui hizo dar vueltas al tordillo en el centro de la plaza, 
junto a la sombra del eucalipto; hasta le dio de latigazos y le hizo 
pararse en las patas traseras, manoteando en el aire. Luego gritó, con 
su voz delgada, tan conocida en el pueblo:
-¡Aquí está el tifus, montado en el caballo blanco de don Eloy! ¡Canten  la despedida! ¡Ya se va, ya se va! ¡Aúúúú! ¡Aú ú!
Habló en quechua, y concluyó el pregón con el aullido final de los jarahuis, tan largo, eterno siempre:
-¡Ah… ííí! ¡Yaúúú… yaúúú! ¡El tifus se está yendo; ya se está yendo!
Y pudo correr. Detrás de él, espantaban al tordillo algunas mujeres y
 hombres emponchados, enclenques. Miraban la montura vacía, 
detenidamente. Y espantaban al caballo.
Llegaron al borde del precipicio de Santa Brígida, junto al trono 
dela Virgen. El trono era una especie de nido formado en las ramas de un
 arbusto ancho y espinoso, de flores moradas. El sacristán conservaba el
 nido por algún secreto procedimiento; en las ramas retorcidas que 
formaban el asiento del trono no crecían nunca hojas, ni flores ni 
espinos. Los niños adornábamos y temíamos ese nido y lo perfumábamos con
 flores silvestres. Llevaban ala Virgen hasta el precipicio, el día de 
su fiesta. La sentaban en el nido como sobre un casco, con el rostro 
hacia el río, un río poderoso y hondo, de gran correntada, cuyo sonido 
lejano repercutía dentro del pecho de quienes lo miraban desde la 
altura.
Don Jáuregui cantó en latín una especie de responso junto al “trono” 
dela Virgen, luego se empinó y bajó el tapaojos, de la frente del 
tordillo, para cegarlo.
-¡Fuera! -gritó- ¡Adiós calavera! ¡Peste!
Le dio un latigazo, y el tordillo saltó al precipicio. Su cuerpo 
chocó y rebotó muchas veces en las rocas, donde goteaba agua y brotaban 
líquenes amarillos. Llegó al río; no lo detuvieron los andenes filudos 
del abismo.
Vimos la sangre del caballo, cerca del trono dela Virgen, en el sitio en que se dio el primer golpe.
-¡Don Eloy, don Eloy! ¡Ahí está tu caballo! ¡Ha matado a la peste! En
 su propia calavera. ¡Santos, santos, santos! ¡El alma del tordillo 
recibid! ¡Nuestra alma es, salvada!
¡Adiós millahuay,  espidillahuay…! (¡Decidme adiós! ¡Despedidme…!).
Con las manos juntas estuvo orando un rato, el cantor, en latín, en quechua y en castellano.