El ABEDUL DE PLATA
Cuento de Alemania
Una pobre pastora iba un día recorriendo un bosque buscando una oveja perdida y recogiendo los trozos de lana que encontraba enganchados en los matorrales. Pero, ¡estaba tan cansada! Decidió detenerse un rato para tomar aliento, se sentó en el suelo y apoyó la espalda en el blanco tronco de un abedul.
De pronto, le pareció estar soñando: el árbol se curvó y se inclinó hacia ella y, entre las ramas, creyó ver un rostro que la miraba. Se trataba de un rostro encantador, de madera, con corteza en lugar de piel. Un rostro de mujer que se acercaba y le sonreía.
¿Que si la embargó el miedo? ¡Por supuesto! Se puso en pie de golpe, dispuesta a echar a correr, pero el rostro la tranquilizó con su voz de hojas crujiendo:
—Niña, ¡quédate! No huyas. Espera un segundo. Deja que te vea bien, sobre todo tus pequeños pies blancos que pisan con tanta dulzura. Piensa en cómo me siento yo, con mis raíces hundidas en lo más profundo de la tierra. No puedo bailar ni caminar. Baila para mí, niña, aunque sólo sea un ratito...
¿Qué hubierais hecho vosotros? La niña estaba asustada, pero sentía lástima por el árbol. ¿Qué daño podía hacerle bailar un poco?
Se levantó dando un salto y empezó a bailar. Sus pies se movían con gracia y soltura alrededor del árbol. Pero al dar una vuelta, una de las ramas bajas la sujetó como si de un brazo se tratara. Y mientras la rama la asía con fuerza, el árbol se puso a temblar y a sacudir sus raíces en lo profundo de la tierra hasta que, de pronto, se elevó por encima del suelo.
Entonces, bailaron juntos, cada vez más rápido, con más y más fuerza. La niña se quedó sin aliento y quiso detenerse pero el árbol no la dejó.
Y así pasaron todo el día bailando. Y cuando cayó la noche, siguieron bailando.
En un momento dado, la joven pastora se echó a llorar y suplicó:
—¡Por favor, abedul! Me duelen los pies. Deja que descanse. ¡No puedo seguir bailando!
Y cuando estaba a punto de desesperarse, convencida de que al árbol no le importaba su dolor, éste la tomó entre sus ramas y la acunó como si fuese un bebé. La acarició con suavidad y la dejó en el suelo con extrema ternura. El abedul suspiró y volvió a hundir sus raíces en la tierra.
Luego se inclinó hacia el oído de la joven pastora y le dio las gracias de corazón:
—Niña, gracias a ti ya tengo bailes con los que soñar, tengo recuerdos que nunca olvidaré. Gracias. No temas, encontrarás a tu oveja y formarás tu ovillo...Te esperan tiempos de buena fortuna. Lleva contigo unas cuantas de mis hojas y no olvides nunca que has bailado con un árbol.
¿Fue todo un sueño? La pobre niña no sabría decirlo. Se despertó apoyada en un tronco quieto y fuerte, y se sentía tan descansada como si hubiese dormido mucho tiempo. Vio a su lado mucha lana hilada, tan bien trabajada que parecía seda. Y también estaba la oveja perdida, que la esperaba pacientemente.
La niña se irguió, guardó varias hojas en su delantal, le dio las gracias al abedul y se marchó con su oveja.
Estaba contenta, pero el delantal le pesaba mucho. Y lo extraño era que con cada paso que daba, pesaba más y más. ¿Cómo era posible que las hojas fuesen tan pesadas?
Al final se detuvo porque no era capaz de soportar el peso y las fue dejando en el camino. Al caer, las hojas hacían un ruido metálico y brillaban. Se arrodilló para observarlas mejor.
¡Las hojas se habían convertido en plata!
Y mientras volvía a casa bailando, le pareció escuchar una risa de hojas, a lo lejos.
Cuento de Alemania
Una pobre pastora iba un día recorriendo un bosque buscando una oveja perdida y recogiendo los trozos de lana que encontraba enganchados en los matorrales. Pero, ¡estaba tan cansada! Decidió detenerse un rato para tomar aliento, se sentó en el suelo y apoyó la espalda en el blanco tronco de un abedul.
De pronto, le pareció estar soñando: el árbol se curvó y se inclinó hacia ella y, entre las ramas, creyó ver un rostro que la miraba. Se trataba de un rostro encantador, de madera, con corteza en lugar de piel. Un rostro de mujer que se acercaba y le sonreía.
¿Que si la embargó el miedo? ¡Por supuesto! Se puso en pie de golpe, dispuesta a echar a correr, pero el rostro la tranquilizó con su voz de hojas crujiendo:
—Niña, ¡quédate! No huyas. Espera un segundo. Deja que te vea bien, sobre todo tus pequeños pies blancos que pisan con tanta dulzura. Piensa en cómo me siento yo, con mis raíces hundidas en lo más profundo de la tierra. No puedo bailar ni caminar. Baila para mí, niña, aunque sólo sea un ratito...
¿Qué hubierais hecho vosotros? La niña estaba asustada, pero sentía lástima por el árbol. ¿Qué daño podía hacerle bailar un poco?
Se levantó dando un salto y empezó a bailar. Sus pies se movían con gracia y soltura alrededor del árbol. Pero al dar una vuelta, una de las ramas bajas la sujetó como si de un brazo se tratara. Y mientras la rama la asía con fuerza, el árbol se puso a temblar y a sacudir sus raíces en lo profundo de la tierra hasta que, de pronto, se elevó por encima del suelo.
Entonces, bailaron juntos, cada vez más rápido, con más y más fuerza. La niña se quedó sin aliento y quiso detenerse pero el árbol no la dejó.
Y así pasaron todo el día bailando. Y cuando cayó la noche, siguieron bailando.
En un momento dado, la joven pastora se echó a llorar y suplicó:
—¡Por favor, abedul! Me duelen los pies. Deja que descanse. ¡No puedo seguir bailando!
Y cuando estaba a punto de desesperarse, convencida de que al árbol no le importaba su dolor, éste la tomó entre sus ramas y la acunó como si fuese un bebé. La acarició con suavidad y la dejó en el suelo con extrema ternura. El abedul suspiró y volvió a hundir sus raíces en la tierra.
Luego se inclinó hacia el oído de la joven pastora y le dio las gracias de corazón:
—Niña, gracias a ti ya tengo bailes con los que soñar, tengo recuerdos que nunca olvidaré. Gracias. No temas, encontrarás a tu oveja y formarás tu ovillo...Te esperan tiempos de buena fortuna. Lleva contigo unas cuantas de mis hojas y no olvides nunca que has bailado con un árbol.
¿Fue todo un sueño? La pobre niña no sabría decirlo. Se despertó apoyada en un tronco quieto y fuerte, y se sentía tan descansada como si hubiese dormido mucho tiempo. Vio a su lado mucha lana hilada, tan bien trabajada que parecía seda. Y también estaba la oveja perdida, que la esperaba pacientemente.
La niña se irguió, guardó varias hojas en su delantal, le dio las gracias al abedul y se marchó con su oveja.
Estaba contenta, pero el delantal le pesaba mucho. Y lo extraño era que con cada paso que daba, pesaba más y más. ¿Cómo era posible que las hojas fuesen tan pesadas?
Al final se detuvo porque no era capaz de soportar el peso y las fue dejando en el camino. Al caer, las hojas hacían un ruido metálico y brillaban. Se arrodilló para observarlas mejor.
¡Las hojas se habían convertido en plata!
Y mientras volvía a casa bailando, le pareció escuchar una risa de hojas, a lo lejos.
---Fin---
No hay comentarios:
Publicar un comentario