MIGUEL DE UNAMUNO (Bilbao, 1864-1936)
En "Niebla"
… Así llegó al recatado jardincillo que había en la solitaria plaza del retirado barrio en que vivía. Era la plaza un remanso de quietud donde siempre jugaban algunos niños, pues no circulaban por allí tranvías ni apenas coches, e iban algunos ancianos a tomar el sol en las tardes dulces del otoño, cuando las hojas de la docena de castaños de Indias que allí vivían recluidos, después de haber temblado al cierzo, rodaban por el enlosado o cubrían los asientos de aquellos bancos de madera siempre pintados de verde, el color de la hoja fresca. Aquellos árboles domésticos, urbanos, en correcta formación, que recibían riegos a horas fijas, cuando no llovía, por una reguera y que extendían sus raíces bajo el enlosado de la plaza; aquellos árboles presos que esperaban salir y ponerse el sol sobre los tejados de las casas; aquellos árboles enjaulados, que tal vez añoraban la remota selva, atraíanle con un misterioso tiro. En sus copas cantaban algunos pájaros urbanos también, de esos que aprenden a huir de los niños y alguna vez a acercarse a los ancianos que les ofrecen unas migas de pan.
….
Cuando llegó aquel día a la tranquila plaza y se sentó en el banco, no sin antes haber despejado su asiento de las hojas secas que lo cubrían –pues era otoño-, jugaban por allí cerca unos chiquillos. Y uno de ellos, poniéndole a otro junto al tronco de uno de los castaños de Indias, bien arrimadito a él, le decía: “Tú estabas ahí preso, te tenían unos ladrones…” “Es que yo…”, empezó malhumorado el otro, y el primero replicó: “No, tú no eras tú…” Augusto no quiso oír más; levantóse y se fue a otro banco. Y se dijo:”Así jugamos también los mayores; ¡tú no eres tú! ¡yo no soy yo! Y estos pobres árboles, ¿son ellos? Se les cae la hoja antes, mucho antes que a sus hermanos del monte, y se quedan en esqueleto, y estos esqueletos proyectan su recortada sombra sobre los empedrados al resplandor de los reverberos de luz eléctrica. ¡Un árbol iluminado por la luz eléctrica! ¡qué extraña, qué fantástica apariencia la de su copa en primavera cuando el arco voltáico ese le da aquella apariencia metálica! ¡y aquí las brisas no los mecen…! ¡Pobres árboles que no pueden gozar de una de esas negras noches del campo, de esas noches sin luna, con su manto de estrellas palpitantes! Parece que al plantar a cada uno de estos árboles en este sitio les ha dicho el hombre: “¡tú no eres tú!” y para que no lo olviden le han dado esa iluminación nocturna por luz eléctrica… para que no se duerman… ¡pobres árboles trasnochadores! ¡No, no, conmigo no se juega como con vosotros!”...
En "Niebla"
… Así llegó al recatado jardincillo que había en la solitaria plaza del retirado barrio en que vivía. Era la plaza un remanso de quietud donde siempre jugaban algunos niños, pues no circulaban por allí tranvías ni apenas coches, e iban algunos ancianos a tomar el sol en las tardes dulces del otoño, cuando las hojas de la docena de castaños de Indias que allí vivían recluidos, después de haber temblado al cierzo, rodaban por el enlosado o cubrían los asientos de aquellos bancos de madera siempre pintados de verde, el color de la hoja fresca. Aquellos árboles domésticos, urbanos, en correcta formación, que recibían riegos a horas fijas, cuando no llovía, por una reguera y que extendían sus raíces bajo el enlosado de la plaza; aquellos árboles presos que esperaban salir y ponerse el sol sobre los tejados de las casas; aquellos árboles enjaulados, que tal vez añoraban la remota selva, atraíanle con un misterioso tiro. En sus copas cantaban algunos pájaros urbanos también, de esos que aprenden a huir de los niños y alguna vez a acercarse a los ancianos que les ofrecen unas migas de pan.
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Cuando llegó aquel día a la tranquila plaza y se sentó en el banco, no sin antes haber despejado su asiento de las hojas secas que lo cubrían –pues era otoño-, jugaban por allí cerca unos chiquillos. Y uno de ellos, poniéndole a otro junto al tronco de uno de los castaños de Indias, bien arrimadito a él, le decía: “Tú estabas ahí preso, te tenían unos ladrones…” “Es que yo…”, empezó malhumorado el otro, y el primero replicó: “No, tú no eras tú…” Augusto no quiso oír más; levantóse y se fue a otro banco. Y se dijo:”Así jugamos también los mayores; ¡tú no eres tú! ¡yo no soy yo! Y estos pobres árboles, ¿son ellos? Se les cae la hoja antes, mucho antes que a sus hermanos del monte, y se quedan en esqueleto, y estos esqueletos proyectan su recortada sombra sobre los empedrados al resplandor de los reverberos de luz eléctrica. ¡Un árbol iluminado por la luz eléctrica! ¡qué extraña, qué fantástica apariencia la de su copa en primavera cuando el arco voltáico ese le da aquella apariencia metálica! ¡y aquí las brisas no los mecen…! ¡Pobres árboles que no pueden gozar de una de esas negras noches del campo, de esas noches sin luna, con su manto de estrellas palpitantes! Parece que al plantar a cada uno de estos árboles en este sitio les ha dicho el hombre: “¡tú no eres tú!” y para que no lo olviden le han dado esa iluminación nocturna por luz eléctrica… para que no se duerman… ¡pobres árboles trasnochadores! ¡No, no, conmigo no se juega como con vosotros!”...
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