09 agosto 2010

JORGE GUILLÉN (Valladolid, 1893-1984)
Abril de fresno
 
Una a una las hojas, recortándose nuevas,
Descubren a lo largo del abril de sus ramas
Delicia en creación. ¡Oh fresno, tú me elevas
Hacia la suma realidad, tú la proclamas!

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05 agosto 2010

MIGUEL DE UNAMUNO (Bilbao, 1864-1936)

De este árbol a la sombra
descansó un día;
de esto hace ya más de trescientos años,
y aún el recuerdo en su follaje vibra.
Y ese sagrado ruiseñor que el nido
guarda en las ramas, guarda la doctrina
que de labios oyó del santo andante
un ruiseñor como él. Cuando declina
el mismo sol de entonces
y va alargando al pie de la colina
del árbol secular la fresca sombra,
gorjea la avecilla
las palabras que el hombre e lengua humana
dijo a lengua del cielo traducidas.
El árbol las entiende y su follaje
oyéndolas palpita.


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02 agosto 2010

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ (Huelva, 1881-1958)
Árboles altos

¡Abiertas copas de oro deslumbrado
sobre la redondez de los verdores
bajos, que os arrobáis en los colores
mágicos del poniente enarbolado;
en vuestro agudo éxtasis dorado,
derramáis vuestra alma en claras flores,
y desaparecéis en resplandores,
ensueños del jardín abandonado!

¡Cómo mi corazón os tiene, ramas
últimas, que sois ecos, y sois gritos
de un hastío inmortal de incertidumbres!

¡Él, cual vosotras, se deshace en llamas,
y abre a los horizontes infinitos
un florecer espiritual de lumbres!
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30 julio 2010

JORGE GUILLÉN (Valladolid, 1893-1984)
Árbol de otoño

                                Ya madura
La hoja para su tranquila caída justa,


                                      Cae. Cae
Dentro del cielo, verdor perenne, del estanque.


En reposo,
Molicie de lo último, se ensimisma el otoño.


Dulcemente
A la pureza de lo frío la hoja cede.


Agua abajo,
Con follaje incesante busca a su dios el árbol.

28 julio 2010

LUIS CERNUDA (Sevilla, 1904-1963)
El amor

     Estaban al borde de un ribazo. Eran tres chopos jóvenes, el tronco fino, de un gris claro, erguido sobre el fondo pálido del cielo, y sus hojas blancas y verdes revolando en las ramas delgadas. El aire y la luz del paisaje realzaban aún más con su serena belleza la de aquellos tres árboles.

     Yo iba con frecuencia a verlos. Me sentaba frente a ellos, cara al sol de mediodía, y mientras los contemplaba, poco a poco sentía cómo iba invadiéndome una especie de beatitud. Todo en derredor de ellos quedaba teñido, como si aquel paisaje fuera un pensamiento, de una tranquila hermosura clásica: la colina donde se erguían, la llanura que desde allí se divisaba, la hierba, el aire, la luz.

     Algún reloj, en la ciudad cercana, daba una hora. Todo era tan bello, en aquel silencio y soledad, que se me saltaban las lágrimas de admiración y de ternura. Mi efusión concretándose entorno a la clara silueta de los tres chopos, me llevaba hacia ellos. Y como nadie aparecía por el campo, me acercaba confiado a su tronco y los abrazaba, para estrechar contra mi pecho un poco de su fresca y verde juventud.
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