Todos tenemos un árbol favorito. Son como los animales, cada cual tiene su preferencia. Hay gente que es más de perros que de gatos, igual que hay amantes de los camelios, los robles o los sauces llorones. Charlando salió a colación este tema y constaté que los gustos arbóreos tienen tanto connotaciones estéticas como sentimentales. Había quien mostraba nostalgia por un carballo centenario de la casa de sus abuelos. Otro se emocionaba recordando la corteza del abedul dónde grabó con su chica un corazón ensartado, después de un revolcón veraniego. Una se derretía hablando de la higuera que asombró su infancia, otro de un limonero, otro de un souto de castaños, donde, decía, iba a reiniciarse abrazándolos. A mí me gustan los cipreses, dije. ¡Qué horror! —contestaron al unísono— si son árboles de cementerio, tristes, no dan flores ni sombra, ni te puedes subir a ellos, ni grabar corazones en su piel ¿Cómo te pueden gustar? En Cataluña, los cipreses son árboles que expresan hospitalidad. Toda mi vida he vivido entre ellos y en mi casa presiden la entrada y salpican todo el espacio.
La sombra del ciprés, efectivamente, es alargada, cosa singular para un árbol; están en los cementerios no solo por su carácter hospitalario, sino también por sus dignidades, tienen un cepellón muy pequeño que no extiende raíces y no causa daño a las sepulturas, y muchos sostienen que ahuyenta de ellas a los ratones. Son árboles perennes de un verde seco que relaja la vista y el alma. No admiten grafitis ni ahorcados. A todos los árboles los mueve el viento, pero, al ciprés, lo acaricia. Muy pocas especies bailan como el ciprés, que flamea habaneras, elegante, serio, sin estridencia alguna. Los Cupressus sempervivens, además de creer en Dios, actúan como antenas que recogen las malas energías, como una especie para malos rollos. Y, por si fuera poco, es magnífico remedio para la circulación, alivia varices, mata verrugas y se faja con herpes y hemorroides con unas indudables propiedades antivíricas. Además, desprende una resina con profundo olor a cedro que es uno de los olores más relajantes que hay, con reminiscencias a inciensos árabes. Los cipreses se miran de abajo para arriba, obligan a levantar la vista al cielo y eso siempre reconforta. Fueron mis razones, pero he de reconocer que alguien que contó su idilio con un liquidámbar me hizo dudar. Un relato apasionado que transcurría acariciando la corteza del liquidámbar —esas cordilleras de corcho que lo envuelven— y lágrimas de ámbar. Pero me quedo con el ciprés, es mucho más fiable, no muda de color, no se desnuda, ni llora y, en estos tiempos, se agradece.
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