STEFANO MANCUSO
Los árboles de la libertad, de "La planta del mundo", pág. 36
En este nuevo libro, La planta del mundo, Stefano Mancuso nos cuenta
maravillosas historias con los árboles como protagonistas. La Tierra es
un mundo verde, es el planeta de las plantas. Y sus aventuras están
inevitablemente ligadas a las nuestras. Y así nació este libro,
espigando aquí y allá historias de plantas que, entrelazándose con el
devenir humano se unen las unas a las otras para formar el gran relato
de la vida en la Tierra: el papel de los árboles en la Revolución
francesa o en el estudio del Sol; por qué cooperan los árboles de un
bosque en vez de competir; la relación de los árboles con la música;
cuál es el árbol de la sabiduría; cómo la madera de los árboles permitió
resolver algunos de los crímenes más famosos; las primeras plantas que
viajaron al espacio
Las plantas conforman una nervadura, un mapa (una
'planta') sobre el cual se construye el mundo en que vivimos. No ver
esta planta -o peor, desdeñarla- por creernos por encima de la
naturaleza constituye uno de los principales peligros para la
supervivencia de nuestra especie.
(...) En latín, el chopo se llama populus, "pueblo". El autor de este grabado quería recalcar el valor simbólico del árbol. Dicho de otra forma, la planta del mundo es la planta de los pueblos que han abrazado el espíritu de la Rebolución.
Ese día terminamos de cotejar la lista de los árboles de la libertad y, con la ayuda del mapa, pudimos añadir muchos otros. Según nuestro catálogo, solo en París debieron de plantarse cientos, tal vez miles de árboles de la libertad. Se distribuyeron de tal modo que siempre hubiera alguno cerca. Cada plazuela, glorieta, patio o pasaje lo suficientemente amplio albergaba uno. Incluso los barrios periféricos de París debían de estar trufados de árboles. En 1792, se plantó un número enorme de ellos por toda Francia. Escribe el abate Grégoire: «En todos los pueblos encontramos árboles magníficos que, alzando su cabeza majestuosa, desafían a los tiranos: el número de dichos árboles asciende a más de sesenta mil, pues hasta la villa más humilde tiene uno que la embellezca, y en muchas de las grandes localidades de los departamentos del Mediodía los hay en cada calle y aun delante de la mayoría de las casas».
De todos los árboles de la fraternidad que durante una época unieron los distintos lugares de la Revolución mediante una red invisible, no han sobrevivido más que unos pocos repartidos por algunas localidades perdidas de Europa. En las grandes urbes como París, por ejemplo, ya no queda ni uno. Al ser un símbolo tan visible, se convirtieron en blanco de represalias: los mutilaron, talaron, laceraron y les grabaron inscripciones monárquicas. El hecho de que la Convención incluso hubiera promulgado leyes sobre ellos los convertía en uno de los emblemas más visibles de un régimen que muchos detestaban. Ya en 1800 (año VIII de la Revolución) quedaban muy pocos. Los pocos que sobrevivieron fueron rebautizados como «árboles de Napoleón» durante el Consulado y el Imperio, y, finalmente, retirados en la Restauración.
En 1848 y durante la breve experiencia de la Comuna de 1871, volvieron a plantarse algunos árboles de la libertad, pero cada vez que cambiaba el régimen político, los árboles eran los que pagaban el pato: son fáciles de cortar, producen un gran estruendo al caer y no oponen demasiada resistencia. Por eso son tan pocos los que sobreviven de aquella época en que los árboles unían a los pueblos; además, no están censados y suelen encontrarse en aldeas recónditas de Francia e Italia. En Calabria, por ejemplo, encontramos alguno que escapó a la Restauración borbónica e incluso al urbanismo salvaje. En cualquier caso, están desapareciendo y pronto no quedará ninguno. Convendría protegerlos y contar su historia, antes de que el único árbol de la libertad que podamos contemplar sea el que aparece en las monedas francesas de dos euros. (...)
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