JORGE ROJAS (Colombia, 1911-1995)
El salmo de los árboles
Si quieres acercarte más a mi corazón
rodea tu casa de árboles.
Y sentirás el júbilo de la flor incipiente
mientras menos lograda más lejos de la muerte.
Escucharás las cosas pequeñas que yo escucho
cuando cae la tristeza sobre los campos húmedos.
El grillo que devana su pequeña madeja
de soledad y extiende su música en la hierba.
Y verá tu pupila la aventura del vuelo,
la fatiga del ala bajo el plumaje trémulo.
Planta delgados álamos, donde sus sombras midan
el césped silencioso y el agua cantarina,
y el quieto surtidor verde de los saúces
para que la tristeza caiga en tus ojos dulces.
El huso de los pinos donde la sombra crece
que hile la blandura de los atardeceres.
Y cuando esté maduro el silencio del bosque
pártelo como un fruto, pronunciando mi nombre.
Que sostengan los árboles la lluvia entre sus ramas
con la misma dulzura con que se toca un arpa.
Y hasta en la oscura noche, cada tallo en aroma
te entregue la delicia de las futuras pomas.
Y las redondas bayas —madurez y deseo—
pendan de los flexibles gajos de los ciruelos.
Y decoren de plata sus hojas las acacias
como si amaneciera la luna entre las ramas.
Que la flor del magnolio, al alto mediodía,
un loto te recuerde bajo la luz tranquila.
Y la savia palpite si grabas en los robles
el contorno perfecto de nuestros corazones.
El laurel, aun sin frente que aprisionar, recuerde
a tus manos la ausente materia de mis sienes.
Y el mimbre que se doble tierno sobre el estanque
como si en él quisiera ver el vuelo de un ave.
Despertarán entonces al vaivén de las ramas
más pájaros que cantos caben en la mañana.
Y la luz será lira sostenida en el aire,
iniciación del alba, límite de la tarde.
Acércate al rumor del viento entre los árboles,
amada, y sentirás el rumor de mi sangre.
El salmo de los árboles
Si quieres acercarte más a mi corazón
rodea tu casa de árboles.
Y sentirás el júbilo de la flor incipiente
mientras menos lograda más lejos de la muerte.
Escucharás las cosas pequeñas que yo escucho
cuando cae la tristeza sobre los campos húmedos.
El grillo que devana su pequeña madeja
de soledad y extiende su música en la hierba.
Y verá tu pupila la aventura del vuelo,
la fatiga del ala bajo el plumaje trémulo.
Planta delgados álamos, donde sus sombras midan
el césped silencioso y el agua cantarina,
y el quieto surtidor verde de los saúces
para que la tristeza caiga en tus ojos dulces.
El huso de los pinos donde la sombra crece
que hile la blandura de los atardeceres.
Y cuando esté maduro el silencio del bosque
pártelo como un fruto, pronunciando mi nombre.
Que sostengan los árboles la lluvia entre sus ramas
con la misma dulzura con que se toca un arpa.
Y hasta en la oscura noche, cada tallo en aroma
te entregue la delicia de las futuras pomas.
Y las redondas bayas —madurez y deseo—
pendan de los flexibles gajos de los ciruelos.
Y decoren de plata sus hojas las acacias
como si amaneciera la luna entre las ramas.
Que la flor del magnolio, al alto mediodía,
un loto te recuerde bajo la luz tranquila.
Y la savia palpite si grabas en los robles
el contorno perfecto de nuestros corazones.
El laurel, aun sin frente que aprisionar, recuerde
a tus manos la ausente materia de mis sienes.
Y el mimbre que se doble tierno sobre el estanque
como si en él quisiera ver el vuelo de un ave.
Despertarán entonces al vaivén de las ramas
más pájaros que cantos caben en la mañana.
Y la luz será lira sostenida en el aire,
iniciación del alba, límite de la tarde.
Acércate al rumor del viento entre los árboles,
amada, y sentirás el rumor de mi sangre.
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