Por tierras de Portugal y España
(...) Bajamos a los Tilos, desde la finca de San Fernando, por un abrupto atajo. Y allí, en el fondo, una riqueza de frondosidad. Y un arroyo, un verdadero arroyo, con agua fresca, rumorosa y corriente. En ella hundí mis pies enardecidos y en el chorro de una fuente chapucé mi cabeza.
¡Qué lejos del mundo en aquella quebrada de los Tilos, entre los tilos y eucaliptos! Era como un aislamiento más en el aislamiento de esta isla. Oscura capa de arbolado reviste las vertientes de la barranca. El rumor del arroyo y el canto de los pájaros son el tictac del reloj de la vida. Se siente ganas de quedarse, de quedarse a olvidar... ¿a olvidar? Tal vez más bien a recordar. ¡Quién sabe!... Pero los cuidados le persiguen a uno adondequiera como las erinias, las furias, a Orestes. ¡Hay que volver! ¡Hay que volver, es decir, hay que seguir viviendo! Mañana espera; espera ese terrible mañana, que es el eterno misterio. ¡No poder quedarse en una de estas quebradas, junto al arroyo, bajo los tilos que forman como una vasta catedral viviente, con sus miles de columnas y su bóveda de follaje; no poder quedarse allí, en un hoy perpetuo, sin ayer y sin mañana!
Tuvimos que volver a Teror, a la villa recogida y plácida, que sueña entre sus montañas.(...)
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