martes, 12 de abril de 2011

ANTONIO COLINAS (León, 1946)
La encina  
De "El río de sombra"

En diciembre, casi sin desearlo,
me encontré contemplando en tierra de místicos
un atardecer que se consumía
-de horizonte a horizonte-
con la lentitud de un cálido rescoldo.

Ahora ya es de noche
y arriba todo es cielo
y abajo todo es mar de tierra parda
y aquí a mi lado sólo hay una encina
vieja y negra, enorme y grave.

¿Qué podría yo hacer en este espacio
con esta encina-madre, con esta compañera
de grandes brazos negros, de grandes brazos duros,
con este candelabro de velas apagadas?
¿Comeré de sus frutos más amargos?
Y, si tiendo los brazos, ¿sentiré cómo hiere
su hojarasca de escarcha?
¿Palparé la aspereza de su robusto tronco,
que más parece el lomo
de la bestia de un apocalipsis?

He venido a cobijarme
bajo la doble noche de la encina
porque era mucho el frío que desprende
el manto de  esta tierra tan inmensa.
Me inquietaba también un vuelo de lechuza
en torno a la ruina de un palomar.
(Sospecho que mis ojos pueden ser el aceite
que el ave busca con inquietud
en el centro del páramo.)

Así que me he quedado a solas y vacío
de cuanto se hace y dice en este mundo,
pero lleno del silencio más blanco
que reinó en la primera noche del planeta.
Los pies ya se han callado
sobre el crujido de la hierba helada.
La boca sólo puede morder la tierra.
Los ojos, húmedos y extraviados,
ya no persiguen constelaciones
y dudan si son astros o agujas
lo que cae de allá arriba, entre las ramas.

Con la idea del amor
(ese otro rescoldo que siempre llamea
en el pecho de los soñadores)
me caliento y espero,
voy pasando la noche
hasta que alba o muerte
sellen esta soledad infinita.

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