sábado, 17 de abril de 2010

RICARDO CODORNÍU Y STÁRICO (Cartagena, 1846-1923)
"el apóstol del árbol"
El árbol en espesura
A Antonio H-R y C

     Varios árboles corpulentos dejaron caer a su pie bellotas gruesas y pesadas, y este hecho daba a entender que los futuros arbolitos necesitarían, durante algunos años, la sombra paternal, par no ser agostados por los rayos del sol.
     Fueron recibidos por una gruesa capa de hojas secas, que poco a poco se iban descomponiendo, formando mantillo, y lo mezclaban con la tierra subyacente los gusanos, esos hábiles mineros que, construyendo galerías, preparan el terreno para que sea fácilmente recorrido por las raicillas, y a la vez para que contenga más elementos nutritivos.
     Al apear poco después algunos árboles, los leñadores aserraron las ramas gruesas, escuadraron el tronco y extrajeron maderas y leñas. Por las pisadas de los hombres y el arrastre de los productos, quedaron casi todas las semillas caídas suficientemente enterradas.
     Pasado algún tiempo germinaron muchas y mostraron al exterior sus primeras hojitas verdes; pero como las plantitas nacidas estaban próximas unas a otras, poco a poco se les fue haciendo la vida más difícil, ya que disponían de pequeño espacio para extender sus raíces; además, para alcanzar la necesaria luz estaban obligadas a crecer deprisa.
     Transcurridos pocos años y cuando ya fueron suficientemente fuertes para recibir directamente las caricias del sol, una mañana de invierno vieron llegar a cierto forestal, que, después de mirar atentamente a su alrededor, abrazó el tronco del árbol a quien debían la vida, y rápidamente le rodeó por una cinta dividida en centímetros. Los arbolillos supusieron al principio que ésto era una muestra de amor y respeto; pero cuando notaron que cierto forzudo guarda desprendió con el hacha dos trozos de corteza en el tronco y en el comienzo de la raíz, y luego, con un par de enérgicos golpes dejó marcados en el leño los relieves del pesado martillo, comenzaron a sospechar que al pobre papá le sucedería algo malo.
     Pronto acudieron los leñadores, apearon el árbol, que vino a tierra pesadamente, y rompió al paso muchos de los hermanitos, que se secaron, ya por el daño recibido, ya por la pena que les causó haber visto despedazado el árbol majestuoso que les dio la vida. También el suceso había impresionado vivamente a los restantes, que derramaron algunas lágrimas de savia; mas pronto los consoló la contemplación del cielo azul, el recibir directamente los rayos del sol y las gotas de rocío, como el disfrutar de mayor espacio para extender sus raíces; todo lo que constituía la valiosa herencia que les dejó al morir el autor de sus vidas. A la vez, legiones de bacterias, se dedicaron a transformar en sustancia inorgánica asimilable por las plantas, el sistema radical del árbol difunto.
     Rápidamente se elevaron los arbolitos, pero creciendo tantos en espacio relativamente reducido, muchos no lograban que su tronquito engruesase lo necesario para sostener la copa, y acabaron por doblar su mustia cabeza y amarillento follaje. Los otros, siempre con el afán de subir, no les prestaban atención, cual los soldados, cuando cargan a la bayoneta, no se fijan en los que dejan atrás heridos por el plomo enemigo. La lucha por la existencia no apasiona menos que las luchas guerreras, porque la vida es el premio del vencedor.
     Transcurrieron treinta años y engrosaron los troncos. De tiempo en tiempo un forestal medía los árboles menos fuertes, restos o desarrollados y los leñadores los suprimían. Algo semejante ocurre a los hombres; pero las hachas que les apean se llaman embriaguez, alcoholismo, microbio, armas blancas y de fuego, y en ocasiones específicos y curanderos.
     Cuando los árboles eran ya centenarios, quedaban pocos y estaban espaciados, por lo que aumentaba considerablemente su producción de flores y semillas. También multitud de aves construían sus nidos y en primavera encantaban el aire con sus gorjeos, que armonizaban con el zumbido de los insectos, los murmullos del arroyuelo y el silbar del viento en las copas.
     Luego, de todos los árboles hermanos, no quedó mas que uno, que gozaba los mayores placeres viéndose rodeado de numerosa descendencia, a la que protegía contra el calor, el frío y el granizo.
Mas todo acaba en el mundo y un hermoso día de invierno vio cómo se le aproximaba un forestal, le abrazaba y le medía con la cinta consabida.
     ¡Cuánto ansió tener alas o que el viento le transportase (con raíces, tierra y todo, por supuesto) a un país que no hubiera forestales ni leñadores!
     Tristes horas pasó cuando fue cortado, mas tras algún padecer, y descanso en el arsenal próximo, con su preciada madera se hizo la quilla de cierto hermoso buque, que ahora cruza el Océano Atlántico, y también el asta donde ondea… ¡LA SANTA ENSEÑA DE LA PATRIA!

---Fin---

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