sábado, 4 de abril de 2009

Cuento de Japón - EL SAUCE

.EL SAUCE
Japón


      Hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo cerca de Kioto, vivía un joven granjero llamado Heitaro.
      Trabajaba todos los días, desde el amanecer basta el atardecer, deslo­mándose en los campos. Y después, como solía hacer su padre, se sentaba a conver­sar con los vecinos bajo el único sauce del pueblo, desde el atardecer hasta bien entrada la noche. Así había sido desde siempre y todos pensaban que así seguiría siendo por siempre jamás...
      Pero un día llegaron unos emisarios del emperador. Necesitaban madera para construir un gran templo en la ciudad en honor a Kwannonja, Diosa de la Piedad, y para ello pretendían cortar el sauce.
      A los habitantes del pueblo les daba pena, pero no deseaban contrariar a Kwannon. Heitaro fue el único que se opuso a la tala.
      —¡Este árbol es el alma de nuestro pueblo! —exclamó—. No podemos permi­tir que se lo lleven. Tengo tres árboles más pequeños en mi casa. Propongo darle ésos al emperador.
Todos estuvieron de acuerdo y, al día siguiente, cortaron los tres árboles de Heitaro y los emisarios se los llevaron. Aquella noche, la luna brilló con una inten­sidad extraña. Como Heitaro no disponía de ningún árbol que le protegiese de la luz, le fue imposible conciliar el sueño. Se levantó y salió a dar un paseo. Dirigió sus pasos hacia el gran sauce en busca de consuelo.
      Para su sorpresa, vio a una extranjera junto al árbol, semioculta entre las som­bras. La joven mostró su delicado rostro, frágil como el pétalo de una flor, a Heitaro. Era tan hermosa que el joven enmudeció de la emoción y sólo cuando la vio mar­char pudo reaccionar y rogar:
      —¡Por favor! No te vayas...
      —Debo hacerlo...—murmuró la joven.
      —Entonces, vuelve mañana, cuando el sol se ponga. Te esperaré aquí.
      «¿Ha contestado que sí o ha sido el viento?», pensó.
      A partir de entonces, Heitaro no pudo pensar más que en ella. Al día siguiente, trabajó como un loco para conjurar el miedo que tenía de no volver a verla. Por la tarde, al reunirse con sus amigos bajo el sauce, apenas oyó lo que hablaban porque estaba deseando quedarse a solas. Cuando estuvo solo, esperó y esperó...
      Hasta que la joven llegó... y se quedó un rato a su lado... y conversaron, aunque no le quiso decir su nombre. Él le anunció que la llamaría Higo, que significa «la pequeña amiga del sauce» y ella sonrió. Y, mejor aún, le prometió que volvería a visitarle.
      Se reunieron noche tras noche durante semanas. Hablaron y se enamoraron. Al final, tras mucho rogarle, la joven aceptó casarse con Heitaro e irse a vivir con él. Todos los habitantes del pueblo la recibieron con los brazos abiertos y bailaron en su boda hasta que les dolieron los pies. Y, cuando un año después, su unión fue ben­decida con un hijo, el feliz Heitaro se convirtió en la envidia de todos. Y pasaron así varios años y todos pensaban que seguirían así por siempre jamás...
      Pero un día llegaron unos emisarios del emperador. Necesitaban madera para construir un gran templo en la ciudad en honor a Kwannon, la diosa de la piedad. Y para ello pretendían cortar el sauce.
      A los habitantes del pueblo les daba pena y a Heitaro también, pero no tenía más árboles que ofrecerles y no podía hacer nada más. Además, aunque le seguía gustan­do reunirse bajo el sauce con sus amigos, ya no se quedaba mucho tiempo por allí porque su corazón estaba en casa, con su familia. Aún así, cuando al día siguiente los emisarios del emperador cortaron el viejo sauce, se entretuvo más de lo habitual en su trabajo porque no deseaba ser testigo de aquel hecho. Y, por si eso no fuera sufi­ciente, regresó a su casa dando un rodeo para no pasar por el centro del pueblo.
      Llegó a casa cuando empezaba a anochecer. Le sorprendió ver que no había candiles encendidos ni le llegaba el olor de la cena, como ocurría habitualmente. De pronto se asustó y corrió hacia el interior de su vivienda. Su hijo lloraba senta­do en el suelo.
      —¿Dónde está tu madre? —preguntó Heitaro, aunque en el fondo de su cora­zón intuía la respuesta.
      —Cada golpe asestado al sauce —explicó el niño— hacía gemir a mi madre como si la hiriesen a ella. Cuando el árbol se tambaleó y crujió, mi madre empe­zó a temblar. Cuando el sauce cayó al suelo, ella se desmayó. Pero antes de tocar el suelo, lanzó un suspiro, un grito y un último beso amoroso, y desapareció.
      Heitaro abrazó a su hijo y se dirigió lleno de dolor hacia el pueblo. El viejo sauce yacía como un cadáver sobre el suelo y de su tronco todavía manaba savia. Las hojas temblaron al verlo acercarse. ¿Era el viento o era Higo que se despedía?
      Al caer el árbol se había partido una de las ramas, que yacía a un lado sin que nadie reparara en ella. Aunque pesaba mucho, Heitaro la llevó hasta su casa con la ayuda de su hijo, aunque parecía que era la rama la que llevaba al niño.
      Cuenta la leyenda que Heitaro le hizo una cama a su hijo con aquella rama del viejo sauce para mantenerle siempre cerca de Higo, su madre. Cuando el niño se acostaba en aquella cama, podía oír a su madre cantándole nanas para que se dur­miera.
      El niño creció y se convirtió en un gran artista capaz de pintar árboles llenos de vida, que parecían respirar. Y también cuentan que, cuando llegó a viejo, fumaba en una pipa tallada en madera de sauce y que el humo que rodeaba su cabeza tenía la forma de una hermosa mujer. Y cuando nadie miraba, él le hablaba a aquella mujer como se le habla a un ser querido...

---Fin---

No hay comentarios:

Publicar un comentario