Un tejo en las merindades
Dicen que, en el Juicio Final,
a todos cuantos sepan
el nombre de cien árboles,
habrán de absolverlos para la eternidad.
A mí, desde hoy,
me queda un nombre menos.
Aprendí el tejo.
Estaba en el antemuro interno
de la ermita parroquial
de Quintanilla del Rebollar,
allá en el Alto Burgos,
cercano a los Montes Cantábricos.
Junto a la cancela
que limita el pequeño altozano,
sobre el que se erige la ermita,
allí se erguía, grave y enhiesto;
más orondo que un ciprés,
y más adusto que un roble o un pinsapo,
majestuosamente serio, el tejo.
Los antiguos griegos lo creyeron eterno,
y junto a él ubicaban sus tumbas,
de lápidas y epitafios.
Una voz amiga me lo señaló.
Guardián del sacro lugar,
y del cementerio aledaño,
me pareció apropiada
compañía para todo
lo que la sobria ermita encerraba:
las santas imágenes sagradas
y los pocos restos humanos
que allí descansan.
Qué bien plantado lo encontré,
al tejo… con su doble presencia,
sacra y profana.
El tejo, de hermosa estampa.
El tejo, que me prestó su imagen
para que la uniera a su palabra.
Un nombre de árbol, apenas nada;
pero mucho para mí,
que despertaba del sueño leve
de ignorar que ignoraba
la existencia del tejo,
en tanto que árbol,
y en tanto que palabra.
Foto de Eduardo Cantábrico
Información: https://poemastejo.wordpress.com
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