sábado, 2 de marzo de 2013

AGUSTÍN COMOTTO
Los viajes del abuelo


Todas las noches antes de acostarse, el abuelo se sienta sobre la cama, abre su cofre de madera y mira las cosas que hay dentro. Luego, lo cierra y vuelve a ponerlo en su sitio.
Me gusta observarlo, en silencio, desde la puerta.
Nunca le he interrumpido. Pero me intriga mucho lo que el abuelo guarda con tanto interés. Por eso, y porque creía que el abuelo no estaba, he cogido el cofre para tocarlo y ver si podía adivinar lo que contenía.
¿Qué guardará aquí dentro? Entonces ha aparecido el abuelo.
-¿Qué buscas debajo de mi cama?
-Te gustaría saber lo que hay dentro del arcón, ¿verdad?. Ven, Jorge, siéntate conmigo. Te voy a contar una historia...
-Mucho antes de que tú nacieras, incluso de que naciera tu madre, fui marinero de La Celeste, una fragata mercante que me llevó a lugares muy lejanos y en la que recorrí los siete mares.
Soy perezoso para escribir, pero quería recordar los lugares fascinantes por los que anduve. Así que, se me ocurrió guardar, en este cofre, semillas de árboles originarios de los sitios que recorrí en mis viajes.
Ahora, al verlas, como tengo buena memoria, recuerdo lo que ocurrió tanto tiempo atrás.
Esa semilla que tienes en tus manos es del Polo Norte. Para que allí fructifique, como hace tanto frío, tiene que caer en un hueco del terreno y permanecer abrigada bajo la superficie helada. De la semilla nace una plantita tan frágil y transparente que, si la tocas, se quiebra como el cristal. Aquel invierno fue tan duro que el hielo nos atrapó y tuvimos que quedarnos hasta que llegó la primavera. Encontré la semilla, un día que salí a explorar los alrededores.
-¿Y esta que parece un granito de arena, abuelo?
-Una vez, encallamos en una playa de los Mares del Sur. Los habitantes de esa isla eran enormes. A los pocos días, un grupo de ellos se acercó por el barco. Pese a su fiero aspecto eran afectuosos, y nos trajeron comida y regalos. Una mujer depositó un granito de arena en mi mano. Era una semilla. Con dibujos y señas, me explicó que esta semilla sólo crece en el desierto y que, cuando brota, apenas vive unos minutos antes de secarse abrasada por el sol.
-Esta grandota la encontré en la selva brasileña. La Celeste ancló en el delta de un río enorme lleno de yacarés y rayas venenosas. Nos internamos en nuestras chalupas, río arriba. Nuestro propósito era comerciar con un pueblo que vivía en la selva y tejía unas telas vistosas. Por desgracia, caí enfermo de unas fiebres extrañas. Estuve muy grave. El hechicero de la tribu me curó con raíces y plantas medicinales que él mismo recogía.
-Durante mi convalecencia, el curandero me contó muchas historias; cómo surgió el cielo, la tierra, el sol, todo lo que conocemos. También me habló del secreto de la selva madre, que mantiene y renueva el Universo. Fue allí donde me hablaron de un árbol que hoy no existe. Entonces quedaban unos pocos de esa especie, pues sólo algunas de sus semillas germinan. Pero, si una de ellas logra brotar, el árbol se hace tan inmenso como una montaña.
-¿Por qué, abuelo?
-No lo sé, nadie lo sabe. Al regresar de mis viajes traje dos de esas semillas. Una, como ves, está en la caja, la otra la planté hace años, fuera, junto a la casa. Todas las tardes la riego pero no ha brotado nada...
-Abuelo, ¿todos los árboles dan semillas?
-Los árboles dan frutos y los frutos tienen semillas. Las semillas tienen memoria. Si supieran hablar nos contarían nuestra historia y la de nuestro planeta, pues las plantas llegaron a la Tierra mucho antes que nosotros. Las semillas han viajado siempre. Algunas flotando por los mares y los ríos antes de que nadie inventase un barco; otras, arrastradas por el viento mucho antes de que los pájaros volasen.
Esta semilla tiene una historia triste. La recogí de un lugar de África donde el paisaje es seco y árido.
La Celeste nos dejó junto a una ciudad hecha de barro. Mientras conseguíamos provisiones, pude ver cómo hacían una casa. Las paredes eran de adobe: un barro hecho con paja y arcilla; pero allí, en vez de paja, usaban semillas. Las plantas crecían por los muros como un ser más de la familia.
En las afueras de la ciudad encontré una llanura con restos de una antigua guerra. Me explicaron que la misma semilla que usaban para construir, también les servía como proyectil. La semilla, tan llena de vida, era, al mismo tiempo, un instrumento de muerte.
-¿Y ésta otra, abuelo?
-La encontré en Asia, en una isla muy pequeña. La gente del lugar me contó que en las noches calurosas, las madres ponen esta semilla dentro de la mano de sus hijos. Si éstos le dan calor, brota una plantita que los cubre y protege mientras duermen para que nada malo les suceda.
No oí las últimas palabras del abuelo ya que me quedé dormido en su regazo.
Soñé con un árbol enorme que crecía y crecía hacia el cielo. Más grande que la Tierra. Incluso más grande que el mismo Universo.
Siguió hablando un rato. Ya era de noche y no iba a salir a regar su semilla. Me llevó con suavidad a mi cama y me acostó.

---Fin---

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