miércoles, 6 de junio de 2012

EL CIPRÉS
Cuento de China

    Hace muchos años, en un pequeño pueblo a la orilla del Yangtse, vivía un comerciante llamado Li Jian. Se ganaba la vida con una tienda de especias y su carácter era tan fuerte como las mercancías que allí vendía. A los clientes que se atrevían a cuestionarle los precios enseguida los enviaba a freir espárragos, y pobre de aquel que osara llamar a su puerta para preguntar una dirección o pedir un poco de arroz. Li tenía dos perros de ojos feroces y cabeza cuadrada, y le costaba muy poco amenazar con ellos a cualquiera que se acercaba a su casa. A la mujer de Li no le gustaba el comportamiento de su marido, pero poco podía hacer para cambiarlo.
     Li vivía en una pequeña casa al lado de la carretera. La casita tenía tejado de pagoda, un patio estrecho en la entrada y un pequeño huerto detrás. Fuera de la casa, junto a la carretera, crecía un ciprés, que según decía Li había sido plantado por su bisabuelo. Era un árbol alto y esbelto, cuyas ramas más gruesas se proyectaban hacia el cielo y las más pequeñas colgaban hacia el suelo. Las ramillas eran de un tono rojizo oscuro. Li estaba orgulloso del árbol porque los protegía del sol de la tarde y en los calurosos días de verano daba sombra a la sala de estar.
     Un día, después de haber cenado arroz cocido, fideos y pescado, Li salió a tomar el fresco al patio. Se enfadó muchísimo a ver a un pobre y andrajoso vendedor ambulante que dormitaba bajo el árbol. ¿Cómo se había atrevido a entrar en su propiedad?, se dijo a si mismo.
    -¿Quiere decirme por qué otras personas han de disfrutar de la sombra de mi árbol? -dijo gritando y acercándose grandes zancadas al vendedor.
     Lo zarandeó bruscamente y le ordenó que se fuera. El pobre vendedor, aturdido porque le habían despertado tan de sopetón de su sueño, quería saber qué había hecho para merecer aquel trato.
     -¡Está durmiendo a la sombra de mi árbol! –le regañó Li, muy enojado.
     -Perdone, señor –dijo el vendedor humildemente-. Creía que los árboles eran de todo el mundo… y, además, éste se encuentra en propiedad pública.
     El vendedor ambulante miró a su alrededor como para asegurarse de que no había cometido ningún delito contra la propiedad.
     -Puede que sí, pero este árbol es mío, y nadie más puede disfrutar de él –respondió Li enfadándose cada vez más.
     Los perros habían acudido trotando hasta detrás de su amo y esperaban sus órdenes. El vendedor miró los ojos malignos de los animales, recogió sus artículos y salió a todo correr. El comerciante lo observó mientras se alejaba sin dejar de proferir maldiciones.
     Al cabo de unos días, el vendedor ambulante volvió a pasar cerca del árbol. Se detuvo un momento y sintió cómo se ruborizaban sus mejillas al pensar en los insultos que había tenido que soportar. Se sorprendió al oír que las ramas le susurraban algo al oído. Dio unos pasos atrás, satisfecho de la idea que el árbol le había trasmitido.
     Muchos días después, Li, al volver a la tienda, vio otra vez al mismo vendedor ambulante durmiendo bajo el árbol.
     -¿Cómo se ha atrevido a volver? –vociferó-. ¡Lárguese inmediatamente o haré que mis perros se le echen encima!
     -Perdone, señor –dijo el vendedor ambulante con el máximo respeto-, pero quiero hacerle una propuesta.
     ¿Una propuesta?, pensó Li. ¿Acaso estaba loco aquel hombre?
     -¿Y qué propuesta es esa? –preguntó con la última brizna de paciencia que le quedaba.
     -Me gustaría comprarle la sombra de su árbol –dijo el vendedor con aire decidido.
     -¿Comprar la sombra de mi árbol? –repitió Li.
     El vendedor ambulante asintió con la cabeza. El comerciante nunca había oído que nadie hubiera comprado la sombra de un árbol. Le pareció de lo más extraño, pero la curiosidad le venció.
     -¿Cuánto me da por ella? -preguntó con suspicacia.
     -Veinticinco monedas de oro -respondió el vendedor desatando una bolsita de tela para mostrar su tesoro.
     -¡Veinticinco monedas de oro! -repitió Li, intentando disimular su codicia. Y cerraron el trato. Por veinticinco monedas de oro el vendedor ambulante podía disfrutar de la sombra del árbol siempre que se le antojara. Pero antes de darle el dinero, el vendedor ambulante quiso redactar un contrato de venta en que se reflejaran los detalles de la transacción. Li le acompañó gustoso al notario, quien les extendió tres copias. Li se sintió muy satisfecho por haber hecho tan buen negocio y el vendedor ambulante se fue canturreando.
     Todos los días el vendedor iba a disfrutar de la sombra del ciprés. A veces se echaba una siesta y otras veces aprovechaba para guardar sus artículos en pequeñas bolsas. Un día llegó acompañado de algunos amigos que iban vestidos con ropa tan andrajosa como la suya. Se sentaron todos bajo el árbol y se pusieron a jugar una partida de cartas. Era un día de verano y, por la tarde, la sombra se proyectó sobre la sala de estar de Li. El vendedor y sus amigos recogieron las cartas y todas sus cosas y se trasladaron al interior de la casa. La mujer de Li, que estaba atareada en el huerto, oyó unas fuertes risotadas que venían de su casa. Para allí se fue como una exhalación y, al entrar, vio a una pandilla de hombres raros y zarrapastrosos tumbados por el suelo de su sala de estar.
     -¿Qué significa todo esto? -preguntó la mujer completamente desconcertada.
     -Mejor pregúntaselo a tu marido -dijo medio riéndose el vendedor ambulante, y siguió fijándose en la carta que pensaba jugar a continuación.
     La mujer de Li salió corriendo de su casa y le envió recado a su marido.
      Cuando Li llegó a casa, se quedó mudo de rabia. Al recuperar la voz, dijo a gritos:
      -¡Largo de mi casa, granujas!
      -¡Espere un minuto! -le dijo el vendedor ambulante, sacando del bolsillo la escritura del bolsillo y blandiéndola delante de la cara de Li-. Es mi sombra, ¿lo recuerda? Voy a donde ella va y ahora resulta que está dentro de su sala de estar.
      Los amigos ahogaron una carcajada tapándose la boca.
      Era absurdo. Presa del pánico, Li se dirigió a donde el notario para pedir justicia, quien repasó el contrato y meneó la cabeza por la insensatez de Li. No se podía hacer nada. El contrato no podía anularse sin el consentimiento de ambas partes. Li anduvo lentamente hacia su casa sin saber qué hacer. Por fin se le ocurrió une idea: volvería a comprar la sombra.
     -No es posible  -le dijo el vendedor ambulante.
     -¿Y por qué no? -preguntó Li nervioso.
     -Pues porque el precio ha subido y me parece que no lo podrá pagar -dijo el vendedor.
     -Le doy cincuenta monedas de oro -le ofreció Li, y las gotas de sudor le resbalaban por la frente.
     -Doscientas -le dijo el vendedor con decisión, y sus amigos asintieron con un movimiento de cabeza.
     -¡A  eso se le llama robo! -vociferó Li sacando la bolsa que llevaba escondida en el pecho para poder librarse de un vez por todas del vendedor ambulante.
     Éste se quedó muy satisfecho con lo que había ganado. Dicen que con parte de las monedas abrió un local en el pueblo en el que servían te de todas clases. Y desde luego siempre tenía una mesa vacía para que sus amigos pudieran jugar una partida de cartas. Incluso el casamentero le encontró esposa, y tuvo una vida llena de riqueza y felicidad. En cuanto Li Jian, se quedó sin nada. Su mujer, al igual que el dinero, le abandonó, y se pasó el resto de su vida acompañado por sus perros y maldiciendo el momento en que vio a aquel vendedor ambulante. Pero desde entonces, nunca más se negó a que alguien disfrutara de la sombra del gran ciprés.

---Fin---

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