EL CIPRÉS
Cuento de China
Hace muchos años, en un pequeño pueblo a la
orilla del Yangtse, vivía un comerciante llamado Li Jian. Se ganaba la vida con
una tienda de especias y su carácter era tan fuerte como las mercancías que
allí vendía. A los clientes que se atrevían a cuestionarle los precios
enseguida los enviaba a freir espárragos, y pobre de aquel que osara llamar a
su puerta para preguntar una dirección o pedir un poco de arroz. Li tenía dos
perros de ojos feroces y cabeza cuadrada, y le costaba muy poco amenazar con
ellos a cualquiera que se acercaba a su casa. A la mujer de Li no le gustaba el
comportamiento de su marido, pero poco podía hacer para cambiarlo.
Li vivía en una pequeña casa al lado de la
carretera. La casita tenía tejado de pagoda, un patio estrecho en la entrada y
un pequeño huerto detrás. Fuera de la casa, junto a la carretera, crecía un
ciprés, que según decía Li había sido plantado por su bisabuelo. Era un árbol
alto y esbelto, cuyas ramas más gruesas se proyectaban hacia el cielo y las más
pequeñas colgaban hacia el suelo. Las ramillas eran de un tono rojizo oscuro.
Li estaba orgulloso del árbol porque los protegía del sol de la tarde y en los
calurosos días de verano daba sombra a la sala de estar.
Un día, después de haber cenado arroz
cocido, fideos y pescado, Li salió a tomar el fresco al patio. Se enfadó
muchísimo a ver a un pobre y andrajoso vendedor ambulante que dormitaba bajo el
árbol. ¿Cómo se había atrevido a entrar en su propiedad?, se dijo a si mismo.
-¿Quiere decirme por qué otras personas han
de disfrutar de la sombra de mi árbol? -dijo gritando y acercándose grandes
zancadas al vendedor.
Lo zarandeó bruscamente y le ordenó que se
fuera. El pobre vendedor, aturdido porque le habían despertado tan de sopetón
de su sueño, quería saber qué había hecho para merecer aquel trato.
-¡Está durmiendo a la sombra de mi árbol!
–le regañó Li, muy enojado.
-Perdone, señor –dijo el vendedor
humildemente-. Creía que los árboles eran de todo el mundo… y, además, éste se
encuentra en propiedad pública.
El vendedor ambulante miró a su alrededor
como para asegurarse de que no había cometido ningún delito contra la
propiedad.
-Puede que sí, pero este árbol es mío, y
nadie más puede disfrutar de él –respondió Li enfadándose cada vez más.
Los perros habían acudido trotando hasta
detrás de su amo y esperaban sus órdenes. El vendedor miró los ojos malignos de
los animales, recogió sus artículos y salió a todo correr. El comerciante lo observó mientras se alejaba sin dejar
de proferir maldiciones.
Al cabo de unos días, el vendedor
ambulante volvió a pasar cerca del árbol. Se detuvo un momento y sintió cómo se
ruborizaban sus mejillas al pensar en los insultos que había tenido que
soportar. Se sorprendió al oír que las ramas le susurraban algo al
oído. Dio unos pasos atrás, satisfecho de la idea que el árbol le había
trasmitido.
Muchos días después, Li, al volver a la
tienda, vio otra vez al mismo vendedor ambulante durmiendo bajo el árbol.
-¿Cómo se ha atrevido a volver?
–vociferó-. ¡Lárguese inmediatamente o haré que mis perros se le echen encima!
-Perdone, señor –dijo el vendedor
ambulante con el máximo respeto-, pero quiero hacerle una propuesta.
¿Una propuesta?, pensó Li. ¿Acaso estaba
loco aquel hombre?
-¿Y qué propuesta es esa? –preguntó con la
última brizna de paciencia que le quedaba.
-Me gustaría comprarle la sombra de su
árbol –dijo el vendedor con aire decidido.
-¿Comprar la sombra de mi árbol? –repitió
Li.
El vendedor ambulante
asintió con la cabeza. El comerciante nunca había oído que nadie hubiera
comprado la sombra de un árbol. Le pareció de lo más extraño, pero la
curiosidad le venció.
-¿Cuánto me da por ella? -preguntó con
suspicacia.
-Veinticinco monedas de oro
-respondió el vendedor desatando una bolsita de tela para mostrar su tesoro.
-¡Veinticinco monedas de
oro! -repitió Li, intentando disimular su codicia. Y cerraron el trato. Por
veinticinco monedas de oro el vendedor ambulante podía disfrutar de la sombra
del árbol siempre que se le antojara. Pero antes de darle el dinero, el
vendedor ambulante quiso redactar un contrato de venta en que se reflejaran los
detalles de la transacción. Li le acompañó gustoso al notario, quien les
extendió tres copias. Li se sintió muy satisfecho por haber hecho tan buen
negocio y el vendedor ambulante se fue canturreando.
Todos los días el vendedor
iba a disfrutar de la sombra del ciprés. A veces se echaba una siesta y otras
veces aprovechaba para guardar sus artículos en pequeñas bolsas. Un día llegó
acompañado de algunos amigos que iban vestidos con ropa tan andrajosa como la
suya. Se sentaron todos bajo el árbol y se pusieron a jugar una partida de
cartas. Era un día de verano y, por la tarde, la sombra se proyectó sobre la
sala de estar de Li. El vendedor y sus amigos recogieron las cartas y todas sus
cosas y se trasladaron al interior de la casa. La mujer de Li, que estaba
atareada en el huerto, oyó unas fuertes risotadas que venían de su casa. Para
allí se fue como una exhalación y, al entrar, vio a una pandilla de hombres
raros y zarrapastrosos tumbados por el suelo de su sala de estar.
-¿Qué significa todo esto? -preguntó la
mujer completamente desconcertada.
-Mejor pregúntaselo a tu marido -dijo
medio riéndose el vendedor ambulante, y siguió fijándose en la carta que
pensaba jugar a continuación.
La mujer de Li salió corriendo de su casa
y le envió recado a su marido.
Cuando Li llegó a casa, se quedó mudo de rabia.
Al recuperar la voz, dijo a gritos:
-¡Largo de mi casa, granujas!
-¡Espere un minuto! -le dijo el vendedor
ambulante, sacando del bolsillo la escritura del bolsillo y blandiéndola delante de la cara de Li-. Es mi sombra, ¿lo recuerda? Voy a donde ella va y
ahora resulta que está dentro de su sala de estar.
Los amigos ahogaron una carcajada
tapándose la boca.
Era absurdo. Presa del pánico, Li se
dirigió a donde el notario para pedir justicia, quien repasó el contrato y meneó
la cabeza por la insensatez de Li. No se podía hacer nada. El contrato no podía
anularse sin el consentimiento de ambas partes. Li anduvo lentamente hacia su
casa sin saber qué hacer. Por fin se le ocurrió une idea: volvería a comprar la
sombra.
-No es posible -le dijo el vendedor ambulante.
-¿Y por qué no? -preguntó Li nervioso.
-Pues porque el precio ha subido y me
parece que no lo podrá pagar -dijo el vendedor.
-Le doy cincuenta monedas de oro -le
ofreció Li, y las gotas de sudor le resbalaban por la frente.
-Doscientas -le dijo el vendedor con
decisión, y sus amigos asintieron con un movimiento de cabeza.
-¡A
eso se le llama robo! -vociferó Li sacando la bolsa que llevaba
escondida en el pecho para poder librarse de un vez por todas del vendedor
ambulante.
Éste se quedó muy satisfecho con lo que
había ganado. Dicen que con parte de las monedas abrió un local en el pueblo en
el que servían te de todas clases. Y desde luego siempre tenía una mesa vacía
para que sus amigos pudieran jugar una partida de cartas. Incluso el
casamentero le encontró esposa, y tuvo una vida llena de riqueza y felicidad.
En cuanto Li Jian, se quedó sin nada. Su mujer, al igual que el dinero, le
abandonó, y se pasó el resto de su vida acompañado por sus perros y maldiciendo
el momento en que vio a aquel vendedor ambulante. Pero desde entonces, nunca
más se negó a que alguien disfrutara de la sombra del gran ciprés.
---Fin---
No hay comentarios:
Publicar un comentario