DON RICARDO CODORNIU Y STÁRICO (Cartagena 1846-1923)
"El Apóstol del Árbol"
El árbol de la fiesta
"El Apóstol del Árbol"
El árbol de la fiesta
A María del Dulce Nombre H-R
y C.
El día era hermoso. Terminada la misa
acudió el pueblo a la escuela, donde se
celebraba una exposición de arbolitos y plantas de adorno, que habían sido
cultivados por los niños y se otorgaron premios a los más bellos.
Luego se reunieron en la plaza,
empezando la procesión cívica precedida por los alumnos, ataviados con los trajecitos de
gala, y llevando cada uno de los niños el árbol que debía plantar, y las niñas
regaderas adornadas con cintas y flores. Seguían las personas más importantes
de la población y cerraba la marcha el ayuntamiento en pleno, precedido del
pendón municipal.
Al partirse entono el himno y la bandera,
siguieron los cantos escolares de los
niños y al llegar al lugar de la plantación, que estaba adornado con
banderitas, guirnaldas y escudos, se lanzaron multitud de cohetes, entre los
atronadores vivas de la multitud que allí esperaba. Cantose el himno al árbol,
el párroco bendijo los que se habían de plantar, dedicó una sentida plática a
los niños rogándoles al terminar que, cuando muriera, pusieran árboles sobre su
tumba, a fin de que se alimentasen de su polvo, como recuerdo del gran cariño
que les profesó en vida.
Luego comenzó la plantación, dirigida
por el sobreguarda de montes, mientras los maestros explicaban a los niños la
razón de lo que efectuaban.
El alcalde plantó el primer árbol,
dedicándolo á la memoria de un bienhechor del pueblo, recientemente fallecido.
Llenas de agua las regaderas, que las niñas llevaban, cada una vertió el
precioso líquido sobre uno de los arbolitos, y así tuvo padrino y madrina que
le protegiesen.
Nuevos vivas, un discurso del alcalde,
reparto de meriendas,.., y los muchachos a soñar con que la fiesta se repetiría
al año siguiente.
No se pusieron a los árboles tablitas,
con los nombres de los padrinos, ¿Para qué? Bien sabía cada niño qué árbol era
el suyo, y allí después regándolos, enterrando a su alrededor un puñado de
ceniza, quitándoles la oruga que roía una hoja y la ramita chupona, apenas se
permitía iniciar el primer brote; y cuando no, los contemplaban embelesados como
si sus miradas los hicieran creer.
Siempre que les era posible veíse Juan y
Pedro en el camino del sitio de la plantación, para hacer una visita a
sus árboles, y a Fuensanta y a Martina con sus cantaritos de agua, para regar
los que aquellos habían plantado.
Pasaron años y las visitas no cesaban, creyendo
advertir ir algunos maliciosos que, al principio, Juan miraba a Fuensanta tanto
como al árbol y después más, mucho más.
Llagó la quinta; Juan y Pedro fueron
llamados al servicio de las armas, y Juan y Fuensanta se despidieron al pie de
su árbol. Pedro se despidió sido del suyo, pues Martina andaba algo distraída y
ya rara vez lo visitaba. Marcharon a Madrid los dos amigos y poco después a
Melilla, donde la Madre Patria les enviaba a pelear. Allí, al hablar los dos de su pueblo, de su
familia y aún de sus árboles, algunas lágrimas asomaban a sus párpados, con
intención de regar sus rostros, atezados por el sol africano; pero las
contenían juzgándolas debilidad impropia de soldados. En tanto los árboles no
estaban desatendidos, pues Fuensanta visitaba el suyo con harta frecuencia, y
más de una vez se halló con la madre de Pedro, que acudía a contemplar el que
su hijo había plantado.
Pasó tiempo, Juan volvió al pueblo,
ostentando en su pecho la medalla de África y una cruz del mérito militar.
Pedro no volvió, porque había dado toda su sangre por la Patria.
Una tarde Juan y Fuensanta se hallaban al
pie de un árbol, formando risueños proyectos para el porvenir, mas de pronto se
anublaron sus ojos, porque vieron a la madre de Pedro que estaba regando con
sus lágrimas el árbol plantado por su hijo; del tronco pendía una corona de
laurel con negro crespón, que el alcalde había colocado allí solemnemente. El
árbol se había convertido en un monumento dedicado al obscuro héroe.
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