jueves, 24 de septiembre de 2009

RICARDO CODORNÍU Y STÁRICO (Cartagena, 
1846-1923) -"el apóstol del árbol"-
El árbol en maceta
A Carmen Hernández-Ros y Codorníu

(Este es el primer cuento que dedicó a uno de sus nietos)



     En cierto hermoso bosque de Asia, un árbol silvestre, cubierto de frutos maduros, servía de punto de reunión de las aves, que allí cantaban rebosando placer, y era entonces su repostería preferida.
     Pasó un jardinero de los imperiales palacios, y recogió no pocos de los frutos, con gran disgusto de la multitud alada, que veía disminuidas sus golosinas.
     Fueron colocadas las semillas en macetas con tierra, a las que se había mezclado algún mantillo, y recibían con regadera el agua necesaria. Germinaron las plantitas y al principio su vida fue fácil y grata, porque pasaban el estío en el umbráculo del jardín, defendidas del ardor de los rayos solares y la estación helada en el invernadero, donde no les molestaban los fríos, ni el viento les imprimía dolorosos vaivenes.
     Sin embargo, llegó un día en que las inocentes plantitas sufrieron la pena impuesta a los grandes criminales, pues fueron decapitadas... para injertarlas. Al pronto creyeron morir, mas se salvaron al fin, porque las raíces dieron agua y jugos de la tierra a las yemas del injerto, y además disponían de algunas substancias orgánicas, de esas que los arbolillos depositan a prevención en las celdillas de su tronco, para la época de escasez.
     Así se transformaron las yemas en ramillas con hojas, y éstas preparaban substancia vegetal, que enviaron a las raíces, para que pudieran ramificarse, producir nuevos pelos absorbentes y tomar más savia para las hojas.
     Pronto las raíces llegaron a la impenetrable barrera de tierra cocida que forma las macetas, y se vieron obligadas, muy a pesar suyo, a rodear las paredes, a manera de ovillo, lo que no dejaba de serles molesto.
     Desde entonces empezaron a sufrir escaseces; apenas se les proporcionaba agua y el alimento indispensable para que no se mustiasen los pobres vegetales, ya que vivían contrahechos, pues el objeto del jardinero era que permanecieran siempre enanos.
     A pesar de su pequeñez, uno de ellos llegó a producir algunas flores, lo que halagó su vanidad, y luego se regocijó más cuando se transformaron en bellos frutos. Ésto satisfizo al arbolillo, porque esperaba que acaso alguno de los huesos se desarrollaría al aire libre, produciendo una planta que no tuviera que soportar los tormentos y estrecheces de su progenitor, primero degollado, siempre medio emparedado y con el disgusto además de no ser un árbol, sino dos medios árboles porque a la mitad superior no agradaban los jugos que le daba la otra mitad, ni a las raíces los manjares preparados para ellas por los granos de clorofila de las hojas, que son las cocinas de las plantas, aunque otros, con más propiedad sin duda, los llaman pulmones y estómagos de los vegetales.
     Una tarde de otoño, poco tiempo después de ponerse el sol y cuando mas tranquilamente dormía el arbolillo su primer sueño, le despertó una desagradable impresión de frío, debida a que una joven de amarillenta tez y ojillos inclinados, lavaba su tronquito, sus ramas, hojas y frutos, con una esponja rebosando agua. Luego revistió la maceta con sederías bordadas y fue llevada por un palanquín... ¡al palacio del emperador!
     La pusieron en el centro de la mesa preparada para la comida oficial, en un salón cuya claridad era deslumbradora, y el arbolito empezó a absorber el anhídrido carbónico del aire, cual si fuera pleno día. Luego comenzó la música y el banquete, y la planta se hallaba gratamente entretenida, contemplando deslumbradores uniformes de los diplomáticos y palaciegos, cuando llegaron los postres.
      Entonces ¡qué gran sorpresa y mayor dicha! El mismo emperador, el hijo del sol, de la luna y de todas las estrellas del firmamento, extendió sus soberanos brazos, arrancó uno de los frutos, lo comió mostrando vivo placer y luego, cogiendo los demás, obsequió con ellos a la emperatriz y a los príncipes, sus hijos. Tan gran honra compensó al arbolito del dolor que le produjo el desgarre de sus frutos, mientras los cortesanos le envidiaban, pues con gusto hubieran sufrido que su majestad imperial arrancase una de sus orejas, si le vieran comérsela con la misma sonriente faz y alegres ojillos con que había saboreado el fruto.
     Después fue regalado el arbolito, como recuerdo, al primer ministro, y llevado al salón de su excelencia. Se le colocó en la mesa central, cuyos pies mostraban dragones admirablemente tallados, destacándose sobre rojo fondo de laca. Allí pasó algunos meses, casi adorado por la familia y por los visitantes; pero la falta de agua y, principalmente, la del sol hizo que se mustiara. Un servidor demasiado listo lo sustituyó por otro arbolito de la misma especie, sin que nadie advirtiese la superchería, y mientras los visitantes dirigían miradas codiciosas al sustituto, el auténtico entraba en putrefacción en un corral.

---Fin---

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