15 septiembre 2025

VARLAM SHALÁMOV (Rusia, 1907-1982)
El «stlánik», de relatos de Kolymá.

En el extremo norte, donde la taiga se confunde con la tundra, entre abedules enanos, matas achaparradas de serbal con sus bayas amarillentas, jugosas e inesperadamente grandes, entre alerces de seiscientos años, que alcanzan su edad adulta a los trescientos, vive un árbol peculiar, el stlánik. Es un pariente lejano del cedro, el cedro siberiano, un arbusto de pinocha perenne con un tronco algo más grueso que un brazo humano y una altura de dos a tres metros. No es un árbol caprichoso y crece en las laderas agarrándose con las raíces a las grietas de las rocas. Es valeroso y obstinado, como todos los árboles del norte. Y posee una sensibilidad poco común.
     Termina el otoño, hace tiempo que debería haber llegado la nieve, el invierno. Hace mucho que por los bordes del blanco firmamento corren como derrames unas nubes bajas y azuladas. Desde por la mañana, el penetrante viento otoñal se ha calmado como una amenaza. ¿Anuncia nieve? No. No caerá. El stlánik aún no se ha acostado. Uno tras otro pasan los días y la nieve sigue sin caer, las nubes merodean lejos tras los oteros, y en el alto cielo sale un pequeño y pálido sol. Todo es otoñal...
     Pero el stlánik se dobla. Se dobla cada vez más, como bajo un peso insoportable cada vez mayor. El árbol araña con su copa la roca y se apretuja contra el suelo, extendiendo cual patas sus ramas azulinas. Se tiende. Parece un pulpo vestido de plumas verdes. Acostado espera un día, otro, y de pronto del blanco cielo empieza a caer, polvorienta, la nieve, y el stlánik, como el oso, se sumerge en un sueño invernal. Sobre la blanca montaña se alzan enormes bultos de nieve: son los arbustos del stlánik que se han puesto a hibernar.
     A finales del invierno, cuando aún la nieve cubre la tierra con tres metros de espesor y en los desfiladeros las nevascas han formado una capa tan dura que sólo se puede atacar con barras de hierro, los hombres buscan inútilmente en la naturaleza señales de la primavera. Aunque el calendario anuncie la llegada de la nueva estación, el día no se distingue de otro de invierno: el aire es cortante y seco como cualquier día de enero. Por fortuna, la sensibilidad del hombre es muy tosca, sus percepciones demasiado simples. Por lo demás, los sentidos de que dispone el hombre, cinco en total, son pocos, insuficientes para predecir o adivinar nada.
     La naturaleza es algo más sutil que el hombre en sus sensaciones. Sabemos algo de esto. ¿Recuerdan los salmónidos que van a desovar sólo en el río en que cayeron las huevas que les dieron vida? ¿Y las misteriosas trayectorias de las aves migratorias? Son muchas las plantas y flores barómetro que conocemos.
     Pues bien, entre la inmensidad albina de las nieves, en medio de la desesperación más absoluta, de pronto se alza el stlánik. El árbol se sacude la nieve, se alza en toda su estatura y levanta hacia el cielo sus ramas verdosas, ateridas y algo anaranjadas. El stálnik oye la llamada imperceptible de la primavera, y como cree en ella, es el primero en levantarse en el norte. El invierno ha terminado.
     Pero también ocurre esto otro. Arde una hoguera. El stlánik es demasiado confiado. Aborrece tanto el invierno que está dispuesto a confiar en el calor del fuego. Si en invierno, junto a un arbusto de stlánik, que duerme acostado, retorcido su sueño invernal, se enciende una hoguera, el stlánik se levantará. La hoguera se apaga y el defraudado cedro siberiano, llorando por el engaño, de nuevo se doblará para acostarse en el viejo lugar. Y lo cubrirá la nieve.
     No, no sólo predice el tiempo. El stlánik es el árbol de las esperanzas, el único árbol en todo el extremo norte perennemente verde. En medio del blanco cegador de la nieve, sus ramas de un verde apagado nos hablan del sur, del calor y de la vida. Durante el verano es humilde y pasa desapercibido, todo a su alrededor florece con premura, esforzándose por llegar a fructificar en el fugaz verano boreal. Las flores de la primavera, del verano y del otoño se precipitan las unas tras las otras en la incontenible y fragorosa floración. Pero se acerca el invierno y empieza a llover pinocha amarillenta que deja desnudos los alerces, la pajiza hierba se mustia y se seca, el bosque clarea, y entonces se ve cómo entre la pálida hierba y el musgo gris se encienden a lo lejos las enormes antorchas verdes del stlánik.
     A mí, el stlánik siempre me ha parecido el árbol ruso más poético, mejor que el venerado sauce llorón, que el plátano o que el ciprés. Y la leña del stlánik es la que más calienta. 

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12 septiembre 2025

MONTERO GLEZ, en "El País" (jul-2025)
El stlánik, el árbol que se tumba y duerme durante los inviernos

El stlánik es lo más parecido a un barómetro; al igual que anuncia las primeras nevadas, anuncia el brote de la primavera
En la tundra siberiana crece un árbol peculiar que se conoce como stlánik. Se trata del cedro originario de las montañas, un árbol con el que los presos condenados en Kolimá mantenían una relación especial. Así lo cuenta el escritor Varlam Shalámov, —superviviente del Gulag— en sus Relatos de Kolimá (Minúscula), una epopeya escrita con crudeza, y traducida al castellano por Ricardo San Vicente.
     Según Shalámov, el stlánik es árbol dotado de una sensibilidad “poco común”. Es capaz de avisar de la llegada de las primeras nieves tumbándose hasta rozar con su copa el suelo, “extendiendo cual patas sus ramas azulinas”, escribe Shalámov, dando cuenta del milagro que la naturaleza ofrece ante sus ojos. Es la mirada de un convicto, de un hombre condenado, pero que no ha perdido el hilo de ternura que le une con el resto del mundo. A pesar del aislamiento, Shalámov detalla y apunta las señales, indicios que la naturaleza va emitiendo con el pasar de los días en “la tierra de la muerte blanca”, como se conoce a aquellos parajes inhóspitos donde cualquier brote de verdor es celebrado con los ojos.
     Shalámov lo hace igual que un naturalista. En su cuaderno de campo va describiendo los distintos matices que adquiere la nieve con el paso del día; la gasa de niebla que envuelve las madrugadas y el camino de frío al trabajo en la mina. En ningún momento pierde la curiosidad ante las blancas montañas donde se aprecian bultos de nieve. Bajo ellos hibernan los arbustos del stlánik, “igual que el oso, se sumergen en un sueño invernal”.
     De esta forma, el stlánik se convierte en un barómetro; al igual que anuncia las primeras nevadas, anuncia el brote de la primavera. Porque lejos de los almanaques, la primavera, por aquellas tierras de muerte, llegaba cuando quería. “La naturaleza es algo más sutil que el hombre en sus sensaciones”, explica Shalámov, señalando el despertar del stlánik con la llegada de los primeros brotes, cuando el árbol se levanta del suelo, sacudiéndose la nieve bajo la que ha permanecido sepultado durante el invierno. Y todo esto lo cuenta Shalámov con una prosa magistral, un fraseo musculado sin anabólicos ni fuegos artificiales, sin concesiones, como corresponde a una experiencia vital donde la guadaña de la muerte acecha a cada rato.
     Pero también, el stlánik servía de vitamina C, o eso mismo pensaba Shálamov que en las primaveras y veranos arrancaba sus agujas secas, llenando sacos que entregaba al capataz y que iban a parar a la cocina donde preparaban un brebaje amarillento que había que beber obligatoriamente antes de cada comida. Ese era el único remedio que se conocía contra el escorbuto, enfermedad causada por la falta de vitamina C.
     Más tarde, se descubrió que aquello era mentira, que las agujas del stlánik no servían para el escorbuto ni para cosa parecida. Y que tomar aquel brebaje —que sabía a mil demonios— era otro castigo más en aquella tierra de muerte.
     En resumidas cuentas: lo de la vitamina del stlánik era un engaño como el que se podía practicar cuando se encendía una hoguera cerca, mientras el árbol hibernaba bajo la nieve. Creyéndose que la primavera había empezado, el stlánik se levantaba para celebrarla. Porque, al igual que muchos seres humanos, el stlánik también es un árbol ingenuo y confiado.

El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.

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09 septiembre 2025

ALFONSO SANTOS, en "EL PAÍS" (agosto-2025)
Las vacas y el árbol milagro de los incendios de Tres Cantos: la historia tras la foto viral

 
Gracias a los voluntarios y a los bomberos, ojalá sirvan de esperanza en estos tiempos duros en los que las llamas asolan España. 
Historia de esta foto

Probablemente habréis visto una foto de unas cuantas vacas debajo de un árbol en Tres Cantos con todo lo de alrededor quemado. Está presente en todas las redes sociales y muchos medios de televisión la han puesto en antena. Que esas vacas se salvasen fue un milagro, pero no fue el árbol quien las salvó: fue el milagro de la gente. Yo soy el hijo del dueño de esas vacas y, a eso de las 20:00, entrábamos mi madre, mi padre y yo corriendo en el campo donde estaban los animales mientras todo ardía. Este campo tiene una vaquería y unos corrales para guardar las reses, y cuando llegué, el fuego estaba a tres metros de la vaquería. Con los aproximadamente 2.000 kilos de paja que había dentro, habría ardido en cuestión de minutos.
     En el momento en el que entramos corriendo en el campo, ya había mucha gente intentando ayudar como podía. Pero poco podían hacer: no tenían agua con la que apagar el fuego. Por suerte, teníamos más de 20 garrafas de 40 litros de agua llenas, preparadas no para un incendio, sino para el día a día en el campo. Toda esa gente que estaba intentando ayudar empezó a vaciar las garrafas en cada frente del fuego que pudiera hacer que se incendiase el campo donde estaban las vacas o incluso la vaquería. 
     El primer milagro se produjo aquí: además de nosotros, mi hermano y unos primos dueños también del terreno, había unas 15 personas que no nos conocían de nada —alguno que ni siquiera sabía hablar español—, que se jugaron su salud para que el fuego no llegase a tocar el edificio ni incendiase el campo. Literalmente se la jugaron: teníamos fuego por delante y por detrás, y a 10 metros un chamizo que estuvo cinco horas ardiendo con llamas de dos metros. Además, estábamos en el único sitio con pasto sin quemar, por lo que cualquier cambio de viento habría sido fatal.
     Me gustaría poner el foco, sobre todo, en D., un soldado que no solo nos ayudó a nosotros, sino que cuando vio cómo ardía la hípica donde falleció Mircea intentando liberar a los caballos, fue para allá sin dudarlo, acompañado de otras personas que no conocía de nada, y se metió en el fuego para intentar ayudar en lo posible a Mircea y a las otras personas atrapadas en el incendio. Ninguna crónica que haya contado lo que pasó en la hípica habla de él, pero ahí estuvo como un héroe. Según me consta, fue el primero que fue al coche ardiendo a sacar a quien hubiese allí. Un héroe que, al día siguiente, fue de nuevo a la hípica a ver si podía ayudar en algo. Gracias, D. 
Vista del terreno ardiendo durante el incendio de Tres Cantos la pasada madrugada, del 11 al 12 de agosto. Alfonso Santos
     Pasado un tiempo, el único campo que quedaba sin quemar era el del árbol milagroso con las vacas, la vaquería y los desconocidos que ayudaban allí. Tuvimos que tomar una decisión con las vacas: era cuestión de tiempo que el fuego entrase en el campo y ellas no podían quedarse ahí. Podíamos llevarlas a la zona donde ya había pasado el fuego, pero esos campos están delimitados con estacas de madera que se habían quemado, por lo que las vacas podían irse a cualquier sitio con el riesgo que eso conlleva. Así que decidimos meterlas en unos corrales de cemento, donde no podían quemarse y, de algún modo, podían protegerse de las llamas, aunque no del humo, del estrés o del calor que se vivía.
     El tiempo pasaba y el fuego empezó a acercarse a la vaquería con el corral donde estaban las vacas. Tras mucho dilema y con las llamas a unos 700 metros, decidimos soltarlas y obligarlas a que se fuesen a la zona ya quemada para ir a buscarlas al día siguiente. Y en el preciso momento, cuando con ayuda de la Guardia Civil íbamos a sacarlas del corral, sucedió el segundo milagro: apareció a lo lejos un camión de bomberos que protegió la vaquería. No se me olvidará nunca cómo un bombero nos dijo: “Ya estamos aquí, no os preocupéis por las vacas, esto ya lo salvamos nosotros”.
     Y así, gracias a héroes anónimos, junto con los bomberos, esos 36 animales se salvaron del incendio. Es doloroso escribir esto sabiendo que, a nuestro alrededor, varios amigos ganaderos que viven por y para sus animales los han perdido tan trágicamente. Pero quería agradecer a toda esa gente que probablemente nunca más vuelva a ver en mi vida y que nos ayudó. También a los bomberos, que hicieron todo lo posible para que el dolor fuese menor. Que la imagen del árbol “milagroso” y las vacas descansando debajo pueda servir de esperanza en estos tiempos duros de incendios que están asolando España.
 
Lo hemos leído aquí 
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06 septiembre 2025

CUANDO LOS ÁRBOLES FUERON A UNGIR A UN REY...

En la Biblia, en el libro de Jueces, hay una parábola que se puede aplicar a nuestros días.

Todo sucedió después de la muerte de Gedeón. Mientras él vivió y fue líder en Israel, hubo paz en toda la nación. (Este hecho siempre se repite: a tal líder, tal nación.)

Sucedió que después de que Gedeón murió, uno de sus hijos, Abimelec, quiso reinar en el lugar de su padre, a pesar de que Gedeón había afirmado en vida que ninguno de sus hijos reinaría sobre Israel (8:23). Tomado por la ambición por el poder, Abimelec mató a todos sus hermanos. Quería tomar el asiento de líder de la nación solo para él. Sin embargo, Jotam, el hijo menor de Gedeón, logró escapar y pronunció una alerta severa al pueblo de su tierra, sobre lo que estaba a punto de suceder. Y les contó esta parábola:

Jotam les dijo:
– Una vez los árboles fueron a ungir un rey sobre ellos, y dijeron al olivo: “Reina sobre nosotros.” Mas el olivo les respondió: “¿He de dejar mi aceite con el cual se honra a Dios y a los hombres, para ir a ondear sobre los árboles?”
Entonces los árboles dijeron a la higuera: “Ven, reina sobre nosotros.” Pero la higuera les respondió: “¿He de dejar mi dulzura y mi buen fruto, para ir a ondear sobre los árboles?”
– Después los árboles dijeron a la vid: “Ven tú, reina sobre nosotros.” Pero la vid les respondió: “¿He de dejar mi mosto, que alegra a Dios y a los hombres, para ir a ondear sobre los árboles?”
– Dijeron entonces todos los árboles a la zarza: “Ven tú, reina sobre nosotros.” Y la zarza dijo a los árboles: “Si en verdad me ungís por rey sobre vosotros, venid y refugiaos a mi sombra; y si no, salga fuego de la zarza y consuma los cedros del Líbano.”
Jueces 9:8-15

 Lo hemos leído aquí

---Fin---

02 septiembre 2025

En el norte de Italia, del narrador de historias

TOMÁS CASAL PITA
El plátano de "Los cien Bersaglieri"

 
 
En el norte de Italia, a medio camino entre Venecia y Milán, existe una localidad llamada “Plátano” (y que antes se llamaba Salgarèa, un puñado de casas y algunas villas a pocos kilómetros de Caprino Veronese) donde crece un plátano oriental -es inútil explicar de quién toma el nombre el lugar en la actualidad- llamado “de los cien Bersaglieri“ y declarado monumento nacional. Los “bersaglieri” son un cuerpo muy especial de la infantería italiana, creado en 1836.
     Cerca del árbol, el mayor de esta especie en Italia, un cartel indica que este mide 15 metros de circunferencia y 24 de altura y cubre un área de 300 metros cuadrados, pero no marca su edad. Se estima que fue plantado en el año 1400 (+/-10), por lo que tiene en la actualidad unos 620 (+/-10 años). El plátano crece en el borde de un terraplén por cuyo fondo pasa un torrente y al que se le supone que debe sus extraordinarias medidas: nunca ha conocido la sequía.
      Los vecinos de la zona conocen bastante bien su historia, a fin de cuentas el árbol da nombre al pueblo, aunque su propio nombre es bastante reciente. Fue en 1937 cuando un compañía de soldados bersaglieri se subió al completo a este árbol
(eran 100), de ahí el nombre que le ha quedado, pero no es este el único suceso que se recuerda de él.
      Hubo otro suceso trágico anteriormente: al terminar la Primera Guerra Mundial quedó algún depósito de armas sin recoger por la zona. Dos muchachos, uno mayor que el otro, robaron explosivos plásticos empaquetados en forma de panes alargados con mechas y se fueron al plátano, dónde el mayor subió y el pequeño esperó abajo. Desde arriba el primero se dedicó a encender mechas y arrojar lejos los explosivos, mientras el pequeño miraba divertido desde abajo. En el enésimo lanzamiento, una repentina ráfaga de viento detuvo el explosivo en el aire, lo hizo girar y lo deslizó, precisamente, dentro de la camisa abierta del más pequeño, pulverizándolo. Durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes tuvieron un cuartel cerca del plátano, así que lo mutilaron drásticamente ya que su exuberancia y su proximidad a la carretera podrían haber sido explotados por los partisanos como excelentes escondites para atacarles. Seguramente muchas de las oquedades que en la actualidad presenta, datan de esa época.

 
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