Para Hasier Larretxea los latidos del bosque suenan a ese silencio que ha desaparecido a través de las dinámicas rutinarias “de cemento y hormigón” de las ciudades, donde la supervivencia “se pone a prueba y en muchas ocasiones nos saca lo peor de nosotros”. Para Larretxea,
los bosques suenan a “honestidad, a robustez, a anclaje, a respiración
entrecortada”, a recuerdos de caminatas con su padre, a recuerdos de
familia por los valles del norte de Navarra que quedan plasmados en su
nuevo libro, El lenguaje de los bosques (Espasa), una
conversación con esos paisajes de los que nos hemos alejado, atraídos
por la marea de la tecnología y el consumo, la automatización de la vida, la producción sin descanso, la vida rápida, excesiva, en permanente sobresalto.
Larretxea piensa que desde lo local se puede tejer toda una red de
valores éticos, humanísticos y de justicia social. “Creo en la bondad y
en el buen hacer del ser humano”, asegura durante esta entrevista, en la
que sus palabras nos traen de inmediato el olor a madera cortada
durante las noches anteriores a la Luna creciente, la esencia de esos
lugares con alma del mundo rural, de la España cada vez más vacía, donde
habita la belleza y la verdadera libertad.
El bosque como lugar de encuentro y reencuentro con uno
mismo, como lugar donde hallar cobijo, donde recuperar la calma. El
bosque como guía, como brújula, como mapa para volver a las raíces de
nuestra naturaleza. El bosque para contar y escuchar historias de una
vida bella que está desapareciendo. Hemos olvidado los bosques en esta
vida de explotación, autocensura, miedos y ruidos…
Sin duda. Además de olvidar sus elementos simbólicos y naturales,
como consecuencia de los ritmos frenéticos de vida que nos exigen con
esos horarios férreos y responsabilidades sobre todo laborales estamos
sumergidos y absortos en las grandes ciudades en dinámicas de cemento y
de hormigón. Por otro lado, está la gravedad de los índices de polución
alarmantes. En ese día a día, inevitablemente, se va borrando y
desfigurando ese territorio e imaginario de los bosques y de la
naturaleza, llegándose a ubicar en ese no-lugar desconocido, en ese
espacio intransitado, en los márgenes de lo exótico al estar sumergidos
en dinámicas y hábitos alejados de todo lo que supone una convivencia
sana y acorde con esos tiempos que marcan los latidos internos del
paisaje de las estaciones y una vida en conexión con la tierra.
El bosque es esa sutileza que tanto nos hace falta en la vida
cotidiana. Es esa calma y ese eje en el que reencontrarnos con esa voz
interior a través de esos paseos y ese contacto con ese universo que
crece en equilibrio y del que se desprende ese halo de paz. Al ser un
gran conocedor y persona que ha estado desde niño en contacto directo
desde diferentes vertientes, a la hora de hilvanar El lenguaje de los bosques (Espasa,
2018) hablaba con mi padre sobre muchos aspectos en relación a la
naturaleza. Me llamaba la atención cómo me decía que él cuando se
sumerge en esos bosques espesos de los Pirineos se le aclara el
pensamiento y se le reordenan las ideas, además de disfrutar con los
sonidos que acompasan esa voz interior. “El bosque te aclara el
pensamiento”, me decía, cuando nos sumergíamos en caminatas largas a
través de pendientes y lugares de difícil paso por los que nos llevaba y
se forjó su infancia y su educación infantil.
El bosque para mí es hoja de ruta, álbum familiar, genealogía,
idioma, reencuentro, asidero, esa manera de enraizarte en el mundo. La
vista atrás, todo ese aprendizaje de valores en el entorno rural y la
mirada afilada de mis antepasados para los que los bosques han ejercido
de lugar de fuga, de hábitat transfronterizo y de una simbiosis poderosa
y casi mística hasta llegar a representarlo a través del deporte rural
vasco, donde sobre todo tanto mi padre y mi tío han sido figuras clave
en esa transmisión y desempeño que en cierta medida mi hermano y primo
le han dado continuidad. En mi caso ha sido desde un diferente dialecto,
pero el mismo idioma.
En la actualidad vuelvo desde el prisma de disfrute a esas latitudes
naturales. No obstante, para las generaciones anteriores como las de mis
padres el bosque ha sido supervivencia, dureza, coraza. Ese paisaje de
tránsito, superación y huida en el que llegaban a sortear disparos y
persecuciones de la Guardia Civil que acechaban en ese entorno y se
mantenían tras esos contrabandistas escurridizos y ese universo del
silencio y familiar en los caseríos en los que se protegían mutuamente
desde ese espíritu comunitario de apoyo mutuo.
Nos hemos ido alejando de esa vida familiar en torno a la
chimenea, en torno al fuego, esa vida de la conversación, de la palabra
lenta, que toca profundo como un océano en su cadencia. El fuego ha
sido sustituido por la luz artificial de la pantalla de un teléfono. Los
ojos hoy no ven, miran hacia el suelo, mientras deambulamos como
fantasmas por las calles riendo solos, hablando solos. ¿Cómo fue que
dejamos de ver con el corazón?
No es tarea fácil y es cierto que hay cierta lógica en esas acciones y
decisiones cada vez más férreas a la hora de dejar atrás toda esa
maraña que nos absorbe, nos hace perder el tiempo y que construye otro
yo que realmente no llegamos a ser al mostrar toda esa cara A nuestra.
No sé si somos capaces de establecer nuestras prioridades al respecto o
de facto nos vemos sumergidos por un entramado que en cierta medida nos
aporta beneficios pero que nos tiene atados y en muchos casos nos cuesta
definir las prioridades y sortear la basura y lo perjudicial y dañino.
Los 13 años de vida en Madrid me han aportado, entre otras cosas, esa
conexión con el lugar de origen y esa manera de apreciar lo que
anteriormente ese entorno representaba era un simple decorado. Y creo
que mi vida y obra serpentea e intenta realizar ese equilibrismo entre
los significados y toda esa riqueza simbólica a través de la perspectiva
que te dota la distancia física y emocional cuando llegas a poder
construir el yo que tú mismo decides y no el que está impuesto por nacer
en un lugar y en una familia en concreto.
¿A qué suenan los latidos del bosque?
A ese silencio que no nos permitimos. Al euskera de mi familia.
Porque para mí el idioma materno se acompasa a esos recorridos a través
de los bosques y la naturaleza. Suenan a honestidad, a robustez, a
anclaje, a la respiración entrecortada. Al sonido de la naturaleza que
se queda como eco en el pensamiento. A Baztan. A permanencia y
regeneración. A vida y esencia. A reencuentro. A remanso. A paz. A
estación. Al sosiego que recompone.
Estamos saturados por la irracionalidad de un sistema
capitalista que ha enterrado cualquier atisbo de belleza, cualquier
posibilidad de libertad. “El mundo siempre se engaña con el ornamento”,
escribió Shakespeare. Se palpa más que nunca la necesidad de reflexionar
en torno a la vida de hoy, a la vida automatizada y comprimida de hoy,
la vida desnarrativizada, donde hemos perdido nuestro espacio en el
mundo y, alienados, somos simples sujetos de rendimientos sin rumbo…
El pulso de la productividad, de la inmediatez y del capitalismo han
ido transformando esas capas de las personas y de la vida en sí. Ahí
estaría, como comentaba, la dicotomía, ese puente, ese tránsito entre la
vida rural y la vida en la ciudad. De cómo idear ese equilibrio a la
accesibilidad a la tecnología sin convertirnos en ese brazo de la
máquina o la máquina misma sin obviar los avances que nos benefician.
No sé si es porque he crecido en un entorno rural rodeado por bosques
y esa tranquilidad que le caracteriza, pero es cierto que llevo tiempo
reflexionando sobre cuánto nos afecta la contaminación acústica y en
general, esa espiral en la que estamos sumergidos y donde realmente no
llegamos a desconectar de esas dinámicas que empequeñecen la visión que
tenemos sobre la vida o que nos consumen hasta tal punto de transformar y
mutilar esos tiempos interiores de cada uno y hasta el carácter. La
ciudad es la verdadera jungla donde la supervivencia se pone a prueba y
en muchas ocasiones nos hace sacar lo peor de nosotros.
La contemplación de la vida y de la cuestión más intranscendental se
realiza desde una calidez y una calma en ese entorno rural que propicia
esa conexión con uno mismo y con el cambio de las estaciones.
En la sobreabundancia de lo idéntico, de lo que se repite
sin descanso, en la sociedad estandarizada, violenta, sin alma, el otro
es el enemigo a batir, nuestra competencia. Tenemos una necesidad
imperante de demostrar, una necesidad imperiosa de exhibir lo que
tenemos por encima del otro. El tener apaga el ser. ¿Hacia dónde vamos?
Hacia esa proyección de las carencias y taras de uno en el otro. No
creo que sea algo nuevo en el ser humano ni en cuanto al momento
histórico. Vamos hacia esa fragmentación e individualización
generalizada de la sociedad donde los extremos son los que en gran parte
dotan de identidad a esa masa de personas necesitadas de nuevos gurús y
profetas. Tengo miedo a que la hiper-tecnologización nos vaya a
traicionar y nos convertimos en protagonistas de cualquier capítulo de Black Mirror, atrapados
tras esa pantalla de cristal y siendo protagonistas de nuestra propia
farsa. No pierdo la fe en que desde lo local se puede tejer toda esa red
de lo global desde redes con valores éticos, humanísticos y de justicia
social. Creo en la bondad y en el buen hacer del ser humano, y que para
ello hay que propiciar escenarios y situaciones. No creo que por ahora,
vayamos encaminados hacia ese escenario.
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En
las performance familiares que realizan, Hasier termina partiendo el
tronco que ha cortado su padre mientras él lee textos y poemas. |
En tu nuevo libro señalas que la distancia es una manera
de volver. Te fuiste hace más de 12 años a la ciudad, dejando atrás la
vida rural del pueblo de Arraioz, en el valle de Baztan, para vivir en
Madrid. “Porque para volver a un lugar y estar presente y apreciar los
valores que ofrece, primero hay que marcharse y mantener una distancia”.
Para alguien que ha nacido y crecido en conexión permanente con la
naturaleza, llegar a la ciudad supondría una metamorfosis interior, un
choque de mundos…
Sin duda. La verdad es que no sé cómo pude. Todo se me hizo cuesta
arriba. Fue un reto tremendo. Un cambio radical. En un principio no me
hacía con la ciudad, con sus ritmos, con su dinámica, impersonalidad y
con esa transformación tan a lo bestia del horizonte. Con el tiempo, he
llegado a la conclusión que es de las mejores cosas que he hecho en mi
vida, porque ese cambio de vida me dio oportunidad de fortalecer
aspectos personales y poder forjar mi identidad equilibrando toda esa
energía concéntrica que desprendía mi padre y su sueño de que continuara
con la tradición del deporte rural y mis intereses relacionados con la
lectura, el cine, la música o el arte, que en un principio él no
entendía. No había mucho lugar para la ficción en mi infancia. Para mí
la literatura y la escritura supusieron un ejercicio de resistencia,
todo un fuerte, una cabaña donde me resguardaba y me sentía a salvo de
esa dureza y de lo que se esperaba de mí. En ese espacio de mi
habitación me sentía seguro y salvo.
‘El lenguaje de los bosques’ es
sobre todo el retrato de una vida familiar en proceso de demolición, en
fase de extinción, un estilo de vivir en convivencia con un entorno
natural donde la esencia de uno mismo no se trastoca, no se desvirtúa,
no pierde su pureza, su misticismo. Es una vida de amor al árbol, a la
tierra, a lo sencillo, ajena a las tecnologías, una vida de contacto con
la madera, de trabajos en el bosque durante semanas, de deporte rural.
‘El lenguaje de los bosques’ es un canto a la naturaleza y a tu familia,
es un canto a la figura del padre, “heredero del espíritu de la vida
tranquila y sin muchos sobresaltos del caserío”…
Diría que es mi libro más luminoso y quizá más tierno. Como comentas,
es todo un homenaje a mi familia, a todo ese entramado de vida de los
valles del norte de Navarra; de los antepasados y todas esas personas
que trabajan en relación a la madera y a los bosques. Es un canto a ese
paisaje que también ha forjado mi identidad. He intentado recoger la
sabiduría de todas esas personas que están relacionadas de alguna manera
con ese universo. He querido también no ceñirme solamente a una
narrativa, a esa narrativa de la tradición y que proviene de todas las
personas que he entrevistado. Me ha interesado plasmar mi mirada y mis
inquietudes en relación a ese ámbito desde diferentes perspectivas donde
también tienen su lugar la música, el cine, la fotografía, lo
socio-político, las historias de contrabandistas, y sobre todo esa
narrativa familiar que parte de lo autobiográfico y es la celebración de
ese reencuentro entre un padre y un hijo que con los años se dan cuenta
que tienen más aspectos en común que diferencias que los mantenían un
poco alejados o sumergidos cada uno en su ámbito.
De hecho, las performances que realizamos juntos y con mi
madre y en los que también ha participado mi hermano suponen esa
representación familiar de esa convivencia y de esa pluralidad, de ese
respeto y cariño y de esa lección de tolerancia que nos da en este caso
mi padre. El 17 de marzo lo haremos en el auditorio del Guggenheim de
Bilbao dentro del Festival de cultura vasca Loraldia. Mi marido, Zuri
Negrín, también estará presente con su propuesta sonora experimental y
ambiental, por lo que se fusionarán de esa manera los dos mundos, la
tradición y la vanguardia, lo clásico y lo experimental.
En nuestra huida hacia la urbe, hemos dejado una España hermosa y vacía…
Y abandonada. Comenta mi padre y muchas personas cómo ha cambiado el
cuidado hacia los espacios comunes como caminos y que la despoblación de
las zonas rurales tiene relación directa con el cuidado de ese entorno
natural y de los bosques. Por eso la importancia de iniciativas
comunitarias en las que los vecinos se reagrupan y realizan tareas de
limpieza y de adecuación del entorno. El paisaje también va cambiando
con el transcurso del tiempo. Caminos por los que transitábamos antes
están cerrados. Es lógica esa correlación entre la despoblación y la
falta de cuidados hacia ese entorno. Al preguntarle a mi padre por ese
paisaje y si contemplaría hipotéticamente la posibilidad de una vida sin
bosques, no entraba en su cabeza esa posibilidad. Sí que relata el
abandono generalizado y de las administraciones hacia el sector de la
madera en comparación con décadas anteriores. Parece que a sus pulmones
les falta oxígeno cuando se aleja de ese epicentro que marcan los
Pirineos.
Biografía
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