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| Fran Pulido |
Hay
sospechas de que la simple estupidez puede ser tan dañina como la
crueldad. La crueldad, entre nosotros, se asocia muchas veces a la
inteligencia, sobre todo cuando es una crueldad verbal o ideológica, o
cuando la ejercen esos asesinos en serie que gozan de tanto crédito
intelectual en el cine y la televisión. Mentes privilegiadas europeas
consideraron que las matanzas de Lenin, Stalin y Mao eran accidentes
dolorosamente necesarios en el devenir de liberación de la Historia. Y
sigue habiendo mentes contemporáneas para las cuales los regímenes
desastrosos de Cuba, Venezuela y hasta Nicaragua —¡y Rusia!— poseen la
legitimidad de oponerse al imperialismo americano. Si hay formas de
crueldad que son agravadas por la estupidez —
el citado imperialismo americano y sus actuales dirigentes serían sin duda un ejemplo— queda la duda de si se podrá ser bueno y estúpido, compasivo y obtuso.
“Ahora
la estupidez sucede al crimen”, dice un verso terrible de Luis Cernuda,
en un poema en el que acusa a un poeta vinculado a los vencedores de la
guerra civil, Dámaso Alonso, de querer apropiarse la memoria de
Federico García Lorca. Estupideces y crímenes, crímenes estúpidos,
estupideces criminales, se mezclan a diario en el carnaval de esta
época, pero su repetición y su monotonía no las vuelven menos hirientes,
aunque a muchas personas las empujen hacia una indiferencia anestésica.
A mí, por el contrario, algunas me provocan una curiosidad algo
morbosa, sobre todo cuando parecen ejemplos de una estupidez pura, sin
mezcla de ninguna otra sustancia, una estupidez cruel y al mismo tiempo
gratuita, sin beneficio alguno para quien la practica, sin motivo
visible, una especie de arte por el arte.
Desde hace
tiempo vengo siguiendo en la prensa extranjera el misterio de ese árbol
de casi 200 años y 15 metros de altura que se alzaba solitario y
magnífico en las ruinas de los que fue la Muralla de Adriano, erigida en
el siglo II para marcar la frontera entre la Inglaterra romanizada y
los territorios de las tribus belicosas del norte. En un territorio de
monte bajo y colinas desnudas, el Sycamore Gap Tree era una
presencia imponente, plantado como un guardián en el muro mismo que
señalaba la antigua frontera, con esa majestad tutelar de los grandes
árboles que no sin razón tuvieron una naturaleza sagrada en muchas
culturas. La gente de las comarcas cercanas acudía a él para celebrar
bodas, comidas de fraternidad, rituales fantasiosos de paganismo
céltico. El árbol, un arce sicomoro, había ganado incluso una celebridad
cinematográfica. Aparecía en la película Robin Hood: Príncipe de los Ladrones, de 1991, y tenía en ella una prestancia más heroica que sus dos protagonistas humanos, Kevin Costner y Morgan Freeman.
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| Sycamore Gap Tree |
Un día, el 28 de abril de 2023, el árbol amaneció talado, con huellas dentadas de motosierra en tronco macizo,
derribado como la columna principal del templo que era el árbol en sí
mismo. Apareció derribado y tan sin explicación como esos cadáveres de
las novelas y las series británicas que inauguran un misterio en
principio insoluble. Policías y forenses botánicos emprendieron de
inmediato una investigación tan rigurosa como la que habría merecido el
hallazgo de una víctima humana. Un índice de civilización es el trato
que reciben, además de las personas, los animales y las plantas. La tala
del Sycamore Gap Tree fue noticia prominente en portadas de
periódicos y telediarios. En las fotos, la hondonada en la que se había
perfilado su silueta durante casi dos siglos era un vacío inaceptable,
la señal de una ausencia que ya no se podía remediar. Le preguntaron a
Ronald Reagan qué opinaba sobre los redwoods de California, las
secuoyas monumentales que pueden vivir 1.500 años y medir hasta 90
metros, y contestó encogiéndose de hombros: “Que una vez has visto uno,
ya los has visto todos”.

Por suerte, las autoridades de
la región de Northumberland tuvieron algo más de sensibilidad, y al cabo
de unos meses habían descubierto a los autores de la tala, dos cretinos
de 38 y 32 años que eran compañeros de barras y pintas de cerveza y que
la noche del 27 de abril, por broma, por distraerse, por una apuesta
beoda, concibieron la idea y la pusieron en práctica, muertos de risa,
usando una motosierra que llevaban en la trasera de la camioneta. En
unos minutos y sin demasiado esfuerzo —los dos tenían experiencia en
trabajos de construcción— talaron lo que había crecido con extrema
lentitud durante dos siglos, al ritmo solemne de los procesos de la
naturaleza, con la paciencia gradual con la que crecen y se edifican las
obras más valiosas, las naturales y las humanas, los bosques y las
catedrales, los arrecifes de coral, las ciudades crecidas orgánicamente
sin que nadie las haya planificado, las formas civilizadas de
convivencia.
La estupidez tiene una gran ventaja para
los investigadores criminales, y es que deja todo tipo de pistas.
Aquellos dos cretinos se grabaron mutuamente en sus teléfonos móviles
mientras se esforzaban en su hazaña, y luego intercambiaron mensajes en
los que se congratulaban del impacto que estaba teniendo en las redes
sociales y en los noticiarios. Quizás el mayor embuste de las ficciones
policiales es la dificultad y encontrar la pista de un asesino o de un
delincuente. A la mayor parte de ellos se les atrapa tan rápido que la
búsqueda no daría ni para un relato corto, y cuando quedan impunes no es
porque tuvieran la maña suficiente para desaparecer, sino porque nadie
los buscó, o porque los investigadores eran todavía más lerdos o
chapuzas que ellos.
En este caso particular, los dos
sospechosos tienen, como cualquiera, caras de culpables en las fotos de
frente y de perfil de la policía, pero tienen sobre todo caras de
imbéciles. Hace justo un mes empezó el juicio contra ellos, y se calcula que la sentencia será dictada hacia mediados de julio. El fiscal dice que aquella noche se lanzaron a una “moronic mission”, una tarea de cretinos,
y solicita una pena de diez años para cada uno de los dos. La estupidez
y la crueldad tampoco son incompatible con la bajeza: ahora los dos
acusados se declaran inocentes y se echan la culpa el uno al otro. Ni
siquiera les cabe la justificación de una ceguera ideológica religiosa,
como la de aquellos talibanes que pusieron tanto esfuerzo en dinamitar
los Budas gigantes de Bamiyán o los milicianos madrileños que en el
verano de 1936, en vez de ir al frente a combatir a los fascistas, se
desplazaron en camiones al Cerro de los Ángeles para fusilar
heroicamente la estatua del Sagrado Corazón.
Talaron un
árbol de 200 años por pasar el rato y porque era fácil y en mitad de la
noche era difícil que alguien los viera. Talaron un árbol porque el
esplendor de las cosas mejores y de la suma belleza despierta el rencor
de algunos imbéciles igual que despiertan la codicia de los depredadores
y la crueldad de los doctrinarios y de los aprovechados que se amparan
en ellos para obtener beneficios. En la bella Baeza, que forma con Úbeda
un espejismo doble de clasicismo italiano en medio de los olivares de
Jaén, un ayuntamiento regentado por bárbaros decretó hace unos meses la tala de los árboles enormes
que daban sombra y vida al paseo de la Constitución. La tala no se hizo
de noche ni fue anónima, y, sin embargo, los concejales arboricidas no
corren el menor peligro de ser acusados ante un tribunal. Dejan desierto
y pelado un paisaje que uno lleva viendo toda la vida y están talando
al mismo tiempo este momento presente y el recuerdo.
Dice
Montaigne: “Hasta los árboles si tuvieran voces gritarían por el trato
que les damos los seres humanos” Al menos el arce de la muralla de
Adriano está empezando a echar brotes nuevos. Con algo de suerte, es
cuestión de esperar unos 100 años.
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Condena a los infractores: https://elpais.com/cultura/2025-07-15/condenados-a-cuatro-anos-de-carcel-los-dos-hombres-que-talaron-un-arbol-en-el-muro-de-adriano.html
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