"Quién hubiera dicho que estos poemas de otros iban a ser míos, después de todo hay hombres que no fui y sin embargo quise ser, si no por una vida al menos por un rato..." Mario Benedetti.
A los amantes de los árboles,... localización, poesía, cuentos/leyendas, etc.
13 junio 2017
CHISTOPHER THOMOND & PATRIC BARKHAM Un año en la vida de un roble Quien no quiera saber del cambio climático que no escuche a este granjero,Peter Duxbury. Aquí sólamente voy a reproducir las fotos del artículo.
LEYENDA DEL PEHUÉN, EL ÁRBOL SAGRADO DEL NEUQUÉN
de www.tripin.travel
El Pehuén o Araucaria, es un árbol emblemático y uno de los símbolos de la provincia de Neuquén. Se trata de un “fósil viviente”, que ya estaba presente en esta zona cuando los dinosaurios habitaban la Patagonia, antes incluso de que se formara la cordillera de los Andes.
Puede alcanzar hasta 40 metros de altura y tiene forma de pirámide
cuando es joven y más tarde de una enorme sombrilla. Es de crecimiento
muy lento. Sus ramas son un poco arqueadas hacia arriba con hojas duras y
punzantes.
Su floración es unisexual: unos árboles producen el polen y otros dan
la piña que es fecundada por el polen llevado por el viento. Una vez
madura, cada piña tiene entre 200 y 300 piñones y en cada árbol pueden
madurar unas 30 piñas.
Los piñones son muy nutritivos y eran el alimento básico de los
indígenas pehuenches, quienes los consumían cocidos o tostados o hacían bebidas fermentadas. Utilizaban también la resina que segrega
la corteza del árbol como medicina cicatrizante.
Lo consideraban árbol sagrado y algunas de sus ramas formaban el rehue (altar) en su Nguillatún (rogativa al Dios). La Leyenda del Pehuén
Desde siempre Nguenechén hizo crecer el pehuén en grandes bosques,
pero al principio las tribus que habitaban eses tierras no comían los
piñones porque creían que eran venenosos.
Al pehuén o araucaria lo consideraban árbol sagrado y lo veneraban
rezando a su sombra, ofreciéndole regalos: carne, sangre, humo, y hasta
conversaban con él y le confesaban sus malas acciones. Los frutos los
dejaban en el piso sin utilizarlos.
Pero ocurrió que en toda la comarca hubo unos años de gran escasez de
alimentos y pasaban mucha hambre, muriendo especialmente niños y
ancianos. Ante esta situación los jóvenes marcharon lejos en busca de
comestibles: bulbos de amancay, hierbas, bayas, raíces y carne de
animales silvestres. Pero todos volvían con las manos vacías, pareciendo
que Dios no escuchaba el clamor de su pueblo y la gente se seguía
muriendo de hambre.
Pero Nguenechén no los abandonó, y sucedió que cuando uno de los
jóvenes volvía desalentado se encontró con un anciano de larga barba
blanca.
- ¿Qué buscas, hijo? -le preguntó
- Algún alimento para mis hermanos de la tribu que se mueren de hambre. Pero por desgracia no he encontrado nada.
- Y tantos piñones que ves en el piso bajo los pehuenes, ¿no son comestibles?
- Los frutos del árbol sagrado son venenosos abuelo -contestó el joven.
-
Hijo, de ahora en adelante los recibiréis de alimento como un don de
Nguenechén. Hervidlos para que se ablanden o tostadlos al fuego y
tendréis un manjar delicioso. Haced buen acopio, guardadlos en sitios
subterráneos y tendréis comida todo el invierno.
Dicho esto desapareció el anciano. El joven siguiendo su consejo
recogió gran cantidad de piñones y los llevó al cacique de la tribu
explicándole lo sucedido. Enseguida reunieron a todos y el jefe contó lo
acaecido hablándoles así: - Nguenechén ha bajado a la
tierra para salvarnos. Seguiremos sus consejos y nos alimentaremos con
el fruto del árbol sagrado que sólo a él pertenece.
Comieron en abundancia piñones hervidos o tostados,
haciendo una gran fiesta. Desde entonces desapareció la escasez y todos
los años cosechaban grandes cantidades de piñones que guardaban bajo
tierra para mantenerlos frescos durante mucho tiempo. Aprendieron también a
fabricar con los piñones el chahuí, bebida fermentada. Cada día, al amanecer, con un
piñón en la mano o una ramita de pehuén, rezan mirando al sol: "A ti de
debemos nuestra vida y te rogamos a ti, el grande, a ti nuestro padre,
que no dejes morir a los pehuenes. Deben propagarse como se propagan
nuestros descendientes, cuya vida te pertenece, como te pertenecen los
árboles sagrados".
En los siglos VI y VII, la temperatura bajó hasta 4º, afectando a civilizaciones en Europa y Asia
La plaga de Justiniano, la invasión de Europa por varios pueblos de
las estepas, la caída del segundo imperio persa, la entrada de los
turcos en Anatolia, la unión de los tres reinos de China, el inicio de
la expansión árabe... Todos son eventos que tuvieron lugar entre el año
540 y el 660 de la Era Común. Ahora, un estudio de los árboles muestra
que durante ese siglo y poco se produjo una edad de hielo donde la
temperatura bajó hasta 4º en verano y aquel frío pudo ser el marco de
tanta historia.
En los últimos 2.000 años se han producido varias anomalías
climáticas. Por el lado del frío, la más significativa es la denominada Pequeña Edad de Hielo
(PEH), que se inició en el siglo XV y acabó a mediados del XIX. Antes,
el clima fue especialmente cálido desde la época del Imperio Romano
hasta la llegada del Renacimiento. Sin embargo, en esos 1.500 años de
clima benigno, hubo un hiato que, aunque más corto en extensión que la
PEH, experimentó temperaturas aún más bajas. Los que lo han descubierto
lo han llamado LALIA, siglas en inglés de Pequeña Edad de Hielo de la
Antigüedad Tardía.
"Fue el enfriamiento más drástico en el hemisferio norte en los
últimos dos milenios", dice en una nota el investigador del Instituto
Federal Suizo de Investigación, Ulf Büntgen,
coautor de una investigación sobre la temperatura en estos 20
siglos. Büntgen es dendroclimatólogo y usa los patrones de crecimiento
de los anillos de los árboles para inferir la temperatura. En 2011 ya
publicó en la revista Science
una investigación del clima del pasado basada en lo que pudo leer en
los árboles de los Alpes austríacos. Ahora completa aquel trabajo con la
información que le ha arrancado a 660 alerces siberianos (Larix sibirica), el árbol más abundante en el macizo de Altái, en Asia central
Entre ambas fuentes de datos hay unos 7.600 kilómetros pero también
una sincronía que enseguida llamó la atención de Büntgen y sus colegas.
Los L. sibirica sólo crecen en verano y en su ritmo de
crecimiento, los dendroclimatólogos pueden estimar la temperatura
estival. Para validar sus estimaciones del pasado, los científicos han
usado la evolución de los anillos en el presente, cuando ya había buenos
registros de la temperatura.
Con los datos de Altái y los anteriores de los Alpes, los científicos
han podido determinar la evolución de las temperaturas del verano en
estos 2.000 años dentro de un proyecto aún mayor, que hace unos días
mostró cómo las últimas décadas han sido las más calurosas desde tiempos de los romanos.
El actual trabajo, publicado en la revista Nature Geoscience,
se detiene más en el frío que en el calor. En los árboles de Altái, los
climatólogos encontraron que los veranos más fríos fueron los de 172 y
1821, con temperaturas 4,6º inferiores a la media del final del siglo
XX. Ambas fechas coinciden con erupciones volcánicas de gran intensidad.
Pero lo que enseguida llama la atención del gráfico elaborado por los
autores del estudio es el pronunciado y sostenido descenso de las
temperaturas a partir de 536. Así, la década entre 540 y 550 fue la más
fría en Altái y la segunda más fría en los Alpes. Además, desde esa
fecha y hasta alrededor de 1660, se dieron 13 de las 20 décadas más
frías de todo el periodo estudiado.
Gráfico con la evolución de la temperatura durante LALIA en los Alpes (azul) y Altái. Abajo, correlación de eventos históricos. Past Global Changes International Project Office
El origen de LALIA no está escrito en los árboles, pero sí en el hielo. Un estudio publicado en Nature
el año pasado determinó las erupciones volcánicas de los últimos 2.500
millones de años las erupciones volcánicas midiendo la ceniza volcánica
atrapada en cilindros de hielo extraídos en los dos polos. Una de las
más intensas se produjo en 536. Le siguió otra cuatro años mas tarde, en
lo que hoy es El Salvador. Y aún hubo una tercera, cuya ubicación se
desconoce, en 447. Las dos primeras crearon, según los registros en el
hielo, verdaderos inviernos volcánicos, con una capacidad de reflejar la
radiación solar aún mayor que la de la erupción del Tambora en 1815.
La sucesión de erupciones volcánicas, según los autores, se vio
reforzada con las corrientes oceánicas, la expansión del hielo y la
coincidencia en el siglo VI de un mínimo solar. La consecuencia fue el
descenso sostenido de las temperaturas. De hecho, esas décadas
registraron un gran retroceso de las tierras dedicadas a la agricultura y
el pastoreo.
En la segunda parte del estudio, Büntgen se rodea de historiadores
lingüistas y naturalistas para relacionar LALIA con la historia de los
humanos. Es muy sugerente comprobar como al poco de la primera erupción,
estalla una de las mayores epidemias de peste, la plaga de Justiniano
en lo que entonces era el Imperio Romano de Oriente. En Asia central,
donde los pastos dependen de ligeras variaciones de temperatura, se
sucedieron grandes movimientos de poblaciones turcas y rouran
que desestabilizaron toda Eurasia. Al este, acabaron con la dinastía
Wei e, indirectamente, ayudaron a la unificación de China. En el oeste,
llegaron hasta Constantinopla, empujando a los pueblos que se
encontraban cada vez más al oeste.
Durante LALIA también entró en declive el imperio persa de los
sasánidas. En la península arábiga, las temperaturas más suaves pudieron
aumentar el régimen de lluvias y, con ellas, la disponibilidad de
pastos para alimentar los camellos sobre los que se expandieron los
árabes a partir de la Hégira de Mahoma.
"Con tantas variables, debemos ser cautos con la causa ambiental y el
efecto político, pero fascina ver cuánto se alinea el cambio climático
con las grandes convulsiones que se sucedieron a lo largo de diferentes
regiones", comenta Büntgen. También deja claro que la historia no se
puede escribir sin tener en cuenta fenómenos climáticos como LALIA.
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07 junio 2017
CÉSAR-JAVIER PALACIOS Conoce el olivo mágico de Saramago en Lanzarote
El escritor portugués José Saramago amaba los árboles. Aunque quizás no tanto como su abuelo materno Jerónimo Melrinho, pastor de cerdos en la pequeña villa de Azinhaga. Fue a él a quien dedicó su discurso de aceptación del premio Nobel ante la academia sueca. Un memorable texto que empieza así:
“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”.
De él aprendió de niño mil historias y leyendas, escuchándole en las largas noches de verano que pasaban juntos durmiendo bajo la gran higuera de la huerta, mirando a las estrellas.
Jerónimo, pastor y contador de historias, al presentir que la muerte
venía a buscarlo se despidió de los árboles de su huerto uno por uno,
abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver. Saramago, pensador sublime y contador de historias, plantó árboles en su casa de Lanzarote (A Casa / La Casa) para no olvidarse nunca de su abuelo. Ni de su Portugal natal. En una maceta acurrucada entre sus piernas trajo en el avión un joven brinzal de olivo
nacido en el Alentejo. Lo plantó en el jardín, en un lugar
privilegiado desde donde se disfruta de unas maravillosas vistas hacia
el mar tranquilo, la isla de Lobos y la lejana Fuerteventura. No sabía
si prosperaría en esa tierra lejana, volcánica, pero contra todo
pronóstico el árbol arraigó. En cuanto creció un poco instaló a su
lado una silla. Bajo la fresca sombra del olivo se pasaba las horas
muertas, meditando, mirando, sintiendo.
A seis años de su muerte, ves ahora la silla vacía,
el árbol, el mar naciente y sientes un escalofrío aún mayor que cuando
entras en su biblioteca. Seguramente por tratarse de un ser vivo,
testigo mudo de las ensoñaciones del literato.
“Para él era un árbol muy especial, pues sus raíces simbolizan a su
familia y de dónde viene, pero también su deseo de quedarse en esta
tierra”, me comenta el director de la Casa Museo y cuñado del literato,
Javier Perez F. -Figares. “Amaba mucho este jardín”. En él plantó luego
otros dos olivos, pero uno de ellos, de origen andaluz, salió literalmente volando, arrancado por los vientos huracanados de la tormenta tropical Delta de 2005.
La historia parece salida de una de sus novelas, pero es real. También
plantó una higuera, como la de su abuelo, que apenas ha crecido en estos
años. Y un algarrobo, cuyas vainas son muy nutritivas para las piaras
de cerdos, imagen que nos lleva otra vez a su Azinhaga natal.
Recogiendo el testigo de amor por estos árboles que Saramago dejó, explican en la Fundación,
“se ha considerado que un olivo, tal vez éste, sea la
imagen del complejo que es la casa y la biblioteca del escritor: el
olivo es símbolo de paz y de sabiduría, ramas verdes que son letras
sobre el negro de la tierra volcánica. Es Lanzarote, es Azinhaga, es
Portugal, es Saramago”.
Pasear por la casa donde Saramago escribió “Ensayo sobre la ceguera”
es una sensación única, como lo es ver su despacho y su cama. Pero tocar
las ramas del olivo que acariciaron sus ideas resulta algo impagable.
Bajito y redondo para poder adaptarse a la fuerza de los vientos
alisios, no trates de abrazarlo. Saramago tampoco lo hizo nunca. Como él mismo explicó una vez en una entrevista, despedirse del mundo al estilo de su abuelo no iba a ser posible.
Yo no me veo levantándome de la cama, suponiendo que
estoy en las últimas, levantarme para ir y repetir lo que ha hecho mi
abuelo, porque repetirlo sería insultar su memoria.
Isla Negra tiene a Neruda y Cadaqués a Dalí. Lanzarote es más
afortunada; tiene a César Manique y a José Saramago. Pero lo ignora.
La isla recibió el año pasado cerca de tres millones de turistas. Sin
embargo, apenas un puñado de ellos visitaron la maravillosa Casa Museo
del escritor luso. ¿La razón? Intenta localizarla. Misión imposible.
Ni aún con gps es fácil. Entre otras razones, porque no hay ni una sola
señalización en la isla que te informe de su cercanía y te facilite la
llegada. A los responsables del Cabildo y del Ayuntamiento ya les vale.
Hay que entrar en la zona de chalés de Tías, buscar el ayuntamiento y
seguir hacia abajo entre un dédalo de urbanizaciones para dar
finalmente con la rotonda dedicada al escritor de Todos los nombres, en este caso sólo uno, un árbol (el olivo) con forma de J y S: José Saramago. El hombre que amaba los árboles.
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05 junio 2017
DOMINGO MARCHENA, en "La Vanguardia" Barcelona tiene 1,4 millones de árboles, su mejor aliado contra la contaminación
Hojas de plátanos arremolinadas en el suelo por la fuerza del viento, en Pedralbes (Àlex Garcia / LVE)
Barcelona tiene 1,4 millones de árboles, según un recuento aproximado hecho público por el Ayuntamiento. La cifra incluye por primera vez todos los árboles y palmeras de calles, plazas, jardines públicos y privados. También los de Montjuïc, las zonas boscosas de los Tres Turons y del parque natural de Collserola, el gran pulmón verde de la capital catalana.
Esta es una de las riquezas a veces más desconocidas de las ciudades.
Los árboles urbanos no sólo embellecen el asfalto, sino que ayudan a
hacer de nuestros barrios lugares menos sucios y con más calidad
ambiental. Actúan como pantalla acústica y atenúan el tráfico diario, ya
que disminuyen la reverberación que produce el sonido del tráfico en
las fachadas.
Pero, sobre todo, retienen el polvo y purifican el aire. Son el mayor filtro contra la contaminación. Estas son sólo algunas de las causas que justifican uno de los proyectos de más largo alcance del gobierno municipal de Barcelona,
que quiere planificar la gestión de este patrimonio natural durante los
próximos 20 años. La duración del proyecto no parece tan insólita si se
tiene en cuenta que la vida media de los árboles urbanos es de medio
siglo, como dijo el comisionado de Ecología, Frederic Ximeno,
durante la presentación del plan.
Barcelona se vanagloria de su amor por los árboles. La ciudad aprobó
en 1995 la Declaración de los Derechos del Árbol, “un elemento esencial
para garantizar la vida en la ciudad”. Los ejemplares urbanos tienen una
apasionante vida secreta y permiten que nuestras calles sean más
habitables y saludables, y menos calurosas en el ferragosto. Está claro que los árboles nos cuidan, pero la pregunta es: ¿cuidamos nosotros a los árboles?
Las ciudades son un entorno hostil. La necesaria
pavimentación urbana tiene como contrapartida la impermeabilización del
suelo, lo que dificulta la filtración de la lluvia. Si no llueve, malo; y
si llueve mucho después de un largo periodo de sequía, peor: aunque
puede ser muy beneficiosa en el campo, las precipitaciones en las
ciudades limpian las calles de aceites, gasolina y metales pesados...
pero el agua arrastra materiales contaminantes que perjudican los
espacios verdes.
A causa del asfalto, las aceras y la compactación de la tierra se
produce una disminución de los niveles de oxígeno del subsuelo. La
consecuencia directa es la asfixia de las raíces, las responsables de la
nutrición de estos seres vivos. Por si fuera poco, los alcorques
se empobrecen paulatinamente. En los núcleos urbanos, a diferencia de
en el campo, la madera muerta y las hojas se retiran del suelo, lo que
impide que la materia orgánica actúe como fertilizante.
Ailanto, un invasor
La lista de males no acaba ahí. Las arboledas urbanas reúnen a
veces ejemplares que se adaptan muy mal a las ciudades... o que se
adaptan demasiado bien y pueden llegar a convertirse en una especie
invasora, como el alianto. Este árbol de origen chino ha hecho
saltar las alarmas en Collserola, donde si no se frena su expansión
podría ser un peligro para “los espacios naturales” y convertirse en un
competidor voraz de especies autóctonas, como la encina o el pino blanco.
A estos y otros errores quiere poner solución el Plan Director del Arbolado de Barcelona 2017-2037. El proyecto tiene un subtítulo revelador: Árboles para vivir.
La alcaldía pretende que en los próximos cuatro lustros se mejore la
biodiversidad. No sólo se trata únicamente de plantar más árboles, sino
sobre todo de optar por ejemplares más funcionales y resistentes al
cambio climático.
Uno de los ejes de la campaña buscar evitar la proliferación de
monocultivos, entre cuyos ejemplares se propagan con mucha más facilidad
las enfermedades y las plagas. En 1992, la mitad de los árboles de
Barcelona eran plátanos (y no plataneros, como muchos los
llaman). En la actualidad son el 30% del total. Pero el objetivo es que
ni esta ni ninguna otra especie supere el 15%.
Los plátanos –algunos centenarios, como los que aparecen en la novela Expediente Barcelona, del añorado periodista y escritor Paco González Ledesma– seguirán
indisolublemente ligados a la imagen de la ciudad (y ocasionando
problemas de alergias por su polen). Pero cada vez deberán convivir con
el desembarco de otros familiares, como el árbol del fuego, las chitalpas, los tamarindos o los perales de Callery.
Estas especies se caracterizan, asegura el Ayuntamiento, “por su buen
desarrollo, la falta de problemas fitosanitarios y una buena adaptación
al entorno urbano”. Una cuidadosa elección de las nuevas plantaciones
es indispensable para la renovación del arbolado, pero no el único paso. La mala ubicación de los alcorques, a veces demasiado cerca de los edificios, obliga con excesiva frecuencia a podas drásticas,
como denuncia el informe municipal. Las podas, sostienen los expertos,
deberían ser las mínimas posibles y sólo de mantenimiento. El plan
también propugna sistemas de riego automatizado gota a gota para afrontar otro grave problema, el estrés hídrico.
La caída prematura de las hojas, en ocasiones en plena
primavera, como ocurre en especial con los plátanos, no refleja “el
símbolo perfecto del paso del tiempo”, como decía Virgilio. Se trata de
un mecanismo de autodefensa que evita la deshidratación: a menos hojas, menos necesidad de agua para las ramas.
Los técnicos del Ayuntamiento tendrán en cuenta para la selección de
nuevas especies incluso las previsiones que apuntan a un aumento de las
temperaturas y a una distribución cada vez más irregular de las lluvias.
“Qué triste es que la naturaleza hable y los hombres no la escuchen”,
decía Victor Hugo. Barcelona, replica el Ayuntamiento, necesita árboles.
Y no árboles cualesquiera, sino ejemplares fuertes y sanos “para
afrontar los retos del cambio climático”.