23 octubre 2023

NAPKO ABE (Japón)
El hombre que salvó los cerezos

La fascinante y desconocida historia del británico que luchó por preservar los cerezos en flor japoneses.

En Japón cada primavera la floración de los cerezos es una fiesta de los sentidos, y todo un símbolo de la cultura del país. Lo que casi nadie sabe es que si hoy sigue vivo ese patrimonio de la humanidad es gracias a un inglés llamado Collingwood Ingram, cuya historia nos descubre este libro.
     Ingram, hijo de una familia rica, se interesó en su adolescencia por la ornitología, y el entusiasmo lo llevó a viajar a Japón para escuchar el canto de los pájaros de aquellos parajes. Con el tiempo fue abandonando la pasión ornitológica y la sustituyó por la horticultura, y en el país asiático quedó fascinado por las múltiples variedades de cerezos, de las que se calcula que había unas doscientas cincuenta. Cuando en 1919 se instaló con su familia en Kent, descubrió alborozado que en el jardín de la casa había dos espléndidos cerezos japoneses, que cultivó con mimo.
     En 1926 emprendió un nuevo viaje a Japón en busca de esos árboles y descubrió alarmado que, debido a la occidentalización y modernización del país y a la decisión de apostar por una única variedad clonada, se estaba perdiendo la riquísima diversidad de cerezos japoneses, incluido el espectacular Taihaku o «gran blanco». Ingram dedicó su vida a salvaguardar esos árboles y a proteger la tradición de la sakura (palabra japonesa para referirse al cerezo en flor) hasta su muerte, ya centenario, en 1981.
     Este es en parte un libro sobre botánica, pero fundamentalmente trata sobre una pasión y una obsesión, sobre la preservación de un patrimonio estético mediante una lucha callada y constante. Trata también sobre la historia de dos países y dos culturas; sobre el final del mundo victoriano, en el que nació Ingram en 1880, y sobre el convulso siglo XX. La fascinante historia de un hombre enigmático y de un árbol cuya floración es de una belleza que admira al mundo entero.

«Una biografía cautivadora sobre el hombre que ayudó a cambiar el rostro de la primavera» (Ian Critchley, The Sunday Times).
«De lectura compulsiva... Escrito con elegancia y erudición» (Tania Compton, Country Life).
«Un retrato de un gran encanto y sofisticación, rico en detalles botánicos e históricos; tras su lectura no volverás a contemplar los cerezos en flor del mismo modo» (Christopher Harding, The Guardian).
«Un libro conmovedor... Bellamente escrito, y todo un logro en cuanto a su investigación» (Claire Kohda Hazelton, The Spectator).

Lo hemos leído aquí

-----

19 octubre 2023

¿Te gustan los cipreses?

LUIS FERRER I BALSEBRE
Cipreses


     Todos tenemos un árbol favorito. Son como los animales, cada cual tiene su preferencia. Hay gente que es más de perros que de gatos, igual que hay amantes de los camelios, los robles o los sauces llorones. Charlando salió a colación este tema y constaté que los gustos arbóreos tienen tanto connotaciones estéticas como sentimentales. Había quien mostraba nostalgia por un carballo centenario de la casa de sus abuelos. Otro se emocionaba recordando la corteza del abedul dónde grabó con su chica un corazón ensartado, después de un revolcón veraniego. Una se derretía hablando de la higuera que asombró su infancia, otro de un limonero, otro de un souto de castaños, donde, decía, iba a reiniciarse abrazándolos. A mí me gustan los cipreses, dije. ¡Qué horror! —contestaron al unísono— si son árboles de cementerio, tristes, no dan flores ni sombra, ni te puedes subir a ellos, ni grabar corazones en su piel ¿Cómo te pueden gustar? En Cataluña, los cipreses son árboles que expresan hospitalidad. Toda mi vida he vivido entre ellos y en mi casa presiden la entrada y salpican todo el espacio.
     La sombra del ciprés, efectivamente, es alargada, cosa singular para un árbol; están en
los cementerios no solo por su carácter hospitalario, sino también por sus dignidades, tienen un cepellón muy pequeño que no extiende raíces y no causa daño a las sepulturas, y muchos sostienen que ahuyenta de ellas a los ratones. Son árboles perennes de un verde seco que relaja la vista y el alma. No admiten grafitis ni ahorcados. A todos los árboles los mueve el viento, pero, al ciprés, lo acaricia. Muy pocas especies bailan como el ciprés, que flamea habaneras, elegante, serio, sin estridencia alguna. Los Cupressus sempervivens, además de creer en Dios, actúan como antenas que recogen las malas energías, como una especie para malos rollos. Y, por si fuera poco, es magnífico remedio para la circulación, alivia varices, mata verrugas y se faja con herpes y hemorroides con unas indudables propiedades antivíricas. Además, desprende una resina con profundo olor a cedro que es uno de los olores más relajantes que hay, con reminiscencias a inciensos árabes. Los cipreses se miran de abajo para arriba, obligan a levantar la vista al cielo y eso siempre reconforta. Fueron mis razones, pero he de reconocer que alguien que contó su idilio con un liquidámbar me hizo dudar. Un relato apasionado que transcurría acariciando la corteza del liquidámbar —esas cordilleras de corcho que lo envuelven— y lágrimas de ámbar. Pero me quedo con el ciprés, es mucho más fiable, no muda de color, no se desnuda, ni llora y, en estos tiempos, se agradece.

-----

15 octubre 2023

 Mapa de los Árboles Singulares de Aragón

 

Este mapa pretende ubicar los Árboles Singulares de esta gran comunidad. Está basado en el libro: Árboles de Aragón, que editó la Dirección General del Medio Ambiente en el año 2000. 

Todos los mapas envejecen rápidamente porque la remodelación del medio ambiente es constante. Si percibís alguna incorreción no dudéis en comunicármelo y lo corregiré, gracias de antemano.

Para cualquier comunicación: juanechegoyen@gmail.com

-----

11 octubre 2023

El roble de Liernu - Bélgica, del narrador de historias

TOMÁS CASAL PITA 
El Gros-Chêne de Liernu


Este es el Gros-Chêne de Liernu (provincia de Namur, en Bélgica). Se trata de un roble común (Quercus robur) superviviente de los grandes bosques que en otro tiempo cubrían parte de Bélgica. Siendo el árbol más famoso del país, se dice que puede ser también el más grande, aunque no es el más alto, y como tal, la historia y las leyendas se le acumulan. No hay referencia cierta de su edad, lo que inmediatamente le coloca como milenario, lo sea o no. Parte de la rumorología popular le coloca como nacido en tiempos de Carlomagno (muerto en 814), leyenda que nos lleva a que fue el mismísimo emperador quien lo plantó. 
     Sus medidas actuales son: 14 metros de circunferencia a nivel del suelo (esta medida nunca se tiene en consideración), a un metro de altura 10,82 m (la referencia suele tomarse a 1,30 metros) y una altura de 18 metros. Todavía produce bellotas en abundancia y resiste el peso de sus ramas y la fuerza de los temporales gracias a tres columnas metálicas que le ayudan, puesto que el tronco está hueco, lo que permite el acceso a su interior. No se sabe cuándo un rayo rompió parte de la copa, provocando una gran grieta dejando paso a su interior. Esta cavidad servía de refugio a los peregrinos que iban a Santiago de Compostela, ya que Liernu está en el paso de la cuenca de Rin a la del Sena (una calzada romana pasaba cerca, por las mismas razones). Esa misma oquedad acogió a lo largo de los siglos a algunos forajidos y a un hojalatero que se instalaba allí cuando iba a trabajar al pueblo. El roble acogió también bajo sus ramas a la administración de justicia por el señor local y se sabe que sirvió de horca (tal vez de alguno que durmió en el interior del tronco). 
     En 1836, el pueblo quiso talar el roble, a lo que se opuso el sacerdote local, que incluso cuando el árbol fue incendiado, dirigió la restauración y raspado de la oquedad para recubrirla con arcilla. En 1838 se instaló en el hueco una imagen de San Antonio Ermitaño -padre de la vida monástica- para atraer la protección divina, al tiempo que se colocó una placa de madera que dice lo siguiente. 

"Tú que eres invocado en este viejo roble,
poderoso protector de este lugar,
consuélanos en nuestro dolor,
San Antonio, amigo del Buen Dios"
 
     Desde 1898 una valla, renovada en el 2000, rodea el roble para protegerlo. En julio de 1924, pasó a ser árbol notable de Bélgica y monumento catalogado en de abril de 1939. Pese a la protección divina, la imagen de San Antonio desapareció en el verano de 1970. Desde 1978 una cofradía, que exclusivamente custodia y pone el valor este viejo roble, le colocó las muletas metálicas y cambiaron las rejas. En 1981 y en 1991, se hizo un “hermanamiento” con otros robles históricos y en 1992 fue declarado patrimonio inmobiliario excepcional de la Región Valona, designándosele en 2015 como “Árbol Belga del Año”.
 
Las fotos modernas son de Jean-Pol GRANDMONT para Wikipedia, bajo licencia “Creative Commons Attriution-Share Alike 3.0 Unported”.
-----