domingo, 21 de noviembre de 2021

Garoé, el árbol de la vida, del cronista de Canarias

JUAN GUZMÁN OJEDA
El sustituto de un tótem-maravilla, llamado Garoé

Cuánta razón tiene la teoría clásica que defiende que el valor de un bien depende tanto y más de sus circunstancias, que de su composición. Así es como, en pleno desierto, el diamante más grande resultará siempre objeto de trueque por una cantidad de agua proporcional a la sed y resistencia de su poseedor. El Hierro es la única isla canaria donde no existen afloramientos naturales de agua, y por ende la única isla en la que la muerte por deshidratación pudo llegar a ser una triste realidad para los bimbaches. Para contrarrestar fatales desenlaces, la cubierta arbolada –secuestrando sutilmente la humedad de las nubes– supo abastecer perfectamente esta necesidad básica.

     Mediante la minuciosa observación de los ciclos naturales, la cultura nativa ingenió diversas técnicas para poder almacenar el líquido elemento. Sin ir más lejos, los guásimos o guárzamos eran pequeñas hoquedades labradas en la propia madera o al pie de ejemplares alineados con el alisio. Estas miniestructuras se repartían por familias, las cuales aprovechaban, limpiaban y custodiaban, hasta el punto de que un mal cuidado podía suponer la retirada de los derechos por parte de los consejos bimbache.
      Pero el más conocidos que los guásimos fue el Garoé, leyenda y realidad de un árbol sinónimo de vida y salud para los pobladores prehispánicos. Aunque el verdadero Garoé cayera derribado en 1610, mucho antes de que se estudiara la botánica forestal canaria, lo cierto es que se sabe con certeza que fue un vigoroso ejemplar de til (Ocotea foetens), el árbol de los ambientes más umbríos y frescos de la laurisilva. La razón de este hallazgo se explica gracias a un detallado grabado, realizado por el historiador Leonardo Torriani a finales del siglo XV, así como a la descripción de Abreu y Galindo sobre sus bellotas de sabor amargo. Ciertamente, en la naturaleza canaria sólo los frutos del til resultan comparables a los del género Quercus.
      Por supuesto, este árbol no tenía ningún carácter milagroso, siempre que no consideremos mágico el propio funcionamiento del monteverde como ecosistema zonal. Fue siempre la especial ubicación de este árbol, a las faldas del volcán Ventejís, la que sirvió para atrapar el máximo del agua suspendida en forma de nubes alísicas. De esta circunstancia tomaron buena nota los bimbaches y por esa razón labraron huecos y albercas junto a la coordenada 27º 47´45´´N y 17º 56´ 31´´W, donde habitara el mítico árbol que poco a poco fuera pasando de la necesidad a la santidad.
     Se dice que el Garoé medía aproximadamente 15 metros y que su diámetro era de 5 metros, probablemente formado por varios chupones engrosados. Con tal diámetro y escasa altura, para ser un til tan desarrollado, su copa debió ser inmensa, ocupando a modo de gran embudo todo el espacio del anfiteatro o frontón que se construyó alrededor de su base.
      Las hojas del Garoé besaron el suelo 205 años después de que la isla fuera conquistada. Ya no era necesario recurrir a sus dádivas, sobre todo durante los calurosos veranos. El lugar que con tanto recelo fue ocultado a los conquistadores permaneció en el olvido durante exactamente 338 años, aunque no así en la cultura y en la literatura que mejor ha identificado a la isla herreña.
      Se dice que el anterior dueño del terreno, que finalmente fuera adquirido por el Cabildo Insular, llegó a plantar allí un ejemplar de castaño (Castanea sativa), pero que apenas creció, circunstancia seguramente achacable al exceso de humedad. En plena Guerra Civil Española, el ingeniero de Caminos Simón Benítez, de ascendencia herreña, remitió a la isla unos pocos ejemplares de tiles procedentes de Moya (Gran Canaria). La falta de cuidados culturales impidieron la supervivencia de estos individuos. Más tarde, en 1948, coincidiendo ya con la inflexión entre explotación y recuperación del monte canario, un ejemplar de til procedente de Anaga (Tenerife), acabó plantándose en este enclave. En dicha empresa fue de destacar la decidida labor del noble guarda forestal local de nombre Zósimo Hernández.
      Y allí ha prosperado este digno sustituto del tótem-maravilla, para rememorar la relación hombre-bosque más estrecha que jamás ha existido en Canarias. Cuando la niebla lo permite, podemos observar cómo tiene una altura que ronda los 11 metros y un perímetro de tronco de un metro. El ejemplar se ramifica sobre los dos metros, presentando una ligera inclinación hacia el viento dominante. Su corteza se encuentra alfombrada con frescos y esponjosos musgos y líquenes, que canalizan las microgotitas hasta el suelo.
     Actualmente el entorno cumple una importante función de uso público e histórico, siendo el único árbol canario que cuenta con visita certificada. El abrazo forestal, suave, vaporoso y húmedo, constituye un impulso frecuente entre los visitantes. Quién sabe si alguna vez la propia joven Argafa también se abrazó al Garoé, mezclando sus> lágrimas con las gotitas destiladas, mientras suplicaba perdón por haber desvelado el secreto mejor guardado del pueblo bimbache.
 
-----

No hay comentarios: