BERNABÉ MOYA y FERNANDO FUEYO
Lluvia de oro
El
botánico Bernabé Moya explica la importancia de los bosques, y de la
caída de las hojas como ahora en el otoño, para la fertilidad del suelo.
Las acuarelas del pintor de naturaleza Fernando Fueyo ilustran este
artículo divulgativo cargado de ciencia y poesía
El tiempo pasa, las cosas cambian. Y mientras tanto las ganas de viajar y de conocer crecen. Uno de los rasgos que mejor definen al ser humano es el poder disfrutar de una curiosidad inagotable. Por ello, hoy les proponemos el adentrarnos en un mundo tan desconocido como fascinante, y tan al alcance de todos como el darse un apacible paseo por el bosque o por un parque. Este viaje, a diferencia de el de Julio Verne, no transcurre en la más insondable de las profundidades, sino en la superficie de la Tierra. Ese lugar, especialmente acogedor, en el que se desarrolla el mayor espectáculo del mundo: la vida.
Para llevar a cabo tan intrépido viaje de exploración vamos a necesitar, como en toda aventura que se precie, algo de material técnico y algún que otro plan. Viajar nos ayuda a entender otras formas de vivir, pero sobre todo a comprender lo que tenemos más cerca. La intriga, los sobresaltos, la exploración en lugares ignotos y la aparición de seres inesperados está asegurada, a poco que tengamos ganas de explorar. En esta ocasión vamos a seguir los pasos silenciosos de esas hojas anónimas que tímidamente se desprenden durante el otoño.
“Viajar nos ayuda a entender otras formas de vivir, pero sobre todo a comprender lo que tenemos más cerca”
Empezábamos diciendo que las cosas con el tiempo cambian. Tanto, que lo que hasta hace poco se consideraba fuente de fertilidad, e incluso esencia de lo humano, se ha convertido a ojos de algunos desorientados en sucio y molesto. No son pocos los que andan pidiendo a los árboles que no tiren las hojas. Un fenómeno que ocurre incluso en pleno verano, sobre todo en ambiente urbano, aunque en estos casos la causa principal es una inadecuada elección de la especie. El “suelo” en el que crecen los árboles urbanos puede recibir muchos apelativos, pero no el de fértil o mullido. Plantar un árbol sin conocer el régimen, presencia y disponibilidad de agua de forma natural para ese lugar determinado, es condenarlo de por vida al estrés, la debilidad y la enfermedad. Pensemos que la vida de un árbol se mide en centenares, y con un poco de suerte en miles de años, y no en décadas como la nuestra. Algo que choca con la moda actual que rige en las ciudades, la de plantar árboles de usar y tirar.
Tal vez habría que empezar aclarando algunas cosas, como que los árboles no tiran nada. Lo que en verdad hacen es desprenderse de las hojas, las flores y los frutos que han dejado de cumplir su primera misión, o ya les resulta imposible llevarla a cabo. Pasan entonces a desempeñar el nada desdeñable cometido de proteger y nutrir la Tierra. Al desprenderse de las hojas, los árboles dan vida al suelo, alargan los ciclos del agua y ponen freno a la erosión.
“Plantar un árbol sin conocer el régimen, presencia y disponibilidad de agua de forma natural para ese lugar determinado, es condenarlo de por vida al estrés, la debilidad y la enfermedad”
La presencia de agua en el suelo es fundamental, parece obvio, como también lo es el aire, en el que por cierto solemos pensar aún menos. Pocas veces profundizamos más allá de la sólida y contundente fracción mineral. Es frecuente que ni siquiera se considere parte del suelo la materia orgánica, esa que aportan las hojas, los fragmentos de ramas y troncos y otros restos orgánicos, sean de plantas o de animales, que darán lugar al humus. El humus, al que también se denomina mantillo, es la capa superficial de color café oscuro o negro, la más fértil del suelo. Y la que, por cierto, resulta prácticamente imposible de encontrar en la actualidad.
Se le atribuye a un discípulo de Hipócrates de Cos, el fundador de la medicina clínica en la antigua Grecia, la siguiente afirmación: “La tierra es el estómago de las plantas, que reciben los alimentos ya preparados para la digestión. La fertilidad o infertilidad de un suelo, así como la repartición geográfica de las plantas dependen (…) de la humedad que necesitan las plantas en un suelo determinado.” No deja de tener interés que de la palabra “humus”, deriven las voces humano y humildad. Un término que fue utilizado en la antigüedad por grandes poetas latinos como Horacio y Virgilio, ambos de origen humilde.
Sí por un momento alzamos la mirada y dejamos que la lluvia nos empape el rostro, además de sentir un completo e inmediato frescor, también apreciaremos como nos golpea. Es cierto, que si la lluvia es muy fina lo hará suavemente, pero si cae con gotas algo más gruesas, de forma intensa o formando bolitas de hielo la cosa cambia. Las hojas depositadas delicadamente sobre el suelo forman un tupido y colorista manto que amortigua esos golpes redundantes y tamborileos persistentes. Ya que de otra forma impactan directamente sobre él, lo desagregan y acaban por arrastrarlo, dando comienzo al ciclo de la pérdida de fertilidad y la erosión.
“Al desprenderse de las hojas, los árboles dan vida al suelo, alargan los ciclos del agua y ponen freno a la erosión”
Al hablar de la lluvia hay un aspecto que conviene considerar, y es que no toda el agua que proviene del cielo está disponible para ser usada por las plantas. La que corre rápida y vertiginosa por la superficie es poco efectiva para sofocar su sed, ya que únicamente está disponible unos pocos minutos o a lo sumo algunas horas. Es la que vemos discurrir por los cauces de los ríos y barrancos de forma tumultuosa, llevándose todo lo que se pone por delante, y en especial el suelo fértil, que es el motivo por el que la vemos de color marrón. Es un agua fugaz, que se mueve a toda prisa impulsada por la fuerza de la gravedad. En estos casos, la tupida y frondosa vegetación de ribera que forman los bosques de galería es la encargada de reafirmar las orillas y frenar su alocada carrera.
Cada planta tiene que encargarse por sus propios medios de suministrarse el agua con la que apagar su sed. Lo mejor para los árboles, para los bosques -y para poder disponer de más agua útil para todos-, es imitar el ciclo vegetal. Los bosques crean estratos de vegetación en altura, y con ello consiguen alargar el tiempo que el líquido elemento permanece sobre la faz de la tierra. La ecuación resulta sencilla, más árboles, más hojas, más agua disponible.
El agua que realmente sirve para hidratar a las plantas es aquella que se filtra pausadamente, rellenando los poros que quedan entre las partículas minerales y la materia orgánica, creando una delgada película líquida en torno a ellas. Una curiosidad: de esa finísima lámina de agua líquida depende la vida de numerosos representantes de la llamada microfauna del suelo. Formada por una miríada de protozoos y pequeños nemátodos, entre una infinidad de pobladores desconocidos, que habitan en la profundidad de la tierra firme como verdaderos animales acuáticos.
“Los bosques crean estratos de vegetación en altura, y con ello consiguen alargar el tiempo que el líquido elemento permanece sobre la faz de la tierra”
Este mecanismo de hidratación del suelo, que facilita la unión de partículas orgánicas y minerales, también reserva un cierto espacio para almacenar aire. Ya que, sin aire, digamos qué disuelto entre las partículas del suelo, las raíces no pueden respirar y se asfixian. Cuando un suelo, o una maceta, se encharca durante un largo período de tiempo no queda espacio para el oxígeno, y las plantas se ahogan. Una aclaración botánica parece necesaria. Los vegetales no disponen de verdaderos sistemas de captura, bombeo y canales de distribución especializados para transportar activamente el oxígeno vital, que se encuentra en el exterior de la planta, para que cada célula pueda respirar, tal y como ocurre en nuestro cuerpo.
Ni las plantas, ni los árboles tienen pulmones. Aunque sí se puede decir que los bosques son los pulmones del planeta. Al capturar y retener el dióxido de carbono –ese gas que emitido de forma masiva por las actividades humanas es en gran medida el responsable del efecto invernadero y el calentamiento global– y liberar oxígeno. Todo ello gracias al maravilloso proceso de la fotosíntesis, que se produce en las hojas. Continuemos resolviendo la ecuación: más árboles, menos dióxido de carbono, más captura de energía solar, mayor creación de materia orgánica, más riqueza en formas de vida. Plantar en 10 años 3.000 millones de árboles en territorio europeo es una buena forma de reconocer los hechos y empezar a cambiar las cosas.
Las plantas se valen de poderosas alianzas con otros organismos, como las bacterias y los hongos que habitan en la rizosfera, la parte del suelo en la que se desarrollan las raíces, que está bajo su influencia directa y que frecuentemente no suele superar los dos metros de profundidad. No podemos negar que nos resultan más próximas las relaciones que establecen las raíces de las plantas con los hongos que viven en el suelo.
Las hifas que forman sus cuerpos, al ser aún mucho más delgadas, prolíficas y extendidas que los pelos absorbentes de las raíces, pueden cubrir una mayor superficie con menor gasto de materia y energía, y por tanto captar más agua y nutrientes. Son las llamadas micorrizas, y tanto las plantas como los hongos y algunas bacterias sacan provecho mutuo de esta íntima comunicación y relación. Tan útil les resulta que la práctica totalidad de los árboles tratan de tenerlas, si las condiciones son favorables para ambos. Un suelo bien mullido por las hojas desprendidas durante el otoño facilita su presencia, las nutre y fortalece. Es gracias a ello que podemos disfrutar, y en su caso degustar, de una extraordinaria abundancia y diversidad de setas en los bosques. En las florestas en las que hay poca materia orgánica en el suelo hay pocas setas.
Cuando una hoja se desprende y cae al suelo es oro lo que llueve, dando comienzo a un complejo proceso que habitualmente ignoramos. Bueno, no del todo. Si estamos en época otoñal en un bosque caducifolio, y es fin de semana o período vacacional, nos placerá en grado sumo caminar sobre la otoñada. Los poetas y las personas románticas siempre encontrarán las palabras justas para presentarnos la emoción del instante.
En los versos de Rosalía de Castro: Los robles (fragmento)cuando caen marchitas tus hojas,
¡oh roble!, y con ellas
generoso los musgos alfombras
¡qué hermoso está el campo;
la selva, qué hermosa ¡
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