jueves, 27 de octubre de 2016


EL PERAL MÁGICO

Cuento de los sabios taoístas, de Pascal Fauliot
 
Era el puesto de fruta más bello del mercado. Enormes pirámides de manzanas, peras, albaricoques, membrillos... perfumaban el aire y brillaban al sol. Los precios también estaban a la altura de los productos para beneficio del gran comerciante que, con suavidad, los ofrecía detrás de su balanza ligeramente alterada, al igual que los comerciantes de moda de aquella época. Un haraposo mendigo, que llevaba una gorra de viejo taoísta, se detuvo ante tan agradable espectáculo. Rogando le pidió una pera. 
¡De ninguna manera! -dijo el comerciante-, mendigos como tú los hay a docenas. Si le doy a uno, los otros vendrán como moscas y voy a tener que cerrar la tienda.
¿Y una fruta dañada? -le rogó el vagabundo- no he comido durante días.
El comerciante salió de detrás del mostrador y le dijo: -¡Lárgate antes de que pierda la paciencia!
Pero un buen guardi de servicio en la plaza, intervino y compró una pera ofreciéndosela al desafortunado vagabundo. Éste esbozó una amplia sonrisa y haciéndole señas le dijo que le siguiera:
- Venga, voy a darle las gracias, yo también le ofreceré peras, a usted y a todos los de su regimiento!
- Pero, viejo loco ¿qué me cuentas? ¿Cómo podrías pagarlas?
- ¡No hay necesidad de pagar. Las recogeré de un árbol!
- Pero... ¿dónde está el árbol?
- ¡Aquí está! El mendigo se refirió a la fruta que tenía en su mano. La mordió y sacó un pepita.
- ¡Aquí está, sólo hay que sembrarla. Tráeme una pala y un poco de agua caliente y lo verás fructificar antes del atardecer!
El guardia llamó a algunos amigos que pasaban por allí, e hizo que repitiera sus palabras de viejo tonto. En la algarabía general prometió al mendigo que le daría lo que quisiera. Un guardia regresó con una pala, otro con un hervidor de agua y una multitud de espectadores le siguieron para ver lo absurdo de la historia.
El vagabundo se detuvo en el centro de la plaza, cavó un hoyo, enterró la semilla y la regó con agua hirviendo. Inmediatamente, ante esa multitud con la boca abierta, una planta salió de la tierra y comenzó a crecer visiblemente. Se formó un tronco y después unas ramas que se cubrieron de hojas y flores. Las flores se abrieron y salieron decenas de peras, henchidas, tan radiantes y fragantes como las del avaro mercader. Éste, empujando, también se mezcló con la multitud, con la esperanza de beneficiarse del reparto general que el mendigo hacía con las peras de su árbol. ¡No hay beneficio pequeño!, pensaba.
Por otra parte, nuestro comerciante se arrepintió de no haber sido amable con el extraño vagabundo que seguro tendría más de as escondido en la manga o debajo de su raída gorra taoísta. Pensó que, tal vez, no era demasiado tarde para invitarle a su mesa para obtener algún jugoso y secreto beneficio.
El mendigo, después de distribuir todos los frutos, pidió un hacha. Se la trajeron y todos esperaron a ver qué hacía. Cortó el peral por la base y, con paso tranquilo, abandonó la plaza, arrastrando el árbol tras él. Cruzó la puerta del oeste y desapareció por el camino entre una nube de polvo que borraba las huellas de sus pasos.
El comerciante no intentó alcanzarle. Volvió a su tienda con las manos vacías, sin conseguir ninguna pera. Encontró a su empleado llorando que le explicó que la pirámide de peras había desaparecido del estante de forma misteriosa. ¡De aquí es de donde provenían las deliciosas peras que el maldito taoísta tan generosamente había distribuido!
Todo lo demás era una ilusión. El tacaño comerciante cogió una ictericia. 

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