martes, 24 de junio de 2014

JOSÉ EUSEBIO CARO (Colombia, 1817-1853)
El Ciprés


¡Árbol sagrado, que la obscura frente,
inmóvil, majestuoso,
sobre el sepulcro humilde y silencioso,
despliegas hacia el cielo tristemente!

Tú, sí, tú, solamente
al tiempo en que se duerme el rey del mundo
tras las altas montañas de occidente,
me ves triste vagando
entre las negras tumbas,
con los ojos en llanto humedecidos
mi orfandad y miseria lamentando.

Y cuando ya de la apacible luna
la luz de perla en tu verdor se acoge,
sólo tu tronco escucha mis gemidos, 
sólo tu pie mis lágrimas recoge.

¡Ay! hubo un tiempo en que feliz y ufano
al seno paternal me abandonaba;
en que con blanda mano
una madre amorosa
de mi niñez las lágrimas secaba...

Y hoy huérfano, del mundo desechado,
aquí en mi patria misma
solitario viajero,
desde lejos contemplo acongojado
sobre los techos de mi hogar primero
el humo blanquear del extranjero!

Entre el bullicio de los pueblos busco
mis tiernos padres para mí perdidos;
¡vanamente... ! Los rostros de los hombres
me son desconocidos.

Y sus manes, empero, noche y día
presentes a mis ojos afligidos
continuo están, continuo sus acentos
vienen a resonar en mis oídos. 

¡Sí, funeral ciprés! Cuando la noche
con su callada sombra te rodea,
cuando escondido en el solitario búho
en tus obscuros ramos aletea;
la sombra de mi padre por tus hojas
vagando me parece
que a velar por los días de su hijo
del reino de los muertos se aparece.

Y si el viento sacude impetuoso
tu elevada cabeza,
y a su furor con susurrar medroso
respondes pavoroso;
en los tristes silbidos
que en torno de ti giran,
a los paternos manes
escucho que dulcísimos suspiran.

¡Árbol augusto de la muerte! ¡Nunca
tus verdores abata el bóreas ronco!
¡Nunca enemiga, venenosa sierpe
se enrosque en torno de tu pardo tronco!
¡Jamás el rayo ardiente
abrase tu alta frente!
¡Siempre inmoble y sereno
por las cóncavas nubes
oigas rodar el imponente trueno!

Vive, sí, vive y cuando ya mis ojos
cerrar el dedo de la muerte quiera,
cuando esconderse mire en occidente
al sol por vez postrera,
moriré sosegado
a tu tronco abrazado.

Tú mi sepulcro ampararás piadoso
de las roncas tormentas;
y mi ceniza entonces agradecida,
en restaurantes jugos convertida,
por tus delgadas venas penetrando, 
te hará reverdecer, te dará vida.

Quizá sabiendo el infeliz destino
que oprimió mi existencia desdichada,
sobre mi pobre tumba abandonada
una lágrima vierta el peregrino. 
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