sábado, 26 de marzo de 2011

PLUVIO OVIDIO NASÓN (Roma, 43 a. C. - 17 d. C)
Metamorfosis de Cipariso en ciprés - Libro X


Traducción de Antonio Ruiz de Elvira - 1994

        Había una eminencia, y sobre la eminencia una meseta extensa y absolutamente llana, matizada de verde por una alfombra de césped. No tenía sombra paraje; cuando el artista hijo de dioses se sentó en aquel lugar e hizo vibrar los sonoros hilos, vino a él la sombra: no faltó el árbol de Caon, no el bosque de las Heliades, no la carrasca de alto follaje, ni los blandos tilos, ni el haya, así como el virginal laurel y los frágiles avellanos y el fresno usado para jabalinas y el abeto desprovisto de nudos y la encina que se inclina por el peso de las bellotas y el delicioso plátano y el arce de variados colores, y a la vez los sauces habitantes de los ríos y el loto acuático y el boj que siempre está verde y los delgados tamarices y el mirto bicolor y el sauquillo azul oscuro por sus bayas. También vinisteis vosotras, hiedras de dobladas patas, y con vosotras las vides sarmentosas y los olmos cubiertos de vides y los quejigos y los pinos silvestres y el madroño, cargado de rojo fruto, y las palmas flexibles, galardón del vencedor, y el pino carrasco de remangada fronda y velluda copa, favorito de la madre de los dioses, puesto que Atis, el amigo de Cibeles, se desnudó de la naturaleza humana cambiándola por la de aquel árbol, y en su tronco se endureció.
        Entre aquella multitud se encontraba el ciprés que tiene forma cónica, árbol ahora, muchacho antes, amado por ese dios que armoniza la cítara con las cuerdas y también con las cuerdas el arco. En efecto, existía un enorme ciervo, sagrado para las Ninfas que habitan los campos de Cartea, y que con el amplio despliegue de sus cuernos proporcionaba a su propia cabeza profunda sombra. Los cuernos resplandecían de oro, y de su torneada garganta colgaba, bajando hasta las espaldillas, un collar de piedras preciosas. Sobre el testuz le oscilaba una medalla de plata, sujeta con pequeñas correas y de la misma edad que él. De entrambas orejas le caían refulgentes perlas, ciñéndole las huecas sienes. El animal, libre de temor y exento de la medrosidad que tiene por naturaleza, acostumbraba a frecuentar las casas y a dar a acariciar su cuello a manos incluso desconocidas. Pero más que por nadie era querido por ti, oh el más bello de la raza de Ceos, Cipariso: tú conducías el ciervo a nuevos pastos, tú a las ondas de una fuente cristalina, tú le enguirnaldabas los cuernos con flores diversas, y otras veces, montado como un jinete en su grupa, lo gobernabas gozoso haciéndole ir de un lado para otro con riendas de púrpura que sujetaban su blanda boca. Era verano y mediodía, y con el ardor del sol hervían las pinzas curvas del ribereño Cangrejo. El ciervo cansado dejó caer en la herbosa tierra su cuerpo, y de la sombra de los árboles obtenía fresco. El muchacho, Cipariso, por imprudencia, atravesó al animal con una aguzada jabalina, y cuando lo vio moribundo por causa de la cruel herida, tomó la resolución de morir voluntariamente.

        ¡Qué frases consoladoras no le dijo Febo! ¡Cómo le recomendó que su dolor fuera moderado y proporcionado a su objeto! Sigue él gimiendo, aun así, y pide a los dioses, como última gracia, guardar luto por todos los tiempos. Y cuando ya toda la sangre se le había derramado en sus interminables llantos, sus miembros empezaron a cambiarse en un color verde, y los cabellos que poco antes le colgaban de la nívea frente a convertirse en una erizada maraña, y después de adquirida una complexión rígida, a contemplar con una delgada copa el estrellado cielo. Profirió el dios un quejido y dijo apesadumbrado: "Yo te guardaré luto a ti, y tú lo guardarás a otros y acompañarás a los que están en duelo".

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