domingo, 21 de febrero de 2010

EL ÁRBOL DE LOS TRES FRUTOS
Gales

     Hace mucho tiempo, en el País de Cíales, había un anciano sabio llamado Illtud. Un día, el anciano se quedó dormido frente a la hoguera y el fue­go se apagó. Baglan, el joven discípulo de Illtud, vio lo ocurrido y deci­dió ayudarle. Extrajo unas brasas de su hoguera, las envolvió en su capa y las llevó hasta el hogar del anciano, donde las depositó.
      De pronto, el anciano se despertó y vio a Baglan con las brasas en su capa, pero la tela estaba intacta, sin quemaduras ni agujeros. ¡Era un milagro! Illtud vio en ello la prueba de que Baglan era un auténtico santo.
      Al día siguiente le llamó y le dijo: —Toma este cayado con mango de latón y recorre las colinas y los valles de Gales hasta que encuentres un árbol con tres fru­tos. Cuando llegues a ese lugar, construye una iglesia. 

      Baglan partió y recorrió todo el país con su cayado con mango de latón, bus­cando sin descanso el árbol de tres frutos. ¿Se trataría de manzanas, moras y peras? ¿O acaso de avellanas, cerezas y ciruelas? No lo sabía. Estaba ansioso por encontrar ese árbol milagroso. Pero aunque el cayado con mango de latón parecía guiar sus pasos, no encontró nada.
     Baglan lanzó una carcajada. Aquél era el lugar en el que tenía que construir la iglesia. Pero el terreno era rocoso e irregular y no parecía muy apto para edificar nada. Cerca del árbol había una pradera plana y Baglan decidió construir la iglesia en ella. Cavó la tierra para colocar los cimientos y dispuso grandes piedras para levantar los muros que, en poco tiempo, le llegaron a la altura de las rodillas.
      Esa noche durmió profundamente en su cama de helechos. Pero a la mañana siguiente, cuando volvió a la obra, encontró los cimientos inundados y los muros derruidos. «¡Qué extraño!», pensó. Pero Baglan no se rendía fácilmente. De modo que vol­vió a empezar y, al caer la noche, había levantado los muros hasta la altura de la cin­tura. Durmió profundamente y, al despertar al día siguiente, comprobó que los cimientos volvían a estar anegados, y los muros de piedra, en el suelo. «¡Qué curioso!», se dijo. Pero como era un hombre tenaz y estaba decidido a ter­minar la obra, se esforzó aún más y al final del día los muros de la iglesia le llegaban a la altura del pecho. Se tumbó en su cama de helechos y durmió mejor que nin­guna otra noche. Pero a la mañana siguiente... volvió a encontrar agua y los muros derruidos.
      Entonces pensó: «Tal vez alguien intenta decirme algo. Puede que éste no sea el lugar en el que debo construir la iglesia». De modo que volvió junto al viejo roble, el árbol de los tres frutos, lo miró y pensó: «Intentaré construir la iglesia alrededor del árbol». Y así lo hizo. Los animales le ayudaron. Los cerdos escarbaron la tierra en la que dispuso los cimientos, los pájaros le alimentaron con migas de pan y las abejas le brindaron su miel. Al final, construyó una iglesia pequeña y algo caótica pero boni­ta. Puso una puerta al fondo para que la cerda pudiese pasar, un hueco para las abe­jas y una claraboya junto al nido de los mirlos.

      Al terminar, Baglan se sentó frente a la iglesia y rascó el lomo de la cerda con el mango de latón de su cayado. Los mirlos se posaron en sus hombros y las abejas for­maron una aureola alrededor de su cabeza. La gente acudió desde muy lejos para conocer a Baglan y visitar su asombrosa iglesia. Y a todos les encantaba ver lo bien que se entendía con los animales, los pájaros y el bosque... como un San Francisco galés. Pero un buen día ocurrió lo que nos ocurre a todos y Baglan dejó este mundo. Y hoy de su iglesia no queda más que un montón de piedras y esta leyenda, que cuenta la historia de Baglan y del árbol de los tres frutos. 
---Fin---

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