sábado, 13 de octubre de 2018

ANTONIO MARTÍ
Árboles, Árboles, Árboles ...
Año XIV, nº56, julio de 1929, 
de la revista Rincones del Atlántico


     Sin agua no puede haber arbolado ni jardines. Sin agua no pueden progresar los campos ni los pueblos. Sin agua no puede haber riqueza, ni belleza, ni higiene, ni confort...
     El agua, en resumen, es la base de todo: de la agricultura, de la higiene, de la vida de los pueblos... y del turismo. El agua, en Tenerife, cada año escasea más. Llueve menos. Como no llueve los manantiales reducen su caudal; muchas fuentes se secan; baja el nivel de los pozos; decrece la humedad de los campos; los barrancos no corren y las presas no se llenan.
     Surgen, no obstante, cada año, nuevas galerías y nuevos caudales hidráulicos. Las entrañas de la isla parecen guardar un inagotable tesoro de humedad. Cada sonda en su tripa de rocas deja paso a una corriente de agua constante; a veces es como si la cata hubiera roto una gruesa arteria vital el agua, -sangre de la tierra-, corre, pródiga, sobre las laderas sedientas, yendo a perderse en el mar.
     Entonces los hombres, ávidos de ella, tienden sus redes de atargeas y tuberías, y el agua, aprisionada, corre, dócil, donde la masa ansiosa de los terrenos incultos, aguarda el beneficio maravilloso de su frescura.
     También esos grandes caudales, -promesa de redención para los pueblos sedientos-, merman y se reducen en estos años de constante sequía, sumiéndonos en el terror máximo de una amenaza pavorosa. Y es que, como los cuerpos decaen y mueren cuando el agotamiento los consume, así la tierra, falta de savia vital, esquilmada, agotada por la sequía, se empobrece, se desangra, por esas miles de heridas abiertas en sus flancos angulosos y esqueléticos.
     Hace unos cuantos lustros, en La Laguna se abría un hoyo de unos, metros y se encontraba agua. Llovía en invierno y los campos se anegaban, convirtiéndose las huertas en maretas enormes. Barranquillos como el de «La Triciada» llevaban agua durante casi todo el año y solo se secaban en los meses más fuertes del verano. El arbolado en la vega lagunera era frondoso y el monte de las Mercedes como un manto verde, casi negro, cubriendo todo el fondo de la ladera, en lo que la vista alcanzaba.
     Antes, unas cuantas décadas hará de esto, Vilaflor estaba rodeado de bosques. Los árboles, -estos maravillosos pinos canarios, tan recios y tan bellos-, llegaban casi hasta la plaza. Hoy la vista corre sobre calveros áridos, resecos, hasta lo alto de las lomas, donde los pinos se extienden aún, separados unos de otros por anchos espacios despoblados, de tierra amarilla.
     (El «Pino Gordo» hubo de ser rodeado de una pared de mampostería, para que el hacha, socavándolo, no diera con él en tierra, convirtiéndolo en botín fabuloso de leñadores y carboneros…)
     Y antes aún, hará unos siglos, según la Historia, los montes cubrían toda la superficie de la isla, llegando a la orilla misma del mar... Entonces los barrancos eran ríos. «Las Lagunas», llamábanse así por serlo, cruzándose en barcas en casi toda su extensión. Y la isla entera, fragante, umbrosa, ayudaba a la obra de la Naturaleza, acumulando sobre sus campos nubes que luego, convertidas en lluvia, formaban la cadena sin fin de la vida; cadena rota más tarde por nuestra ignorancia, por nuestro abandono y por nuestra incomprensión.
     La enseñanza cruel no ha bastado a convencernos del valor del árbol y de su importancia para la riqueza y progreso de la isla. Ni hemos acertado a comprender que el árbol es la base de todo y principio de todo.
     Todavía arrancamos árboles y los dejamos perder. Todavía no nos hemos cuidado de plantarlos ni hemos hecho de su cuidado deber y devoción. Todavía las carreteras de la isla se tienden al sol calcinadas, hostiles, sin que los árboles las bordeen y todavía las cumbres y los campos muestran su sequedad desolada, desnudos de frondas.
     Mucho hablar de progresos ansiados; mucho soñar en un porvenir esplendoroso para los pueblos isleños, y poco preocuparnos del árbol, que es llave de ese porvenir y secreto de ese progreso que anhelamos y perseguimos. La obra es lenta y sus frutos tardíos. No obstante seria la más alta y noble que se pudiera emprender, siendo también la que mayor empeño y voluntad exige, puesto que habría de tropezarse en ella con la ignorancia y la incomprensión, y eso son obstáculos invencibles cuando un ideal máximo no anima las empresas.
     Los intentos realizados en este sentido, sin frutos, por desgracia, no han producido efecto porque no se han hecho objeto de un verdadero empeño fundamental. La obra, no obstante, así lo exige, pues es el porvenir todo de Tenerife, toda su riqueza y el esplendor de sus ideales, lo que de esa labor depende.
     Árboles, árboles, árboles... Sin ellos, vano es pensar en redimir a la isla, de las culpas pasadas de nuestro abandono y de nuestra incomprensión.

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