PUBLIO OVIDIO NASÓN (Roma 43 a. C. - 17 d. C.)
Metamorfosis de Mirra
Adaptación de Cristina Sánchez
Mirra era una joven muy hermosa que había sido criada por sus padres con mucha ternura y cariño. Cuando llegó la hora de casarse fueron muchos los pretendientes que quisieron tomarla por esposa. Su padre le preguntó cuál de ellos le gustaba más como marido. Ante sus palabras, la niña primero se ruborizó y luego, bajando los ojos, se echó a llorar. El padre pensó que su hija era muy tímida y que estos asuntos la abrumaban. Se acercó a ella y con mucho amor secó sus lágrimas y cubrió de besos su frente y sus mejillas. Entonces Mirra levantó la vista hacia su padre y contestó: “Quisiera un marido que se pareciera a ti”. Y Cíniras, que no entendió sus palabras, le respondió: “No dejes nunca de querer a tu padre”. En cuanto oyó la palabra “padre”, Mirra, avergonzada de su deseo, agachó la cabeza.
Al llegar la noche la joven no podía dormir. Daba vueltas y vueltas en la cama mientras un fuego le ardía por dentro y a su pensamiento volvía una y otra vez la imagen de su amado. Como sabía que era un amor criminal se avergonzaba; y aunque lo rechazaba, no podía dejar de pensar en él. Su indecente amor no tenía más reposo que la muerte, así que se levantó de la cama dispuesta a anudar su garganta con un lazo. Preparada ya para morir ahogada pronunció unas palabras de despedida: “adiós, querido Cíniras, espero que entiendas mi decisión”. Sus palabras, pese a haber sido pronunciadas muy quedas, fueron escuchadas milagrosamente por su nodriza. Abrió ésta las puertas del dormitorio de su niña y al ver la escena gritó y se abalanzó hacia la muchacha a fin de liberarla de sus ataduras. Cuando la hubo arrancado de la muerte la abrazó y comenzó a preguntarle: “¿Qué te ocurre, mi niña? ¿Qué te ha vuelto tan loca como para querer matarte? Eres aún muy joven para ir a la morada de Hades”.
La anciana apremiaba con sus palabras a Mirra, pero ésta no contestaba. La nodriza continuó con su discurso: “Si alguien, mi niña, te ha hecho daño, dímelo. Yo sé de conjuros que pueden liberarte de cualquier mal. Te purificaré con un rito mágico. Viven tu madre y tu padre, ¿qué mal puede apremiarte?” Al oír la palabra “padre” Mirra suspiró y el suspiro hizo presentir a la nodriza que se trataba de una pena de amor. Sin sospechar quién era el objeto de su deseo rodeó a la niña con sus brazos y le dijo: “¡Estás enamorada!”. Mirra se soltó rápidamente y ocultando su rostro en la almohada le contestó: “No quieras saber más. Vete. Déjame. Lo que quieres saber es un crimen”. La nodriza se asustó y se dirigió nuevamente a ella. La amenazó con difamar su intento de suicidio si no le confesaba su nombre y a renglón seguido le ofreció ayuda para conseguir su propósito. Mirra se volvió hacia ella y, aunque intentó confesarle la verdad, las palabras no lograban salir de su boca. Tan sólo pudo decir: “¡Oh, madre, qué dichosa eres tú con tu esposo!”. No hizo falta más. La nodriza comprendió al momento que su amado era Cíniras, su propio padre. “Sea”, le dijo, “disfrutarás de tu…” pero no pudo pronunciar su nombre.
La anciana esperó el momento propicio para ayudar a Mirra a conseguir su deseo. Cencreide, la madre de la joven, asistía a las fiestas de Ceres y pasaría fuera toda la noche. Cíniras estaba alegre por el vino y aceptó la invitación amorosa que la nodriza le hizo en nombre de una joven. Al preguntarle la edad, aquella contestó que era semejante a Mirra. Pactado el encuentro fue a buscar a la muchacha y le dio a conocer el engaño urdido. Al enterarse de la noticia, Mirra no sabía si alegrarse o entristecerse. No obstante, su deseo era tal, que al llegar la hora acordada, se encaminó a los aposentos de su padre. Aunque tropezó tres veces en el camino, aunque oyó tres veces el canto mortuorio del búho, llegó hasta la puerta de la alcoba paterna. Sólo después de abrirla y de acercarse al lecho comenzó a temer. Se arrepentía ya de su osadía y deseaba no haber ido allí cuando la nodriza, que la había acompañado todo el camino, la cogió de la mano y dirigiendo sus palabras en dirección al lecho dijo: “Aquí la tienes, Cíniras, es toda tuya”. En la oscuridad de la noche los dos cuerpos se unieron sin conocer uno el rostro del otro. Él, recordando las palabras de la nodriza y para tranquilizar a la joven, la llamó hija. Ella, oyéndole hablar, lo llamó padre. Una vez saciado su deseo la joven se marchó. Volvió la noche siguiente y algunas más.
Después de tantas visitas nocturnas quería Cíniras saber quién era la muchacha que sustituía a su mujer en el lecho. Por ello, una noche, aprovechando que la joven estaba dormida, se levantó, cogió una lámpara y acercó la luz a su rostro. Al momento comprendió el crimen cometido. Quiso ponerle remedio con la espada, pero Mirra, que se había despertado y había visto a su padre armado salió corriendo de su lecho, de su cuarto, de su palacio y de su reino. Vagó durante nueve largos meses gestando durante ese tiempo un niño en su vientre. Finalmente paró en la tierra de Saba. Dudando si morir o vivir habló de esta manera: “Conozco mi crimen. No deseo ultrajar a los vivos viviendo con ellos, ni a los muertos poniendo fin a mi vida. Ay de mí, si alguna divinidad pudiera ayudarme…”. El propio Zeus escuchó sus palabras e hizo que la tierra cubriera sus piernas. Éstas se endurecieron y retorcieron, al tiempo que también se endurecía y retorcía su cuerpo. La sangre se transformó en savia, los brazos en ramas grandes y los dedos en pequeñas hojas. La piel se convirtió en corteza. Oprimía ésta el vientre de la joven quien, habiéndose completado ya los nueve meses de gestación, estaba a punto de dar a luz. Los dolores del momento hicieron que brotaran lágrimas de savia de la corteza, la preciada mirra. No tenía boca para invocar a Lucina, la diosa de los partos; sin embargo, la diosa apareció junto al árbol y dijo las palabras propias del parto. Se abrió una ranura en la corteza y por ella salió un niño al que las Náyades asistentes al nacimiento ungieron con las lágrimas de su madre. Así nació Adonis, hijo y nieto del mismo hombre.
Metamorfosis de Mirra
Adaptación de Cristina Sánchez
Mirra era una joven muy hermosa que había sido criada por sus padres con mucha ternura y cariño. Cuando llegó la hora de casarse fueron muchos los pretendientes que quisieron tomarla por esposa. Su padre le preguntó cuál de ellos le gustaba más como marido. Ante sus palabras, la niña primero se ruborizó y luego, bajando los ojos, se echó a llorar. El padre pensó que su hija era muy tímida y que estos asuntos la abrumaban. Se acercó a ella y con mucho amor secó sus lágrimas y cubrió de besos su frente y sus mejillas. Entonces Mirra levantó la vista hacia su padre y contestó: “Quisiera un marido que se pareciera a ti”. Y Cíniras, que no entendió sus palabras, le respondió: “No dejes nunca de querer a tu padre”. En cuanto oyó la palabra “padre”, Mirra, avergonzada de su deseo, agachó la cabeza.
Al llegar la noche la joven no podía dormir. Daba vueltas y vueltas en la cama mientras un fuego le ardía por dentro y a su pensamiento volvía una y otra vez la imagen de su amado. Como sabía que era un amor criminal se avergonzaba; y aunque lo rechazaba, no podía dejar de pensar en él. Su indecente amor no tenía más reposo que la muerte, así que se levantó de la cama dispuesta a anudar su garganta con un lazo. Preparada ya para morir ahogada pronunció unas palabras de despedida: “adiós, querido Cíniras, espero que entiendas mi decisión”. Sus palabras, pese a haber sido pronunciadas muy quedas, fueron escuchadas milagrosamente por su nodriza. Abrió ésta las puertas del dormitorio de su niña y al ver la escena gritó y se abalanzó hacia la muchacha a fin de liberarla de sus ataduras. Cuando la hubo arrancado de la muerte la abrazó y comenzó a preguntarle: “¿Qué te ocurre, mi niña? ¿Qué te ha vuelto tan loca como para querer matarte? Eres aún muy joven para ir a la morada de Hades”.
La anciana apremiaba con sus palabras a Mirra, pero ésta no contestaba. La nodriza continuó con su discurso: “Si alguien, mi niña, te ha hecho daño, dímelo. Yo sé de conjuros que pueden liberarte de cualquier mal. Te purificaré con un rito mágico. Viven tu madre y tu padre, ¿qué mal puede apremiarte?” Al oír la palabra “padre” Mirra suspiró y el suspiro hizo presentir a la nodriza que se trataba de una pena de amor. Sin sospechar quién era el objeto de su deseo rodeó a la niña con sus brazos y le dijo: “¡Estás enamorada!”. Mirra se soltó rápidamente y ocultando su rostro en la almohada le contestó: “No quieras saber más. Vete. Déjame. Lo que quieres saber es un crimen”. La nodriza se asustó y se dirigió nuevamente a ella. La amenazó con difamar su intento de suicidio si no le confesaba su nombre y a renglón seguido le ofreció ayuda para conseguir su propósito. Mirra se volvió hacia ella y, aunque intentó confesarle la verdad, las palabras no lograban salir de su boca. Tan sólo pudo decir: “¡Oh, madre, qué dichosa eres tú con tu esposo!”. No hizo falta más. La nodriza comprendió al momento que su amado era Cíniras, su propio padre. “Sea”, le dijo, “disfrutarás de tu…” pero no pudo pronunciar su nombre.
La anciana esperó el momento propicio para ayudar a Mirra a conseguir su deseo. Cencreide, la madre de la joven, asistía a las fiestas de Ceres y pasaría fuera toda la noche. Cíniras estaba alegre por el vino y aceptó la invitación amorosa que la nodriza le hizo en nombre de una joven. Al preguntarle la edad, aquella contestó que era semejante a Mirra. Pactado el encuentro fue a buscar a la muchacha y le dio a conocer el engaño urdido. Al enterarse de la noticia, Mirra no sabía si alegrarse o entristecerse. No obstante, su deseo era tal, que al llegar la hora acordada, se encaminó a los aposentos de su padre. Aunque tropezó tres veces en el camino, aunque oyó tres veces el canto mortuorio del búho, llegó hasta la puerta de la alcoba paterna. Sólo después de abrirla y de acercarse al lecho comenzó a temer. Se arrepentía ya de su osadía y deseaba no haber ido allí cuando la nodriza, que la había acompañado todo el camino, la cogió de la mano y dirigiendo sus palabras en dirección al lecho dijo: “Aquí la tienes, Cíniras, es toda tuya”. En la oscuridad de la noche los dos cuerpos se unieron sin conocer uno el rostro del otro. Él, recordando las palabras de la nodriza y para tranquilizar a la joven, la llamó hija. Ella, oyéndole hablar, lo llamó padre. Una vez saciado su deseo la joven se marchó. Volvió la noche siguiente y algunas más.
Después de tantas visitas nocturnas quería Cíniras saber quién era la muchacha que sustituía a su mujer en el lecho. Por ello, una noche, aprovechando que la joven estaba dormida, se levantó, cogió una lámpara y acercó la luz a su rostro. Al momento comprendió el crimen cometido. Quiso ponerle remedio con la espada, pero Mirra, que se había despertado y había visto a su padre armado salió corriendo de su lecho, de su cuarto, de su palacio y de su reino. Vagó durante nueve largos meses gestando durante ese tiempo un niño en su vientre. Finalmente paró en la tierra de Saba. Dudando si morir o vivir habló de esta manera: “Conozco mi crimen. No deseo ultrajar a los vivos viviendo con ellos, ni a los muertos poniendo fin a mi vida. Ay de mí, si alguna divinidad pudiera ayudarme…”. El propio Zeus escuchó sus palabras e hizo que la tierra cubriera sus piernas. Éstas se endurecieron y retorcieron, al tiempo que también se endurecía y retorcía su cuerpo. La sangre se transformó en savia, los brazos en ramas grandes y los dedos en pequeñas hojas. La piel se convirtió en corteza. Oprimía ésta el vientre de la joven quien, habiéndose completado ya los nueve meses de gestación, estaba a punto de dar a luz. Los dolores del momento hicieron que brotaran lágrimas de savia de la corteza, la preciada mirra. No tenía boca para invocar a Lucina, la diosa de los partos; sin embargo, la diosa apareció junto al árbol y dijo las palabras propias del parto. Se abrió una ranura en la corteza y por ella salió un niño al que las Náyades asistentes al nacimiento ungieron con las lágrimas de su madre. Así nació Adonis, hijo y nieto del mismo hombre.
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