MARINA COLASANTI (Eritrea, 1937)
La ciudad de los cinco cipreses,
de "Veintitrés historias de un viajero", 2005
No era un hombre rico. Tampoco era un hombre pobre. Era un hombre, simplemente. Y ese hombre tuvo un sueño.
Soñó que un pájaro se posaba en su ventana y le decía: "Hay un tesoro esperándote en la ciudad de los cinco cipreses". Pero cuando el hombre quiso abrir la boca para preguntar dónde estaba esa ciudad, sus ojos se abrieron y el pájaro levantó el vuelo, llevándose el sueño en el pico.
El hombre preguntó a los vecinos, a los conocidos, si conocían aquella ciudad. Ninguno sabía nada. Preguntó a los desconocidos, a los viajeros que llegaban. Ninguno la había visto ni había oído hablar de ella. Preguntó por fin a su corazón, y su corazón le respondió que cuando se quiere lo que nadie conoce, es mejor buscarlo personalmente.
Vendió la casa y con el dinero compró un caballo, vendió su huerta y compró los arreos, vendió sus escasos bienes y depositó las monedas en una bolsita de cuero que se colgó del cuello.
Ya podía partir.
Se dirigiría al sur, decidió, espoleando el caballo. "Las tierras del sol son más propicias para los cipreses", pensó, apartando la capa del cuello.
Galopó, galopó, galopó. Bebió agua de arroyuelos, bebió agua de ríos, se tendió de bruces sobre la orilla de un lago para beber y vio reflejarse en él su rostro agotado. Pero no tardaba en reanudar su marcha, porque un tesoro lo estaba esperando.
Parecían cinco torres trazadas a carboncillo sobre el cielo azul, cuando al final los vio a lo lejos coronando la cima de una colina. "¡Mis cipreses!", cantó altísimo su corazón. Y a pesar de lo cansado que estaba su caballo, le pidió aún un último esfuerzo. Hoy te daré un establo y paja fresca en mi ciudad, prometió sin atreverse a clavarle las espuelas.
Fueron al paso. Sin embargo, conforme se reducía la distancia, el hombre se dio cuenta de que no podría cumplir su promesa. Ningún perfil de tejado, ninguna esquina de casa, ningún muro festoneaba en lo alto de la colina. Subieron lentamente la pendiente sin caminos. En lo alto, los cinco cipreses reinaban altaneros y solitarios. No había ciudad alguna.
La noche ya se ovillaba en el valle, "Mejor será dormir", pensó el hombre, "mañana veré qué hacer". Soltó el caballo para que pastara. Se cubrió con la esclavina, hizo de su decepción almohada y se durmió.
Lo despertó la conversación de los cipreses en la brisa. El aire fresco de la noche todavía coronaba su frente, pero ya un diluvio de oro el polvo desbordaba el horizonte anegando el valle, y los insectos hacían temblar las alas, listos para lanzarse hacia el sol que asumiría pronto el mando del día.
El hombres se levantó; se hallaba en una delicada cima del mundo. Los sonidos le llegaban desde lejos, suaves, como traídos en el cuenco de las manos. En lo alto, cinco puntas verdes ondeaban dibujando el viento.
"He aquí que encontré mi tesoro", pensó el hombre, lleno de paz. Y supo que allí construiría su nueva casa.
Una casa pequeña con una buena galería, al principio. Después, con el pasar de los años, otras casas, la de él, que había fundado una familia, y las de otras familias y gentes atraídas por la seducción de aquel lugar. Un poblado en ciernes, transformado en una aldea que desciende por la cuesta como rastro de caracol y que un día sería una ciudad.
A quien pregunta, le responden: es la ciudad de los cinco cipreses.
En lo alto, olvidado, un baúl lleno de monedas de oro duerme en el oscuro corazón de la tierra, entrelazado con cinco hondas raíces.
La ciudad de los cinco cipreses,
de "Veintitrés historias de un viajero", 2005
No era un hombre rico. Tampoco era un hombre pobre. Era un hombre, simplemente. Y ese hombre tuvo un sueño.
Soñó que un pájaro se posaba en su ventana y le decía: "Hay un tesoro esperándote en la ciudad de los cinco cipreses". Pero cuando el hombre quiso abrir la boca para preguntar dónde estaba esa ciudad, sus ojos se abrieron y el pájaro levantó el vuelo, llevándose el sueño en el pico.
El hombre preguntó a los vecinos, a los conocidos, si conocían aquella ciudad. Ninguno sabía nada. Preguntó a los desconocidos, a los viajeros que llegaban. Ninguno la había visto ni había oído hablar de ella. Preguntó por fin a su corazón, y su corazón le respondió que cuando se quiere lo que nadie conoce, es mejor buscarlo personalmente.
Vendió la casa y con el dinero compró un caballo, vendió su huerta y compró los arreos, vendió sus escasos bienes y depositó las monedas en una bolsita de cuero que se colgó del cuello.
Ya podía partir.
Se dirigiría al sur, decidió, espoleando el caballo. "Las tierras del sol son más propicias para los cipreses", pensó, apartando la capa del cuello.
Galopó, galopó, galopó. Bebió agua de arroyuelos, bebió agua de ríos, se tendió de bruces sobre la orilla de un lago para beber y vio reflejarse en él su rostro agotado. Pero no tardaba en reanudar su marcha, porque un tesoro lo estaba esperando.
Parecían cinco torres trazadas a carboncillo sobre el cielo azul, cuando al final los vio a lo lejos coronando la cima de una colina. "¡Mis cipreses!", cantó altísimo su corazón. Y a pesar de lo cansado que estaba su caballo, le pidió aún un último esfuerzo. Hoy te daré un establo y paja fresca en mi ciudad, prometió sin atreverse a clavarle las espuelas.
Fueron al paso. Sin embargo, conforme se reducía la distancia, el hombre se dio cuenta de que no podría cumplir su promesa. Ningún perfil de tejado, ninguna esquina de casa, ningún muro festoneaba en lo alto de la colina. Subieron lentamente la pendiente sin caminos. En lo alto, los cinco cipreses reinaban altaneros y solitarios. No había ciudad alguna.
La noche ya se ovillaba en el valle, "Mejor será dormir", pensó el hombre, "mañana veré qué hacer". Soltó el caballo para que pastara. Se cubrió con la esclavina, hizo de su decepción almohada y se durmió.
Lo despertó la conversación de los cipreses en la brisa. El aire fresco de la noche todavía coronaba su frente, pero ya un diluvio de oro el polvo desbordaba el horizonte anegando el valle, y los insectos hacían temblar las alas, listos para lanzarse hacia el sol que asumiría pronto el mando del día.
El hombres se levantó; se hallaba en una delicada cima del mundo. Los sonidos le llegaban desde lejos, suaves, como traídos en el cuenco de las manos. En lo alto, cinco puntas verdes ondeaban dibujando el viento.
"He aquí que encontré mi tesoro", pensó el hombre, lleno de paz. Y supo que allí construiría su nueva casa.
Una casa pequeña con una buena galería, al principio. Después, con el pasar de los años, otras casas, la de él, que había fundado una familia, y las de otras familias y gentes atraídas por la seducción de aquel lugar. Un poblado en ciernes, transformado en una aldea que desciende por la cuesta como rastro de caracol y que un día sería una ciudad.
A quien pregunta, le responden: es la ciudad de los cinco cipreses.
En lo alto, olvidado, un baúl lleno de monedas de oro duerme en el oscuro corazón de la tierra, entrelazado con cinco hondas raíces.
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Sinopsis del libro:
Un viajero llega a un reino en donde un príncipe vive aislado del resto del mundo. Mientras ambos recorren juntos las tierras de la comarca, el visitante cuenta al príncipe historias recolectadas a lo largo de sus viajes.
Al estilo de Las mil y una noches, "Veintitrés historias de un viajero" es una colección de historias enmarcadas, es decir, de narraciones contenidas en una historia principal. En esta serie de relatos que sorprenden por su carga mítica y fascinan por su modernidad, un viaje espera al lector: el viaje sutil a través del lenguaje poético de Marina Colasanti.
Al estilo de Las mil y una noches, "Veintitrés historias de un viajero" es una colección de historias enmarcadas, es decir, de narraciones contenidas en una historia principal. En esta serie de relatos que sorprenden por su carga mítica y fascinan por su modernidad, un viaje espera al lector: el viaje sutil a través del lenguaje poético de Marina Colasanti.
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