ANTONIO MUÑOZ MOLINA (Jaén, 1956)
Los jardines botánicos
www.antoniomuñozmolina.es
Para las personas de imaginación aventurera pero de carácter perezoso el mejor sustituto de las expediciones novelescas que no llegarán a hacer nunca son las visitas a los jardines botánicos, más que los libros de viajes. Sin duda hay un placer extraordinario en leer las aventuras de Shackleton en la Antártida, o el diario del capitán Franklin en los hielos del Ártico, o seguir en una buena biografía los itinerarios del capitán Cook, que llegó a Tahití cuando parecía el paraíso terrenal y avanzó mucho más al sur de lo que se había atrevido nadie, vislumbrando entre nieblas de tormenta los acantilados antárticos, o caminar por las soledades de la Patagonia o de los desiertos de Australia en las páginas de Bruce Chatwin. Pero el contraste entre el nomadismo esforzado de los relatos y el confort de la lectura es demasiado grande como para dejarle a uno la conciencia tranquila, y después de todo leer es una tarea demasiado sedentaria y demasiado intelectual, que debe ser compensada de inmediato con el ejercicio físico, para evitar ese peligro de desequilibrio entre la vida real y los mundos de los libros del que fue tan consciente Cervantes.
Un buen jardín botánico es la solución perfecta. Los árboles de los trópicos o los del Himalaya o los de las islas del Pacífico se ofrecen a la mirada y al tacto de uno y le regalan su exotismo, sin la penosa servidumbre de los animales en las jaulas tristísimas de los zoológicos, y desde luego sin los padecimientos pavorosos del explorador que se abre paso entre los pantanos y los mosquitos de una jungla, o el que se juega la vida escalando una montaña. En un botánico, a diferencia de en la naturaleza, cada árbol y cada planta tienen un letrero con su nombre científico y su nombre vulgar, lo cual es un placer para quien disfruta de la sonoridad de los bellos nombres latinos y un alivio para el aficionado ansioso que no sabe ver de verdad una planta o un pájaro si no puede nombrarlos. El problema es más grave en la literatura en español, y quizás más todavía la española, en la que la naturaleza, con raras excepciones, tiene una presencia vaga y general o directamente no existe. Nosotros no hemos tenido un Wordsworth, un Thoreau, un Robert Frost, un William Carlos Williams que celebren con precisión de naturalistas la riqueza botánica del mundo. Tenemos, desde luego, a Antonio Machado, a Miguel Delibes, a José Antonio Muñoz Rojas, pero la nuestra es en general una cultura poco permeada por las ciencias naturales, en la que cualquier referencia no alegórica o despectiva al campo, a los paisajes, a los jardines, queda cancelada por el miedo a la cursilería, o peor aún, al costumbrismo rural.
Hablo por experiencia propia. Yo creo que no me fijé de verdad en una planta hasta pasados los cuarenta años. Por miedo a parecer paletos, los fugitivos del campo cultivábamos con vehemencia el esnobismo de lo urbano. Era parte de esa negación algo neurótica del pasado que suele afectar a sociedades que se modernizan tardía y atolondradamente, y destruyen y malvenden a cambio de baratijas lo más valioso de su patrimonio popular. Por fortuna, los jardines botánicos, como algunas obras maestras de la literatura, no se dejan afectar por las tonterías de las modas culturales, y esperan con paciencia a que uno llegue a la madurez necesaria para disfrutarlos. El tiempo de los árboles es más lento y mucho más largo que el de las vidas humanas. Los científicos y los jardineros que los cuidan están menos sujetos a las veleidades del gusto que los artistas o los literatos, menos ansiosos por halagar al público. Los jardines botánicos tienen el mismo origen ilustrado que los museos nacionales, que las bibliotecas públicas y que las instituciones públicas de enseñanza. Como nacieron en la época en la que el conocimiento formaba parte del impulso general de la emancipación humana, y en el que la curiosidad científica era uno de los placeres de la imaginación, los jardines botánicos son simultáneamente lugares de investigación y de recreo, parques públicos y laboratorios, espacios de retiro y centros de enseñanza. En un país tan arboricida y tan poco hospitalario para el saber como España, cada vez que uno entra a un jardín botánico le dan ganas de pedir asilo político.
En el Botánico de Madrid hay una armonía geométrica de parque francés del siglo XVIII. La primera vez que entra al de Lisboa el visitante novelero siente enseguida que se sumerge en un bosque, en una selva tupida pero también apacible, con dragos de Madeira y araucarias y casuarinas gigantes de Australia y Nueva Zelanda, con palmeras altísimas que oscilan como mecidas por un viento del Pacífico. El Botánico de Madrid es plano y de ángulos rectos: el de Lisboa está en cuesta, y sus senderos son sinuosos, de manera que las perspectivas están cambiando siempre, y hay momentos en los que uno se encuentra completamente rodeado por una vegetación tan densa como la que atravesaban a machetazos los exploradores de los antiguos libros de viajes. En el Botánico de Lisboa, cuando el viento ha arreciado, el rumor poderoso de los árboles borra por completo los ruidos de la ciudad. Salgo de él al cabo de una visita de una hora y es como si volviera de un retiro en una montaña y de una expedición.
Los jardines botánicos
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Para las personas de imaginación aventurera pero de carácter perezoso el mejor sustituto de las expediciones novelescas que no llegarán a hacer nunca son las visitas a los jardines botánicos, más que los libros de viajes. Sin duda hay un placer extraordinario en leer las aventuras de Shackleton en la Antártida, o el diario del capitán Franklin en los hielos del Ártico, o seguir en una buena biografía los itinerarios del capitán Cook, que llegó a Tahití cuando parecía el paraíso terrenal y avanzó mucho más al sur de lo que se había atrevido nadie, vislumbrando entre nieblas de tormenta los acantilados antárticos, o caminar por las soledades de la Patagonia o de los desiertos de Australia en las páginas de Bruce Chatwin. Pero el contraste entre el nomadismo esforzado de los relatos y el confort de la lectura es demasiado grande como para dejarle a uno la conciencia tranquila, y después de todo leer es una tarea demasiado sedentaria y demasiado intelectual, que debe ser compensada de inmediato con el ejercicio físico, para evitar ese peligro de desequilibrio entre la vida real y los mundos de los libros del que fue tan consciente Cervantes.
Un buen jardín botánico es la solución perfecta. Los árboles de los trópicos o los del Himalaya o los de las islas del Pacífico se ofrecen a la mirada y al tacto de uno y le regalan su exotismo, sin la penosa servidumbre de los animales en las jaulas tristísimas de los zoológicos, y desde luego sin los padecimientos pavorosos del explorador que se abre paso entre los pantanos y los mosquitos de una jungla, o el que se juega la vida escalando una montaña. En un botánico, a diferencia de en la naturaleza, cada árbol y cada planta tienen un letrero con su nombre científico y su nombre vulgar, lo cual es un placer para quien disfruta de la sonoridad de los bellos nombres latinos y un alivio para el aficionado ansioso que no sabe ver de verdad una planta o un pájaro si no puede nombrarlos. El problema es más grave en la literatura en español, y quizás más todavía la española, en la que la naturaleza, con raras excepciones, tiene una presencia vaga y general o directamente no existe. Nosotros no hemos tenido un Wordsworth, un Thoreau, un Robert Frost, un William Carlos Williams que celebren con precisión de naturalistas la riqueza botánica del mundo. Tenemos, desde luego, a Antonio Machado, a Miguel Delibes, a José Antonio Muñoz Rojas, pero la nuestra es en general una cultura poco permeada por las ciencias naturales, en la que cualquier referencia no alegórica o despectiva al campo, a los paisajes, a los jardines, queda cancelada por el miedo a la cursilería, o peor aún, al costumbrismo rural.
Hablo por experiencia propia. Yo creo que no me fijé de verdad en una planta hasta pasados los cuarenta años. Por miedo a parecer paletos, los fugitivos del campo cultivábamos con vehemencia el esnobismo de lo urbano. Era parte de esa negación algo neurótica del pasado que suele afectar a sociedades que se modernizan tardía y atolondradamente, y destruyen y malvenden a cambio de baratijas lo más valioso de su patrimonio popular. Por fortuna, los jardines botánicos, como algunas obras maestras de la literatura, no se dejan afectar por las tonterías de las modas culturales, y esperan con paciencia a que uno llegue a la madurez necesaria para disfrutarlos. El tiempo de los árboles es más lento y mucho más largo que el de las vidas humanas. Los científicos y los jardineros que los cuidan están menos sujetos a las veleidades del gusto que los artistas o los literatos, menos ansiosos por halagar al público. Los jardines botánicos tienen el mismo origen ilustrado que los museos nacionales, que las bibliotecas públicas y que las instituciones públicas de enseñanza. Como nacieron en la época en la que el conocimiento formaba parte del impulso general de la emancipación humana, y en el que la curiosidad científica era uno de los placeres de la imaginación, los jardines botánicos son simultáneamente lugares de investigación y de recreo, parques públicos y laboratorios, espacios de retiro y centros de enseñanza. En un país tan arboricida y tan poco hospitalario para el saber como España, cada vez que uno entra a un jardín botánico le dan ganas de pedir asilo político.
No me fijé de verdad en una planta hasta pasados los cuarenta años. Por miedo a parecer paletos, los fugitivos del campo cultivábamos con vehemencia el esnobismo de lo urbano
En el Botánico de Madrid hay una armonía geométrica de parque francés del siglo XVIII. La primera vez que entra al de Lisboa el visitante novelero siente enseguida que se sumerge en un bosque, en una selva tupida pero también apacible, con dragos de Madeira y araucarias y casuarinas gigantes de Australia y Nueva Zelanda, con palmeras altísimas que oscilan como mecidas por un viento del Pacífico. El Botánico de Madrid es plano y de ángulos rectos: el de Lisboa está en cuesta, y sus senderos son sinuosos, de manera que las perspectivas están cambiando siempre, y hay momentos en los que uno se encuentra completamente rodeado por una vegetación tan densa como la que atravesaban a machetazos los exploradores de los antiguos libros de viajes. En el Botánico de Lisboa, cuando el viento ha arreciado, el rumor poderoso de los árboles borra por completo los ruidos de la ciudad. Salgo de él al cabo de una visita de una hora y es como si volviera de un retiro en una montaña y de una expedición.
Fernando Pessoa
escribió que se bajaba del tranvía después de un breve trayecto con el
mareo de un viaje al otro lado del mundo. El viaje más exótico de mi
vida, y también uno de los más confortables, lo he hecho yo en poco más
de un cuarto de hora, en el tranvía número 15, entre la parada de la
Praça do Comércio y la de Belém, que me ha dejado a unos pasos del
Jardim Tropical, una mañana de domingo entre soleada y nubosa, en este
clima que es lo bastante húmedo y lo bastante templado para que
prosperen en él plantas que no resistirían los inviernos de Madrid. En
el Jardim Tropical hay ficus
australianos de cortezas como lomos de paquidermos, de extrañas ramas
que cuelgan como estalactitas, de sistemas de raíces que se hunden en la
tierra como vastas copas invertidas; hay pavos reales y grandes gallos
portugueses de porte arrogante y cresta roja; hay invernaderos
abandonados que parecen ruinas de puestos coloniales devoradas por la
selva; hay pérgolas con azulejos de tigres, de leones, de elefantes y de
gacelas; hay pórticos con tejadillos chinos que dan paso a jardines
secretos en los que crecen árboles de Macao y de Goa; hay palmeras
decapitadas como columnas de templos emergiendo en la jungla; hay un
palacio de amplias estancias sucesivas donde se guardan tesoros
cartográficos de la época colonial, anaqueles con muestras de semillas,
láminas de plantas disecadas, estanterías de una xiloteca en la que en
vez de libros se guardan ordenadas más de tres mil muestras de maderas.
En la luz cambiante, en el sol y el nublado, el bosque era unas veces
umbrío y otras luminoso. De vez en cuando me cruzaba con alguien tan
hechizado como yo. De un botánico así se salen con ganas de escribir un
libro de viajes.