RICARDO CODORNIU Y STÁRICO (Cartagena, 1846-1923)
El último árbol
A María Teresa H-R. y
C
Lugar sagrado es un bosque
¡infeliz quien no lo aprecia!
Maldita de Dios la mano
que lo tala o que lo incendia
(Ricardo Sánchez Madrigal)
El gigante de la selva había nacido en
una época de prosperidad para la familia. Cayó un piñón en suelo enriquecido
por el mantillo que formó la hojarasca desprendida en los últimos años, halló
humedad suficiente cuando las primeras brisas del otoño refrescaron la tierra,
y brotó lanzando al aire algunas hojas. Luego, contando ya con ellas para
preparar los alimentos, empezó a trabajar con fe, profundizando cuanto pudo la
raíz central, sin cuidarse de crecer hasta contar con sólida base, y tomando
posesión del suelo que le había de
sustentar y mantener, con tan sabía precaución, que cuando las raíces adquirían
alguna fuerza las contraía, para quedar bien sujeto, sujetando a la vez la tierra
de la empinada ladera a la roca subyacente.
Vinieron las suaves temperaturas
primaverales, que avivando la actividad de la planta le hicieron producir
nuevas hojas, y aunque llegó el verano con sus ardores, como los grandes
árboles próximos la resguardaban de los ardientes rayos del sol, conservaba una
atmósfera húmeda que convenía a su vida.
Por ello también eran abundantes los
rocíos y las lluvias que empapaban la hojarasca, y se filtraban lentamente en
la tierra, dando agua cristalina a los arroyuelos y enriqueciendo los
manantiales.
Como crecía ansioso por hallar la luz,
sintió placeres inefables cuando, alzando su delgado tronco limpio de ramaje,
joven aún y como en recompensa de su noble aspiración de elevarse al cielo,
pudo contemplar sin obstáculo el verde manto que cubría la ladera, y a la vez
admirar lo numerosa que era su familia.
Pero sin duda su mayor encanto era
albergar entre sus ramas los pintados pajarillos, que en ellas colgaban los nidos de sus amores y
le recreaban con trinos, ¡y qué
espléndidamente pagaban su alojamiento los cantores, librándole de los insectos
que aspiraban a vivir a costa del árbol!
Mas ¡hay! la dicha no es eterna en el
mundo. Años tras años pasaron, y empozó a ver que en la base do la montana se
aclaraban los árboles. Al principio, gracias a la sombra proyectada,
conservaban los pastos su verdura durante el verano; mas a medida que los
troncos de pino, bajaban, los claros iban ascendiendo y se convertían en
calveros y luego hasta se agostaban los pastos. Por fín, disminuyeron los
manantiales, las lluvias ahondaron el lecho de los barrancos y asurcaron las
laderas: el aire en verano se hacía abrasador y aunque el pino cerraba sus
boquitas de los numerosos estomas de sus hojas, para disminuir la evaporación,
apenas podía defenderse de los ardores estivales.
Además, pasaban las nubes sobre la
montana. y en vez de resolverse como antes, en benéfica lluvia, por encontrar
la húmeda atmósfera del bosque, hallaban ahora reflejados los rayos del sol
ardiente y en el sequísimo aire se disolvían, o bien el exceso de calor
originaba tempestades, con los torrenciales aguaceros.
Viendo el pobre árbol tan mermada su
familia, esparcía prodigiosamente sus piñones, aspirando a reproducirse, pero
en vano, que el suelo privado de la hojarasca absorbía, al enfriarse por la
noche, y esparcía, al calentarse a los rayos del sol, grandes cantidades de
aire, que le robaban la humedad, endureciéndolo y dejándolo como calcinado.
Si algún pinito nacía, a pesar de todo,
una cabra de satánicos cuernos le hacía objeto de sus mordeduras y lo abrasaba
con el fuego de su cáustica baba.
Los pájaros también huyeron y como
consecuencia, se llenó el árbol de bolsas en que habitaban millares de orugas,
que le devoraban las hojas apenas nacidas, quitándole los medios de respirar y
aún de vivir.
Por fin se vio sólo en la ladera; para
amargar su doloroso aislamiento, un leñador le hizo objeto de bárbaras
mutilaciones, y por las anchas heridas penetró el agua, produciendo las caries.
Así fue manchando su antes limpio tronco, y dio gracias al cielo cuando,
apiadado de sus infortunios, en una tormenta, recibió un rayo, que dio honrosa
muerte al gigante de la selva.
La cabra quedó reina y señora del
espantoso erial, del cadáver de la montaña, asesinada por la impiedad, la
ignorancia y la codicia del hombre, y hoy muestra al desnudo su esqueleto de
rocas.
«Lugar sagrado es un bosque
¡Ay de quien no lo venera!
¡Bendita de Dios la mano
que las montañas repuebla!
---Fin---
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